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Era la segunda vez que pronunciaba las mismas palabras. Vicary pensó: «Es cuestión de un momento». Vicary conocía la obsesión de Jago por sus archivos, pero el que se hubiera extraviado el historial de un agente de la Abwehr no era motivo para que se declarase una emergencia en el departamento. Los expedientes se perdían, se traspapelaban y se desechaban por error continuamente. Una vez Boothby provocó una alarma roja al perder toda una cartera repleta de importantes archivos. Según la leyenda del departamento, apareció al cabo de una semana en el piso de su amante.

Jago irrumpió precipitadamente en su despacho instantes después, con una nube del repulsivo humo de su pipa ondeando a su espalda como la humareda de una locomotora. Tendió a Vicary el historial y se sentó tras su escritorio.

– Exactamente lo que pensaba -dijo Jago, absurdamente orgulloso de sí mismo-. Estaba allí, en el mismo estante. Una de las chicas debió de meterlo en una carpeta equivocada. Es algo que ocurre continuamente.

Vicary escuchó la dudosa excusa y enarcó las cejas.

– Interesante… A mí no me ha ocurrido nunca.

– Bueno, quizás eso se deba sólo a que has tenido suerte. Aquí manejamos miles de expedientes a la semana. Nos vendría de perlas un aumento de personal. Ya le he planteado la cuestión al director general, pero dice que el presupuesto ya se ha agotado y que no podemos disponer de una sola persona más.

A Jago se le había apagado la pipa y estaba desplegando todo un espectáculo para encenderla de nuevo. Los ojos de Vicary empezaron a lagrimear cuando el humo inundó otra vez todo el ámbito de aquel minúsculo despacho. Nicholas Jago era un hombre bueno honesto a carta cabal, pero Vicary no creyó una sola palabra de su historia. En opinión de Vicary, alguien se había lo llevado recientemente aquel historial y luego la documentación no volvió a su estante. Y ese alguien que lo retiró debía de ser un personaje condenadamente importante, a juzgar por la expresión que decoró semblante de Jago cuando Vicary preguntó por el expediente.

Vicary agitó el historial a guisa de abanico para abrir un claro en la densa humareda.

– ¿Quién fue el último en consultar el expediente de Vogel?

– Vamos, Alfred, sabes que no puedo decirtelo.

Era cierto. Los simples mortales como Vicary tenían que estampar su firma al llevarse una documentación. Se tomaba nota qué expedientes se retiraban, de quién y cuándo lo hacían. Sólo personal del Registro y los jefes de departamento tenían acceso aquellas archivos. Sólo un puñado de funcionarios de alto podían retirar legajos sin tener que estampar su firma. Vicary sospechaba que uno de aquellos funcionarios superiores se había llevado el expediente de Vogel.

– Lo único que tengo que hacer es pedir a Boothby una autorización que me permita mirar la lista de acceso, y Boothby me dará -dijo Vicary-. ¿Por qué no me dejas echarle un vistazo ahora y me ahorras tiempo?

– Puede que Boothby te la dé y puede que no.

– ¿Qué quieres dar a entender con eso, Nicholas?

– Escucha, viejo, lo último que deseo es interponerme otra vez entre Boothby y tú. -Jago volvía a dedicar sus esfuerzos a la pipa: apretaba el tabaco de la cazoleta y extraía una cerilla de la caja. Se puso la boquilla entre los dientes, de modo que la cazoleta empezó a bailar al ritmo de las palabras que el hombre pronunciaba-. Habla con Boothby. Si él dice que puedes ver la lista de acceso, toda tuya.

Vicary le dejó sentado en la cámara encristalada llena de humo, dedicado una vez más a la laboriosa faena de conseguir que prendiese su tabaco barato; con cada calada, la cerilla emitía su llamarada. Al echar un último vistazo al hombre, mientras se alejaba el expediente de Vogel, Vicary pensó que Jago parecía un faro un punto envuelto en la niebla.

