– Un par de huevos, un poco de queso, quizás un bote de tomates. Y grandes cantidades de vino.
– Me parece que cuenta con los ingredientes que hacen falta para preparar una tortilla fastuosa.
– Voy a recoger el abrigo.
De pie en el bar, Robert Pope los vio salir y luego se deslizó entre el gentío y pasó al salón. Acabó su copa tranquilamente, esperó unos segundos y por último abandonó el local, en pos de la pareja. Fuera del hotel, el portero abría la portezuela de un taxi para que Catherine Blake y Pete Jordan subieran al vehículo. Mientras cruzaba la calle rápidamente, Pope observó alejarse el taxi. Dicky Dobbs estaba sentado al volante de la furgoneta. Puso en marcha el motor mientras Pope subía. La furgoneta se apartó del bordillo para integrarse en el tráfico nocturno. Pope le dijo a Dick que no era preciso correr. Sabía a dónde iban. Se reclinó hacia atrás en el asiento y cerró los párpados durante unos minutos, en tanto Dicky conducía hacia el oeste, rumbo al domicilio de Jordan en Kensington.
Durante el trayecto en taxi en dirección a la casa de Peter Jordan, Catherine notó que se había puesto nerviosa repentinamente. No era porque el hombre que poseía el secreto más importante de la guerra estuviese sentado a su lado. Era que a Catherine no se le daba muy bien todo aquello: los ritos del galanteo y salir con alguien del sexo opuesto. Por primera vez en mucho tiempo pensó en su aspecto. Sabía que era una mujer atractiva, una mujer hermosa. También sabía que la mayor parte de los hombres la deseaban. Pero durante los largos años que llevaba en Gran Bretaña se había esforzado mucho en disimular su apariencia, en ocultar su belleza. Había adoptado el aspecto de una desconsolada viuda de guerra: gruesas medias oscuras que encubrían la bonita línea torneada de sus largas piernas, faldas confeccionadas de cualquier manera que velaban la curva de las caderas, sólidos jerséis hombrunos que ocultaban sus redondeados pechos. Aquella noche lucía un esplendoroso traje largo que había comprado antes de la guerra, muy apropiado para tomar copas en el Savoy. A pesar de todo, por primera vez en su vida, Catherine se preocupaba de si estaría lo suficientemente guapa.
Algo inquietaba a Catherine. ¿Por qué fue necesario provocar una circunstancia como aquella para acabar encontrándose con un hombre como Peter Jordan? Era un triunfador, un hombre atractivo, inteligente y, en fin, aparentemente normal. La mayor parte de los hombres que Catherine había conocido se estarían comportando a aquellas alturas de manera muy distinta. Recordaba la primera vez con Emilio, el padre de María Romero. No se anduvo con tonterías de flores ni romanticismos; apenas la besó siquiera. Se limitó a lanzarla sobre la cama de un empujón y a follársela. Y a Catherine no le importó. A decir verdad, más bien le gustaba que las cosas se desarrollaran así. El sexo no era cosa que hubiese que practicar como fruto del amor y del respeto. Ella ni siquiera disfrutaba del juego amoroso previo. Para Catherine, copular era un acto de pura satisfacción física. Emilio Romero lo comprendía; por desgracia, Emilio comprendía muchas cosas de ella.
Hacía mucho tiempo que Catherine renunció a la idea de enamorarse, de casarse y tener hijos. Su obsesiva independencia y la profundamente arraigada desconfianza que le inspiraba el prójimo jamás le permitirían el compromiso emocional que representaba el matrimonio. Su egoísmo y su intemperancia jamás le permitirían tener que cuidar un niño. So pena de llevar el control absoluto de todo, emocional y físicamente, nunca se consideraba segura con un hombre. Esos sentimientos se manifestaban en el propio acto sexual. Catherine había descubierto mucho tiempo atrás que era incapaz de tener un orgasmo, a menos que estuviese encima de su pareja.
