– Tiene que convertir su corazón en una piedra, Alfred -recomendó Churchill con ronco susurro-. No tenemos tiempo para sentimientos como la vergüenza o la compasión, ninguno de nosotros. Ahora, no. Debe desprenderse de los restos de ética y moral que aún le queden, prescindir de cuantos sentimientos de bondad humana posea todavía y hacer lo que sea necesario para alcanzar la victoria. ¿Está claro?
– Está claro, primer ministro.
Churchill se inclinó hacia adelante, acercándosele, y dijo en tono de confesionario:
– Respecto a la guerra, hay una desdichada verdad. Si bien a un hombre le es virtualmente imposible ganar una guerra, sí le es absolutamente posible a un hombre perderla. -Churchill hizo una pausa-. Por el bien de nuestra amistad, Alfred, no sea usted ese hombre.
Impresionado por la advertencia de Churchill, Vicary recogió sus cosas y se dispuso a salir. Abrió la puerta y salió al pasillo. En el cuadro meteorológico de la pared, actualizado hora tras hora, se leía lluvioso. A su espalda, Vicary oyó a Winston Churchill, a solas en su cámara subterránea, murmurar algo para sí. Vicary tardó unos segundos en entender lo que el primer ministro decía.
– Condenado tiempo inglés -farfullaba Churchill-. Condenado tiempo inglés.
Instintivamente, Vicary solía buscar pistas en el pasado. Leyó y releyó los mensajes, previamente descifrados, que los agentes establecidos en Gran Bretaña enviaron a los operadores de radio de Hamburgo. Los mensajes remitidos desde Hamburgo a los agentes radicados en Gran Bretaña. Los historiales e incluso los casos en los que había intervenido él. Leyó el informe final de uno de los primeros casos que había llevado, un incidente que concluyó en el norte de Escocia, en un lugar acertadamente llamado cabo de la Ira. Leyó la carta de recomendación, incluida en su historial, que a regañadientes había tenido que escribir sir Basil Boothby, jefe de división, copia remitida a Winston Churchill, primer ministro. Una vez más, Vicary volvió a sentirse orgulloso de sí mismo.
Harry Dalton iba y venía a toda velocidad del despacho de Vicary al Registro, y viceversa, llevando nuevos documentos en una dirección y devolviendo los antiguos en la otra. Otros funcionarios, al darse cuenta de la creciente tensión que se desarrollaba en el despacho de Vicary, empezaron a pasar por delante de la puerta, por parejas o de tres en tres, como automovilistas que circulan por el punto donde se ha producido un accidente: mirando hacia otra parte, lanzando rápidos, disimulados y temerosos vistazos de soslayo. Cuando Vicary concluía con una remesa de expedientes, Harry preguntaba:
– ¿Has descubierto algo?
Vicary fruncía el ceño con gesto de fastidio y confesaba:
– No, maldita sea.
Hacia las dos de la tarde, las paredes se le venían encima. Se había fumado demasiados cigarrillos y bebido demasiadas tazas de té turbio.
– Necesito un poco de aire fresco, Harry.
– Sal un par de horas. Te sentará bien.
– Voy a dar un paseo… Almorzaré un poco, quizá.
– ¿Te acompaño?
– No, gracias.
Mientras Vicary caminaba por el Embankment, una fría llovizna descendía sobre Westminster, casi flotando como el humo de una batalla cercana. Un viento glacial subía del río, provocaba el batir de los viejos letreros de las calles, silbaba al pasar por el montón de madera astillada y ladrillos rotos que ocupaban lo que en otro tiempo había sido un espléndido edificio. Vicary avanzó rápidamente con su mecánica cojera de articulaciones rígidas, agachada la cabeza, hundidas las manos en los bolsillos del gabán. Cualquier desconocido que se hubiera cruzado con él habría supuesto que aquel hombre llegaba tarde a una cita importante o huía de una reunión desagradable.
La Abwehr tenía diversos sistemas para introducir agentes en Gran Bretaña. Muchos de ellos habían llegado en pequeñas barcas botadas desde submarinos. Vicary acababa de leer los informes relativos a los agentes dobles cuyos nombres en clave eran Mutt y Jeff; pusieron pie en la costa, tras vadear un trecho desde el hidroavión Arado que los dejó cerca de la aldea de pescadores de arenques de MacDuff, en el Moray Firth. Vicary ya había avisado a los guardacostas de la Armada Real que extremaran la vigilancia. Pero el litoral inglés se extendía a lo largo de muchos miles de kilómetros, era imposible cubrirlo por entero, y las probabilidades de coger a un agente en una playa oscura eran muy escasas.
La Abwehr había lanzado en paracaídas numerosos espías sobre Gran Bretaña. Era imposible de todo punto tener bajo vigilancia hasta el último centímetro cuadrado de espacio aéreo, pero Vicary había pedido a la RAF que estuviera ojo avizor para localizar cualquier aparato extraño que apareciese en tal espacio aéreo.
La Abwehr había lanzado agentes en Irlanda y en el Ulster. Para llegar a Inglaterra tuvieron que tomar el transbordador. Vicary había encarecido a los maquinistas de los transbordadores, en Liverpool, que tomasen nota de cualquier pasajero extraño: alguien que diera la sensación de no estar familiarizado con la rutina del transbordador, que no se sintiera muy a gusto con el idioma o con la moneda. No les podía dar una descripción más exacta porque no la tenía.
La viveza del paso y la frialdad de la temperatura le despertaron el apetito. Entró en una taberna próxima a la estación Victoria y pidió un pastel de verduras y media jarra de cerveza.
«Tienes que convertir tu corazón en una piedra», le había dicho Churchill.
Por desgracia, eso ya lo había hecho bastante tiempo atrás. Helen… Era la hija mimada y atractiva de un acaudalado industrial y Vicary, en contra de toda su sensatez y buen juicio, se enamoró de ella perdidamente. Sus relaciones empezaron a desmoronarse la tarde en que hicieron el amor por primera vez. El padre de Helen percibió los indicios correctamente: el modo en que se llevaban cogidas las manos al volver del lago, la forma en que Helen acarició el pelo, que ya clareaba, de Vicary. Aquella misma noche convocó a Helen para mantener con ella una conversación privada. Bajo ninguna circunstancia iba a permitirle casarse con el hijo de un empleado de banca de tres al cuarto que estudiaba en la universidad gracias a una beca. Helen recibió la orden explícita y terminante de cortar de raíz aquellas relaciones con la máxima rapidez y quietud posibles. Y la muchacha hizo exactamente lo que se le dijo. Era esa clase de chica. Vicary nunca le guardó rencor, antes al contrario, seguía enamorado de ella. Pero perdió algo aquel día. Supuso que era la capacidad de confiar. Se preguntaba si la recuperaría alguna vez.
«A un hombre le es virtualmente imposible ganar una guerra…» Vicary pensó: «Maldito sea el Viejo por cargarme eso sobre los hombros».
La tabernera, una mujer bien nutrida, apareció ante la mesa.
– ¿Tan malo está eso, querido?
Vicary bajó la mirada sobre el plato. Había puesto a un lado las zanahorias y las patatas y con la punta del cuchillo, inconsciente, distraídamente, había trazado un dibujo en el resto del pastel. Observó el plato con más atención y se dio cuenta de que había dibujado un mapa de Inglaterra en la espesa salsa de color pardo.
Pensó: «¿Dónde habrá aterrizado el maldito espía?».