De regreso a su despacho, Vicary hizo un alto en la cantina. Se le había olvidado cuándo comió algo por última vez. El hambre era un dolor sordo en su interior. Ya no le apetecían exquisiteces. Comer se había convertido en una obligación funcional, algo que era imprescindible hacer por necesidad, no por placer. Como andar por Londres de noche: había que ir deprisa y eludir toda posibilidad de recibir algún daño. Recordó la tarde del mes de mayo de 1940, cuando fueron a buscarle. «El señor Asworth dejó hace un momento en su casa un par de estupendas chuletas de cordero…» Qué derroche de precioso tiempo.

Era tarde y el menú era peor de lo acostumbrado: un trozo de pan moreno, un queso bastante sospechoso, una burbujeante cacerola con un líquido de color pardusco. Alguien había tachado de la carta las palabras caldo de carne de vaca y las había sustituido por sopa de piedra. Vicary pasó de largo ante el queso y olfateó el caldo. Parecía bastante inofensivo. Se sirvió cautelosamente un cucharón. El pan estaba duro como una tabla. Vicary logró cortar un trozo con un cuchillo mellado. Con la carpeta del expediente de Vogel a guisa de bandeja de servicio avanzó entre las mesas y las sillas. Sentado a una de las mesas, John Masterman se inclinaba sobre un volumen de latín. En la mesa de un rincón, dos célebres abogados se entregaban a un duelo de argumentaciones sobre un viejo caso. Un popular escritor de novelas de crímenes tomaba notas en un maltratado cuaderno. Vicary sacudió la cabeza. El MI-5 había enrolado a una notable nómina de talentos.

Anduvo con cuidado hacia la escalera, con el cuenco de caldo conservando a duras penas el equlibrio sobre la carpeta del archivo. Si algo no necesitaba era manchar aquel historial. Jago había escrito infinidad de memorandos implorando a los encargados de los casos que cuidasen mejor los documentos.

«¿Cómo se llama?»

«Kurt Vogel.»

«¡Cristo! Deja que vaya a buscártelo.»

Algo no encajaba en aquel asunto, de eso Vicary estaba seguro. Mejor no forzar las cosas. Valía más apartarlo a un lado y dejar que el subconsciente removiera las piezas.

Depositó el expediente y el cuenco de sopa encima del escritorio y encendió la lámpara. Leyó el historial de cabo a rabo mientras sorbía el caldo. Éste tenía el sabor de una bota de cuero hervida. La sal era uno de los pocos condimentos cuyo suministro no se escatimaba a los cocineros y, como les sobraba, solían utilizarla con una generosidad digna de mejor causa. Para cuando hubo terminado de leer el expediente por segunda vez, Vicary tenía una sed de desierto y empezaban a hinchársele los dedos.

Vicary alzó la cabeza y dijo:

– Harry, creo que tenemos un problema.

Harry Dalton, que se había ido a descabezar un sueñecito en su mesa de la zona común, fuera de la oficina de Vicary, se levantó y volvió a entrar en el despacho. Eran algo así como la extraña pareja y dentro del departamento se los conocía jocosamente como «Músculo y Cerebro, Sociedad Limitada». Harry era alto y atlético, perfecto, de pelo negro reluciente a golpe de gomina, inteligentes ojos azules y sonrisa tipo «a su disposición para lo que gusten mandar». Antes de la guerra era el inspector Harry Dalton, de la selecta brigada de homicidios del Departamento de la Policía Metropolitana. Había nacido y se había criado en Battersea y en su voz suave y agradable se apreciaban rastros de la forma de hablar de la clase trabajadora del sur de Londres.

– Tiene células grises, de eso no cabe duda -dijo Vicary-. Mira esto, doctor en Derecho por la Universidad de Leipzig, estudió con Heller y Rosenberg. A mí no me suena a nazi típico. Los nazis pervirtieron las leyes de Alemania. Alguien con una educación como esa, no podría sentir demasiado entusiasmo respecto a ellos. Luego, en 1935, decide súbitamente abandonar la abogacía y entra a trabajar para Canaris, como abogado personal suyo, ¿una especie de consejero interno para la Abwebr? No lo creo. Pienso que es un espía y todo eso de consejero legal de Canaris no es más que otra tapadera.

Vicary estaba hojeando de nuevo el expediente.

– ¿Tienes alguna teoría? -preguntó Harry.