Se había formado una idea precisa de la clase de vida que deseaba para sí. Cuando la guerra hubiese concluido, iría a algún lugar cálido – la Costa del Sol, el sur de Francia, Italia, quizá- y compraría un hotelito de cara al mar. Viviría sola, se cortaría el pelo y se tendería en la playa hasta que su piel adquiriese un profundo tono moreno. Y si necesitaba un hombre, se lo llevaría al hotelito y utilizaría su cuerpo hasta quedar satisfecha y luego echaría a aquel hombre de la casa, se sentaría frente al fuego de la chimenea y volvería a estar de nuevo a solas con el ruido del mar. Tal vez dejaría que Maria pasara alguna que otra temporada con ella. María era la única persona que la entendía. Esa era la razón por la que a Catherine le dolía tanto que María la hubiese traicionado.
Catherine ni se odiaba ni se amaba por ser como era. En las escasas ocasiones en que reflexionaba acerca de su psicología, llegaba a la conclusión de que tenía una personalidad más bien interesante. También comprendía que estaba perfectamente constituida, tanto emocional como física e intelectualmente, para el espionaje. Vogel se percató de ello, lo mismo que Emilio. Aborrecía a ambos porque a ella no le era posible encontrar fallo alguno en las conclusiones de los dos hombres. Al contemplar ahora su imagen reflejada en el espejo, una palabra acudió a su mente: espía.
El taxi se detuvo delante de la casa de Jordan. Él la tomó de la mano para ayudarla a apearse del vehículo y luego pagó al taxista. Abrió la puerta de la fachada y la condujo al interior. Cerró la puerta antes de encender la luz: eran las normas del oscurecimiento. Durante unos segundos, Catherine se sintió desorientada y descubierta. No le gustaba encontrarse en un lugar extraño, con un hombre extraño, y a oscuras. Jordan accionó en seguida el interruptor y las luces iluminaron la estancia.
– ¡Dios mío! -se maravilló Catherine-. ¿Cómo se ha agenciado un palacete como este? Creí que todos los oficiales estadounidenses se hacinaban en hoteles y pensiones.
Desde luego, Catherine conocía la respuesta. Pero era una pregunta de obligada formulación. Resultaba incomprensible que un oficial norteamericano viviera solo en un lugar como aquel.
– Mi suegro compró la casa hace años. Pasaba mucho tiempo en Londres, tanto por negocios como por placer, y decidió contar aquí con un pied á terre. Debo reconocer que me alegro de que la comprara. La idea de pasarme la guerra envasado como una sardina en Grosvenor House no me seducía lo más mínimo. Traiga, deme el abrigo.
La ayudó a quitárselo y lo colgó en el armario. Catherine examinó la sala de estar. Estaba elegantemente amueblada con la clase de mullidos sofás y sillas, todos tapizados de cuero, que solían encontrarse en cualquier club privado londinense. Las paredes aparecían revestidas con paneles; el entarimado del suelo, de color castaño oscuro, había sido pulimentado hasta relucir. Las alfombras distribuidas por el piso eran de excelente calidad. El cuarto sólo tenía un rasgo singular: las paredes estaban cubiertas de fotografías de puentes.
– Está casado, pues -Catherine puso buen cuidado en matizar su voz con una ligera nota de decepción.
– ¿Perdón? -preguntó Jordan, que regresaba a la sala de estar.
– Dijo que su suegro es el dueño de esta casa.
– Supongo que debí decir mi ex suegro. Mi esposa falleció en un accidente de carretera antes de la guerra.
– Lo lamento, Peter. No pretendí…
– Por favor, no pasa nada. Ocurrió hace mucho tiempo. Catherine hizo una seña con la cabeza, señalando la pared:
– Le gustan los puentes -comentó,
– No le quepa duda, sí. Los construyo.
Catherine cruzó la estancia y miró una de las fotos en primer plano. Se trataba del puente sobre el río Hudson por el que nombraron a Jordan Ingeniero del Año en 1938.
– ¿Diseñó éste?
– La verdad es que los diseñan los arquitectos. Yo soy ingeniero. Ellos hacen un dibujo sobre papel y yo les digo si la cosa puede mantenerse en pie o no. A veces les obligo a cambiar los planos. Otras veces, si el diseño es tan formidable como ese, doy con la manera de ponerlo en funciones.