– ¿Y bien?
– Suspendido el servicio a causa del mal estado del mar.
– De modo que esta noche no llegarán procedentes de Irlanda.
– No es condenadamente probable.
– Tal vez hemos abordado esto desde una dirección equivocada, Harry.
– ¿Qué quieres decir?
– Quizá deberíamos proyectar nuestra atención sobre la posibilidad de que los dos agentes se encuentren ya en Gran Bretaña.
– Te escucho.
– Volvamos a los registros de pasaportes e inmigración.
– Por Dios, Alfred, no han cambiado desde 1940. Hicimos una redada de sospechosos de espionaje e internamos a todos los que nos ofrecieron dudas.
– Ya lo sé, Harry. Pero puede que pasáramos algo por alto.
– ¿Como qué?
– ¿Cómo diablos quieres que lo sepa?
– Me haré con los expedientes. No perdemos nada.
– Quizá nos ha abandonado la suerte.
– Alfred, en mis buenos tiempos conocí a montones de agentes con suerte.
– ¿Sí, Harry?
– Pero jamás conocí a un solo agente holgazán que tuviera suerte.
– ¿A dónde quieres ir a parar.
– Traeré los expedientes y prepararé té.
Sean Dogherty se deslizó por la puerta trasera de la casita y caminó por la senda en dirección al establo. Vestía un grueso jersey y un impermeable y llevaba un farol de petróleo. Las últimas nubes habían desaparecido de las alturas. El cielo era un manto de color azul oscuro, cuajado de estrellas y presidido por la luna. El aire era glacialmente cortante.
Baló una oveja cuando Dogherty abrió la puerta y entró en el granero. El animal se había enredado en una cerca aquel día. Al forcejear en su intento de liberarse no sólo se desgarró una pata, sino que ademas hizo un boquete en la cerca. Ahora yacía en un rincón del granero, tendida sobre un montón de heno.
Dogherty encendió la radio y empezó a cambiar la venda, mientras tarareaba quedamente para calmar los nervios. Retiró la gasa ensangrentada, la cambió por otra limpia y la fijó en su sitio asegurándola con esparadrapo.
Admiraba su obra cuando la radio empezó a crepitar. Dogherty cruzó en dos zancadas el granero y se puso los auriculares. El mensaje fue breve. Dogherty remitió la señal de acuse de recibo y salió disparado del granero.
El trayecto hasta la playa lo cubrió en menos de tres minutos.
Dogherty desmontó al final de la carretera y empujó la bicicleta entre los árboles. Subió por las dunas, descendió por el otro lado y corrió a través de la playa. Los montones de leña estaban intactos, listos para convertirse en señales. Dogherty oyó a lo lejos el sordo zumbido de un avión.
Pensó: «Buen Señor, ya viene».
Encendió las fogatas de señal. En cuestión de segundos la playa estaba inundada de ardiente claridad.
Agachado entre la hierba de las dunas, Dogherty aguardaba la aparición del aparato. Éste descendió sobre la playa y unos segundos después un puntito negro saltaba desde la cola del avión. El paracaídas se abrió, al tiempo que el avión se ladeaba para dar media vuelta y dirigirse mar adentro.
Dogherty se levantó de entre la hierba y corrió por la playa. El alemán efectuó un aterrizaje perfecto, rodó sobre sí mismo y ya había recogido su negro paracaídas cuando Dogherty llegó ante él.
– Debes de ser Sean Dogherty -dijo en correcto inglés de escuela privada.
– Exacto -replicó Sean, sorprendido-. Y tú debes de ser el espía alemán.
El hombre frunció el ceño.
– Algo así. Escucha, viejo compañero, puedo manejar esto yo solito. ¿Por qué no apagas esos malditos fuegos antes de que todo bicho viviente se entere de que estamos aquí?
