– Si nos ponemos en marcha ahora -asintió Neumann-, tendremos unas cuatro o cinco horas de viaje. Opino que podemos hacerlo esta noche. La próxima oportunidad de cita con el submarino no se producirá hasta dentro de tres días. No me entusiasma la idea de pasarme tres días escondiéndome mientras toda la policía de Gran Bretaña anda buscándonos como locos. Propongo que nos vayamos esta noche.
Catherine inclinó la cabeza. Neumann se colocó los auriculares y sintonizó la radio a la frecuencia adecuada. Envió una señal de identificación y esperó la respuesta. Unos segundos después el radiotelegrafista del submarino indicó a Neumann que continuase. El agente respiró hondo, transmitió el mensaje meticulosamente, cortó la comunicación y desconectó la radio.
– Queda una cosa más -dijo. Se volvió hacia Dogherty-. ¿Vienes con nosotros?
Dogherty dijo que sí con la cabeza.
– Ya lo he hablado con Mary. Está de acuerdo conmigo. Me iré a Alemania con vosotros; luego Vogel y sus amigos pueden ayudarme a hacer el viaje de vuelta a Irlanda. Mary se dirigirá allí cuando yo haya llegado. Tenemos amigos y familiares que se harán cargo de nosotros en tanto nos establecemos. Estaremos bien.
– ¿Cómo se lo ha tomado Mary?
El rostro de Dogherty se endureció con un fruncimiento de cejas, a la vez que apretaba los labios. Neumann comprendió que era muy probable que Mary y él no volvieran a verse nunca más. Neumann alargó el brazo hacia la lámpara de queroseno, apoyó una mano en el hombro de Dogherty y dijo:
– En marcha.
De pie sobre la bicicleta, con la respiración entrecortada a causa del esfuerzo, Martin Colville vio una luz encendida dentro del granero de Dogherty. Dejó la bicicleta junto a la carretera, cruzó silenciosamente el prado y se agazapó a la entrada del granero. Aguzó el oído para distinguir, por encima del restallar líquido de la lluvia, las palabras de la conversación que mantenían en el interior.
Era increíble.
Sean Dogherty… colaborador de los nazis. El individuo llamado James Poner… agente alemán. ¡Un nido de espías que operaba allí,en Hampton Sands!
Colville forzó el oído para enterarse de más detalles. Planeaban conducir costa arriba hasta el condado de Lincoln y coger allí una embarcación para navegar al encuentro de un submarino. Colville notó que el corazón le daba un vuelco en el pecho y que se le aceleraba la respiración. Hizo un esfuerzo para calmarse y pensar con claridad.
Tenía dos opciones: retirarse, volver al pueblo y alertar a las autoridades, o irrumpir en el granero y ponerlos a todos bajo custodia por su cuenta. Cada una de aquellas alternativas tenía sus desventajas. Si iba en busca de ayuda, lo más probable era que los espías se hubiesen marchado cuando él estuviese de vuelta. En la costa de Norfolk contaban con pocos policías, apenas los suficientes para montar una búsqueda. Si actuaba solo, se encontraría en inferioridad numérica. Observó que Dogherty llevaba su escopeta y dio por supuesto que los otros dos también iban armados. Con todo, la ventaja de la sorpresa era suya.
Le gustaba la segunda opción por otro motivo: disfrutaría del placer de ajustarle personalmente las cuentas a aquel tipo alemán que decía llamarse James Porter. Colville comprendió que debía entrar en acción y hacerlo rápidamente. Abrió la caja de cartuchos, tomó dos y los introdujo en la recámara de su vieja escopeta de calibre doce. Nunca había encañonado con aquel arma a nada más amenazador que una perdiz o un faisán. Se preguntó si tendría agallas para apretar el gatillo con la escopeta apuntando a un ser humano.
Se irguió y avanzó un paso hacia la puerta.
