– Se pondrá en contacto contigo. En cuanto le hable de ti, se sentirá muy interesado.
– No voy a dormir con él.
– No tendrá ningún interés en acostarse contigo. Es hombre de familia. Como yo -añade, y se echa a reír de nuevo.
– ¿Cómo se llama?
– Los nombres carecen de importancia para él.
– Dime su nombre.
– No sé con certeza qué nombre puede usar estos días.
– ¿Qué hace ese amigo tuyo?
– Se dedica al tráfico de información.
Emilio vuelve a la cama. La conversación le ha excitado. Tiene la verga erecta y desea a Anna otra vez, ya mismo, al instante. Le separa las piernas y busca el camino de acceso al interior de la muchacha. Ella le coge entre sus manos para ayudarle y luego le clava las uñas.
– ¡Aaayyyy! ¡Anna, por Dios! ¡No tan fuerte!
– Dime cómo se llama.
– Va contra las normas… ¡No puedo!
– Dime su nombre -insiste ella, y le clava las uñas con más fuerza.
– Vogel -murmura él-. Se llama Kurt Vogel. ¡Dios mío!
Berlín, enero de 1944
La Abwehr tenía operando en Gran Bretaña dos clases fundamentales de espías. Los agentes de la Cadena-S, que llegaban al país, se establecían en él con identidad supuesta y se dedicaban al espionaje. Los agentes de la Cadena-R eran principalmente ciudadanos de un tercer país que entraban periódicamente en Gran Bretaña de forma legal, recogían información y la transmitían después a sus jefes de Berlín. Había una tercera red de espías, más reducida y altamente secreta, a la que se aplicaba el nombre de Cadena-V: un puñado de agentes «dormidos», adiestrados de manera excepcional, que se sumergían a gran profundidad en la sociedad inglesa y aguardaban, a veces durante años, a que se los activase. Recibía el nombre de su creador y único oficial de control, Kurt Vogel.
El modesto imperio de Vogel consistía en dos habitaciones de la cuarta planta de la sede de la Abwehr, situada en un par de austeras casas de piedra gris, en el 7476 de Tirpitz Ufer. Las ventanas daban al Tiergarten, el parque de doscientas cincuenta y cinco hectáreas del centro de Berlín. Tiempo atrás había disfrutado de una vista espectacular, pero meses de bombardeos aliados sembraron los caminos nupciales de cráteres del tamaño de carros de combate y redujeron a tocones ennegrecidos casi todos los castaños y tilos. La mayor parte de la oficina de Vogel la ocupaba una hilera de armarios metálicos cerrados con llave y una pesada caja de caudales. Vogel sospechaba que los funcionarios del registro central de la Abwehr habían sido sobornados por la Gestapo y se negaba a llevar archivos a dicho registro central. Su único ayudante -un condecorado teniente de la Wehrmacht que se llamaba Werner Ulbricht, que resultó mutilado combatiendo a los rusos- trabajaba en la antesala. Guardaba un par de pistolas Luger en el cajón superior de su mesa y tenía instrucciones precisas de Vogel para disparar contra cualquiera que entrase sin permiso. Ulbricht sufría pesadillas en las que se veía matando por error a Wilhelm Canaris.
Oficialmente, Vogel ostentaba el grado de capitán de la Kriegsmarine, pero eso era puro formulismo destinado a proporcionarle la jerarquía necesaria para operar en determinadas instancias. Como su mentor, Canaris, rara vez vestía uniforme. Su guardarropa variaba poco: un traje negro carbón de gerente de funeraria, camisa blanca y corbata oscura. Su pelo era de tonalidad gris acero y parecía que se lo cortaba él mismo. Tenía la mirada intensa de un revolucionario de café. Su voz sonaba como el chirrido de una bisagra cubierta de óxido; al cabo de diez años de conversaciones en cafés, habitaciones de hotel y oficinas repletas de micrófonos ocultos, esa voz casi nunca se elevaba por encima de un murmullo de capilla. Ulbricht, sordo de un oído, tenía que esforzarse constantemente para oírle.