SEGUNDA PARTE
Prusia Oriental, diciembre de 1925
El ciervo se muere de hambre este invierno. Abandonan los bosques y escarban por los prados en busca de alimento. El gran macho está allí, de pie bajo el brillante sol, con el hocico hundido en la nieve a la búsqueda de un poco de hierba helada. Ellos se encuentran detrás, en una colina baja. Anna tendida cuerpo a tierra. Papá agachado junto a ella. Le susurra instrucciones, pero Anna no le oye. No necesita que le den ninguna clase de instrucciones. Llevaba mucho tiempo esperando aquel día. Imaginándoselo. Se había preparado a conciencia para aquel momento.
Carga los cartuchos en la recámara del rifle. Es nuevo, tiene la culata lisa, sin un solo arañazo, y huele a limpio aceite de arma. Es su regalo de cumpleaños. Hoy cumple quince.
El ciervo es también su regalo.
Había deseado abatir un ciervo antes, pero papá no lo permitió.
– Es una cosa muy emotiva, matar un ciervo -dijo a guisa de explicación-. Algo muy difícil de describir. Tienes que experimentarlo y no dejaré que eso ocurra hasta que seas lo bastante mayor como para comprenderlo.
Es un tiro difícil, ciento cincuenta metros, con un viento glacial de costado. A Anna le escuece la cara de frío, le tiembla todo el cuerpo, tiene los dedos entumecidos dentro de los guantes. Coreografía mentalmente el disparo: curva el dedo sobre el gatillo con suavidad, como en el campo de tiro. Como papá le enseñó.
Sopla una ráfaga de viento. Anna espera.
Se incorpora sobre una rodilla y se acerca el rifle a la cara. El ciervo, sobresaltado por el crujido que produjo la nieve bajo el peso de la muchacha, levanta su impresionante cabeza y se vuelve en dirección al ruido.
Rápidamente, Anna sitúa el punto de mira sobre la cabeza del macho, calcula el desvío que puede producir el viento de costado y aprieta el gatillo. La bala atraviesa el ojo del ciervo y el animal se desploma sobre la nevada pradera, convertido en un montón informe, sin vida.
Anna baja el arma y se vuelve hacía papá. Espera verle radiante, entusiasmado, con los brazos abiertos para recibirla y dispuesto a confesarle cuán orgulloso se siente de ella. Pero en vez de eso, el semblante de papá es una máscara inexpresiva mientras mira primero al macho muerto y luego a ella.
– Tu padre siempre deseó un hijo, pero yo no se lo di -confesó la madre, mientras agonizaba víctima de una tuberculosis en el dormitorio del extremo del pasillo-, Sé lo que él quiere que seas. Ayúdale, Anna. Cuida de él por mí.
Ha hecho todo lo que su madre le pidió. Ha aprendido a montar a caballo, a disparar y a hacer todo lo que los chicos hacen, sólo que mejor. Ha viajado con papá, acompañándole a todos sus puestos diplomáticos. El lunes zarpan rumbo a Estados Unidos, donde papá será primer cónsul.
Anna ha oído hablar de los gángsters de América, que recorren las calles a toda velocidad en sus enormes automóviles negros y disparan contra toda persona que ven. Si los gángsters intentan hacer daño a papá, ella les atravesará el ojo de un balazo con su rifle nuevo.
Aquella noche duermen juntos en la cama grande de papá, mientras arde un gran fuego de leña en la chimenea. Fuera se ha desencadenado una tormenta de nieve. El viento aúlla y los árboles baten los muros de la casa. Anna siempre cree que intentan entrar porque tienen frío. El fuego chisporrotea y el humo tiene un olor cálido y maravilloso. La chica oprime su rostro contra las mejillas de papá y deja caer el brazo cruzado sobre el pecho del hombre.
– Me resultó muy penoso la primera vez que cacé un ciervo -dice él, como si reconociera un fracaso-. Estuve a punto de bajar el arma. ¿Por qué no te ocurrió a ti lo mismo, Anna, cariño?
– No lo sé, papá, simplemente no me costó nada.
– Lo único que yo podía ver eran aquellos malditos ojos mirándome fijamente. Unos enormes ojos castaños. Hermosos. Vi que la vida escapaba por ellos y me sentí fatal. Durante varias semanas no pude quitarme de la cabeza aquellos condenados ojos.