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– Sospecho que no van a intentar ponerse en contacto con ningún otro agente.

– ¿Por qué no?

– Porque creo que Vogel está dirigiendo su propio espectáculo. Estoy convencido de que opera con una red de espías independiente, de la que no nunca hemos tenido la menor noticia.

– Eso no es más que una intuición, Alfred. Tenemos que tratar con los hechos.

– ¿Ha leído alguna vez el historial de Vogel? -preguntó Vicary, con toda la indiferencia que le fue posible.

– No.

– «Y eres un embustero», pensó Vicary.

– A juzgar por el modo en que se ha desarrollado este asunto, yo diría que Vogel ha mantenido dentro de Gran Bretaña una red de agentes dormidos, congelados, desde el principio de la guerra. Si tuviera que trazar un esquema de mi suposición, diría que el agente principal opera en Londres y que el subagente se encuentra en el campo, donde estaría en condiciones de recibir y acoger, en poco tiempo, a un nuevo agente. No me cabe la menor duda de que el que llegó anoche se encuentra ya aquí y está dando las debidas instrucciones, acerca de su misión, al agente principal. Considerando los datos de que disponemos, creo que en este preciso momento están reunidos, mientras nosotros le damos a la lengua… Y nos vamos quedando cada vez más y más rezagados,

– Interesante, Alfred, pero todo eso se basa en meras conjeturas.

– Conjeturas que tienen un fundamento bastante firme, sir Basil. Al carecer de hechos sólidos y demostrables, me temo que ese es nuestro único recurso. -Vicary vaciló, consciente de la respuesta que probablemente iba a generar su próxima sugerencia-. Entretanto, creo que deberíamos programar una entrevista con el general Betts para informarle del desarrollo de los acontecimientos.

El rostro de Boothby fue contrayéndose hasta dibujar un furibundo fruncimiento de cejas. El general de brigada Thomas Betts era subdirector de inteligencia en la Jefatura Superior de la Fuerza Expedicionaria Aliada. Alto, con todo el aspecto de un oso, Betts desempeñaba una de las tareas menos envidiables de Londres: garantizar que ninguno de los varios centenares de oficiales británicos y estadounidenses que conocían el secreto de Overlord, la Operación Cacique, lo pasaran, intencionada o involuntariamente, al enemigo.

– Eso es prematuro, Alfred.

– ¿Prematuro? Usted mismo lo ha dicho antes, sir Basil. Tenemos tres espías alemanes que andan sueltos.

– Dentro de un momento tengo que bajar a la sala y despachar con el director general. Si le sugiriese que comunicáramos por radio nuestros fracasos a los estadounidenses, se lanzaría sobre mí desde una altura estratosférica.

– Estoy seguro de que el director general no se ensañaría con usted, sir Basil, ni mucho menos. -Vicary no ignoraba que Boothby había convencido al director general de que él, Boothby, era indispensable-. Además, esto difícilmente puede considerarse un fracaso.

Boothby interrumpió sus pasos.

– ¿Cómo lo llamarías?

– Una dilación momentánea.

Boothby soltó un bufido y apagó el cigarrillo.

– No estoy dispuesto a permitir que mancilles la reputación de este departamento, Alfred. No voy a permitirlo de ninguna manera.

– Tal vez hay algo que debería considerar además de la reputación de este departamento. sir Basil.

– ¿Qué?

Vicary se levantó trabajosamente del blando y hundido sofá.

– Sí los espías logran su objetivo, muy bien puede ocurrir que perdamos la guerra.

– Bueno, entonces haremos algo, Alfred.

– Gracias, sir Basil. Desde luego, eso parece más sensato.

16

Londres

Desde Hyde Park se trasladaron en taxi a Earl’s Court. Pagaron y despidieron al taxista a cuatrocientos metros del piso de Catherine. Durante el corto trayecto a pie volvieron sobre sus pasos dos veces y la muchacha fingió una falsa llamada telefónica desde una cabina. No los seguían. La señora Hodges, la casera, estaba en portal cuando llegaron. Catherine enlazó su brazo con el de Neumann. La señora Hodges les disparó una mirada de desaprobación mientras empezaban a subir la escalera.