Jenny pedaleó hasta que le ardieron las piernas: atravesó el pueblo, dejó atrás la iglesia y el cementerio, pasó por encima de la ría. Saturaba el aire el sordo fragor de la tormenta y el ajetreo del oleaje. La lluvia le azotaba el rostro y las ráfagas de viento casi parecían salirse con la suya y derribarla contra el suelo.
Jenny vio la bicicleta de su padre sobre la hierba, junto a la carretera y se detuvo al llegar a ella. ¿Por qué la había dejado allí? ¿Por qué no llegó montado hasta la casa?
Creyó adivinar la respuesta. Sin duda intentaba llegar subrepticiamente, sin ser visto.
Y entonces oyó la detonación de una escopeta disparada en el granero de Sean. Jenny soltó un grito, saltó de la bicicleta y la dejó caer al lado de la de su padre. Corrió por el prado, al tiempo que pensaba: «Dios mío, no permitas que muera, por favor. No permitas que muera».
52
Scarborough (Inglaterra)
Aproximadamente a ciento sesenta kilómetros al norte de Hampton Sands, Charlotte Endicott entraba pedaleando en su bicicleta en el pequeño recinto exterior, cubierto de gravilla, de la estación de escucha del Servicio Y. El trayecto desde su aposento en una abarrotada casa de huéspedes de la ciudad había sido atroz: durante todo el camino, el viento y la lluvia no cesaron de vapulearla. Helada y calada hasta los huesos, se apeó y dejó la bicicleta en el soporte común, junto a las otras.
Gemía el viento al filtrarse sus ráfagas entre las tres enormes antenas rectangulares erguidas en lo alto de los acantilados que dominaban el mar del Norte. Charlotte Endicott las miró, balanceándose visiblemente, mientras cruzaba apresuradamente el recinto. Abrió la puerta del barracón y entró antes de que el viento volviera a cerrarla violentamente.
Disponía de unos minutos antes de que empezara su turno. Se quitó el impermeable y el sombrero y los colgó en la desvencijada percha del rincón. Hacía frío dentro del barracón, surcado por multitud de corrientes de aire y construido con vistas a que lo funcional privase sobre lo confortable. A pesar de todo, tenía cantina. Charlotte entró en ella, se sirvió una taza de té, tomó asiento en una de las mesitas y encendió un cigarrillo. Una costumbre repelente, se daba perfecta cuenta de ello, pero si una podía trabajar como un hombre también podía fumar como tal. Además, le daba un aire de mujer provocativa, sensual, cosmopolita, un poco mayor de los veintitrés años que tenía. Y eso le encantaba. También se había hecho adicta a las cosas malditas. El trabajo era agobiante, el horario brutal y la vida en Scarborough resultaba espantosamente aburrida. Pero disfrutaba de ella hasta el último segundo.
Sólo hubo una temporada que le fue verdaderamente odioso, la de la Batalla de Inglaterra. Durante aquellos largos y terribles combates aéreos, las jóvenes del Servicio Femenino de la Armada Real en Scarborough escuchaban las voces y comentarios de los pilotos británicos y alemanes en sus carlingas. Una vez, Charlotte oyó a un chico inglés llorar y llamar a su madre mientras el ametrallado Spitfire que pilotaba se precipitaba en el mar. Cuando perdió contacto con él, Charlotte salió fuera y vomitó. Se alegraba de que aquellos días hubiesen acabado ya.
Alzó la mirada hacia el reloj. Casi medianoche. Hora de ponerse a trabajar. Se levantó y se alisó el mojado uniforme. Dio una última calada al cigarrillo -estaba prohibido fumar en la madriguera- y lo aplastó en el cenicero metálico rebosante de colillas. Salió de la cantina y se dirigió a la sala de operaciones. Mostró al guardia la placa de identificación. El hombre la escrutó minuciosamente, a pesar de que ya la había visto cien veces, y se la devolvió. con una sonrisa más prolongada de lo necesario. Charlotte sabía que era atractiva, pero allí no había lugar para aquella clase de cosas. Empujó la puerta, entró en la madriguera y ocupó su puesto habitual.