La pasión de Vogel por el anonimato rozaba el absurdo. En su despacho sólo conservaba un objeto personal, el retrato de su esposa, Gertrude, y sus dos hijas gemelas. Cuando empezaron los bombardeos, las envió a la casa de la madre de Gertrude en Baviera, y las veía con muy poca frecuencia. Cada vez que abandonaba el despacho, aunque sólo fuera por unos instantes, cogía el retrato de encima de la mesa y lo guardaba con llave en un cajón. Hasta su placa de identificación era un acertijo. No llevaba imagen alguna -durante años se había negado a que le fotografiaran- y el nombre era falso. Tenía un pequeño piso cerca del despacho, al que llegaba tras un agradable paseo por las frondosas orillas del canal de Landwehr, las noches que se permitía escapar. Su casera creía que era un profesor universitario con un montón de novias.
Incluso en las entrañas de la Abwehr poco más se conocía de él.
Kurt Vogel había nacido en Düsseldorf. Su padre era director de un colegio, su madre profesora de música a tiempo parcial que abandonó una prometedora carrera de concertista de piano para casarse y criar una familia. Vogel se doctoró en Derecho por la Universidad de Leipzig, donde dos de los más importantes cerebros jurídicos de Alemania, Herman Heller y Leo Rosenberg, le enseñaron derecho civil y político. Fue un alumno brillante -el primero de la clase- y sus profesores auguraron tranquilamente que algún día Vogel iba a sentarse en el Reichgericht, el tribunal supremo de Alemania.
Hitler cambió todo eso. Hitler creía en el gobierno de los hombres, no en el gobierno de la ley. Pocos meses después de su toma del poder había puesto patas arriba todo el sistema judicial de Alemania. Führergewalt -el poder del Führer- se convirtió en la ley absoluta de la tierra y todo capricho maniático de Hitler se traducía inmediatamente en códigos y normativas. Vogel recordaba algunas de las ridículas máximas acuñadas por los arquitectos de la revisión jurídica alemana que hizo Hitler: «¡Ley es lo que es útil al pueblo alemán! ¡La ley debe interpretarse a través de las emociones saludables del pueblo!» Cuando el sistema jurídico normal se interponía en su camino, los nazis establecían sus propios tribunales, Volksgerichtschoff, los Tribunales Populares. En opinión de Vogel, el día más negro de la historia de la jurisprudencia alemana llegó en octubre de 1933, cuando diez mil abogados se concentraron en la escalinata del Reichsgericht y, con el brazo levantado en saludo nazi, juraron «seguir el rumbo del Führer hasta el fin de nuestros días». Vogel había figurado entre ellos. Aquella noche volvió a casa, al pequeño piso que compartía con Gertrude, quemó en la estufa todos sus libros de leyes y bebió hasta vomitar.
Varios meses después, en el invierno de 1934, le abordó un hombrecillo adusto que iba con un par de perros salchicha, Withehm Canaris, el nuevo jefe de la Abwehr. Canaris preguntó a Vogel si estaría dispuesto a trabajar para él. Vogel aceptó con una condición, que no se le obligara a ingresar en el partido nazi, y en el curso de la semana siguiente desapareció en el mundo del espionaje militar alemán. Oficialmente, servía como consejero legal interno de Canaris. Oficiosamente, tenía asignada la tarea de llevar a cabo los preparativos para la guerra con Gran Bretaña, que Canaris consideraba inevitable.
Ahora, sentado en su despacho, Vogel se inclinaba sobre un memorándum y se apretaba las sienes con los nudillos. Luchaba para concentrarse y prescindir de los ruidos: el traqueteo vibrante del achacoso ascensor en sus esfuerzos para subir y bajar por el hueco situado justo al otro lado de la pared, el repiqueteo de la helada lluvia al chocar contra los cristales de la ventana, el estrépito de las bocinas de los automóviles que acompañaba el presuroso tráfico del anochecer de Berlín. Trasladó las manos de las sienes a los oídos y apretó hasta que alcanzó el silencio.