Catherine era reacia a llevarle a su piso. Había protegido celosamente su paradero y se negaba a dar su dirección en Berlín. Lo último que le hacía falta era que un agente que huía del MI-5 se presentara a media noche y llamara a su puerta. Pero una reunión en público era de todo punto imposible; tenían muchas cosas que tratar y hacerlo en un café o en una estación de ferrocarril era peligroso. Observó a Neumann mientras le enseñaba el piso. Su andares precisos y su economía de gestos indicaron a Catherine que aquel hombre había sido militar en otro tiempo. Su inglés era impecable. Saltaba a la vista que Vogel lo eligió cuidadosamente. Al menos no le enviaba ningún aficionado para que la informase. En el salón, Neumann se fue a la ventana, apartó los visillos y lanzó una mirada a la calle.

– Incluso aunque estuviesen ahí, jamás los localizarías -dijo Catherine, al tiempo que tomaba asiento.

– Ya lo sé, pero me siento mejor si echo un vistazo. -Neumann se apartó de la ventana-. Ha sido un día muy largo. Me vendría bien una taza de té.

– Todo lo que necesitas está en la cocina. Sírvete tú mismo. Neumann puso agua a hervir en el hornillo y volvió al salón.

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó Catherine-. Tu verdadero nombre.

– Horst Neumann.

– Eres militar. O al menos lo fuiste. ¿Qué graduación?

– Soy teniente.

Catherine sonrió.

– Vaya, pues la mía es más alta.

– Sí, lo sé: comandante.

– ¿Cuál es tu nombre de cobertura?

– James Porter.

– Déjame ver tu documentación.

Neumann se la tendió. Catherine la examinó atentamente. Era una falsificación excelente.

– Muy buena -dijo la muchacha-. Pero enséñala sólo cuando sea absolutamente imprescindible. ¿Tu tapadera?

– Resulté herido en Dunkerque y quedé inválido para el ejército. Ahora soy viajante de comercio.

– ¿Dónde resides?

– En la costa de Norfolk, en un pueblo llamado Hampton Sands. Vogel tiene allí un agente cuyo nombre es Sean Dogherty. Un simpatizante del IRA que lleva una granja.

– ¿Cómo entraste en el país?

– En paracaídas.

– Muy impresionante -afirmó Catherine, sincera-. ¿Y Dogherty te acogió? ¿Te estaba esperando?

– Sí.

– ¿Vogel se puso en contacto con él por radio?

– Eso supongo, sí.

– Lo que significa que el MI-5 te anda buscando.

– Me parece que localicé a dos de sus hombres en la calle Liverpool.

– Resulta lógico. Desde luego, estarán vigilando las estaciones. -Encendió un cigarrillo-. Tu inglés es excelente. ¿Dónde lo aprendiste?

Mientras Neumann refería su historia, Catherine le observó atentamente por primera vez. Era bajo y de sobria constitución; muy bien pudo haber sido un atleta en otra época, un gimnasta o un tenista. Tenía el pelo moreno y los ojos de un azul penetrante. Resultaba obvio que era inteligente, no se trataba de uno de aquellos imbéciles que había visto en la escuela de espías de la Abwehren Berlín. Dudaba de que hubiese estado alguna vez como agente tras las líneas enemigas, pero no daba muestras de nerviosismo. Le formuló unas cuantas preguntas más antes de disponerse a escuchar lo que él tenía que decirle.

– ¿Cómo acabaste en este asunto?

Neumann contó su historia: que había sido miembro de los Fallschirmjäger y que había visto muchas más acciones de las que podía recordar. Le habló de París. De su traslado a la unidad de escuchas Funkabwehr del norte de Francia. Y de su reclutamiento por parte de Kurt Vogel.

– A nuestro Kurt se le da estupendamente encontrar trabajo a los elementos con inquietudes -dijo Catherine cuando Neumann hubo concluido-. Así pues, ¿qué me tiene reservado Vogel a mí?