Robert Baratheon siempre había sido hombre de apetitos voraces, poco dado a negarse ningún placer. En aquello no había cambiado nada. Pero Ned advirtió que esos placeres se estaban cobrando su precio. Cuando llegaron al pie de las escaleras Robert jadeaba, y se le veía el rostro congestionado a la luz de la lámpara mientras se adentraban en la oscuridad de la cripta.
—Alteza —dijo Ned con respeto.
Movió la lámpara en un semicírculo amplio. Las sombras se agitaron en torno a ellos. La luz temblorosa tocó las piedras del suelo, y fue acariciando una larga procesión de columnas de granito que se alejaban a pares en la oscuridad. Entre las columnas estaban los muertos, sentados en tronos de piedra contra las paredes, la espalda apoyada en los sepulcros que contenían sus restos mortales.
—Ella está al final, con mi padre y con Brandon.
Abrió la marcha entre las columnas, y Robert lo siguió sin decir palabra, tiritando en aquel frío subterráneo. Allí jamás hacía calor. Las pisadas de los dos hombres resonaban sobre las piedras y despertaban ecos en la bóveda del techo mientras caminaban entre los muertos de la Casa Stark. Los señores de Invernalia contemplaban su paso. Sus efigies estaban talladas en las piedras que sellaban las tumbas, sentadas en largas hileras, con los ojos ciegos fijos en la oscuridad eterna y con grandes lobos huargo de piedra tendidos a sus pies. Las sombras trémulas hacían que las figuras de piedra parecieran agitarse cuando los vivos pasaban ante ellas.
Según la antigua costumbre, todos los que habían sido señores de Invernalia tenían una espada larga cruzada sobre el regazo para mantener a los espíritus vengativos en sus criptas. Las más viejas se habían ido oxidando hasta reducirse a polvo hacía ya mucho tiempo, y sólo quedaban unas manchas rojas allí donde el metal había descansado sobre la piedra. Ned se preguntó si aquello implicaba que esos fantasmas vagaban ahora libremente por el castillo. Esperaba que no. Los primeros señores de Invernalia habían sido hombres tan duros como la tierra sobre la que gobernaban. En los siglos previos a que los Señores Dragón llegaran por mar nunca habían jurado alianza a hombre alguno, y se hacían llamar los Reyes en el Norte.
Por fin, Ned se detuvo y alzó la lámpara de aceite. La cripta se prolongaba ante ellos en la oscuridad, pero más allá de aquel punto las tumbas estaban vacías y abiertas; eran agujeros negros a la espera de sus muertos, lo esperaban a él y a sus hijos. A Ned no le gustaba pensar sobre el tema.
—Es aquí —dijo al rey.
Robert asintió en silencio, se arrodilló e inclinó la cabeza.
Se encontraban ante tres tumbas juntas. Lord Rickard Stark, el padre de Ned, había tenido un rostro afilado y adusto. El escultor lo había conocido bien cuando vivía. Estaba sentado en pose de tranquila dignidad con los dedos de piedra aferrados a la espada que tenía sobre el regazo, pero en vida todas las espadas le habían fallado. A ambos lados, en dos sepulcros más pequeños, se encontraban sus hijos.
Brandon tenía veinte años cuando murió estrangulado por orden del rey loco Aerys Targaryen, pocos días antes de la fecha fijada para su matrimonio con Catelyn Tully de Aguasdulces. Obligaron a su padre a presenciar su muerte. Era el heredero legítimo, el primogénito, nacido para dominar aquellas tierras.
Lyanna sólo llegó a cumplir los dieciséis años, era una niña mujer de belleza insuperable. Ned la había querido mucho. Robert, todavía más; estaba destinada a ser su esposa.
—Era más hermosa que esta estatua —dijo el rey tras un largo silencio. Los ojos se le demoraron en el rostro de Lyanna, como si pudiera devolverle la vida a fuerza de voluntad. Por fin, se levantó con torpeza debido a su peso—. Ay, Ned, ¿por qué tuviste que enterrarla en un lugar como éste? —Tenía la voz ronca por el dolor rememorado—. Se merecía algo mucho mejor que la oscuridad…
—Era una Stark de Invernalia —dijo Ned con voz suave—. Éste es su lugar.
—Debería estar enterrada en alguna colina, bajo un árbol frutal, con un techo de sol y nubes, donde la pudiera acariciar la lluvia…
—Yo estaba con ella cuando murió —recordó Ned al rey—. Quería volver a casa y descansar entre Brandon y nuestro padre.
Todavía le parecía recordar su voz algunas veces.
«Prométemelo —le había suplicado en una habitación que olía a sangre y a rosas—. Prométemelo, Ned.» La fiebre le había arrebatado las fuerzas, y su voz era débil como un susurro, pero cuando Ned le dio su palabra el miedo desapareció de los ojos de su hermana. Recordaba cómo le había sonreído, con cuánta fuerza le había aferrado la mano mientras dejaba de resistirse a la muerte, cómo se le habían caído de entre los dedos los pétalos de rosa, negros y marchitos. Después de aquello ya no recordaba nada. Lo habían encontrado muy quieto, mudo de dolor, abrazado a Lyanna. Howland Reed, el menudo lacustre, había desentrelazado las manos de los hermanos. Ned no recordaba nada de aquello.
—Le traigo flores siempre que puedo —dijo—. A Lyanna… le gustaban las flores.
—Juré matar a Rhaegar por esto —dijo el rey después de tocar la mejilla de la estatua y acariciar la piedra áspera como si ésta tuviera vida.
—Y lo hicisteis —señaló Ned.
—Sólo una vez —dijo Robert con amargura.
Se habían enfrentado en el vado del Tridente, en el centro mismo de la batalla, Robert con su maza y su enorme yelmo astado, el príncipe Targaryen con su armadura negra. Llevaba en la coraza del pecho el dragón de tres cabezas de su Casa, todo recubierto de rubíes que refulgían a la luz del sol. Las aguas del Tridente enrojecieron en torno a los cascos de sus corceles mientras ellos cruzaban las armas una y otra vez, hasta que por último un golpe de la maza de Robert destrozó el dragón y el pecho que había debajo. Cuando Ned llegó al lugar, Rhaegar yacía ya muerto en el río, y hombres de ambos ejércitos se zambullían en las aguas turbias para buscar los rubíes que se habían desprendido de la armadura.
—Lo mato cada noche en mis sueños —admitió Robert—. Pero un millar de muertes siguen siendo menos de lo que merece.
Ned no pudo disentir.
—Tenemos que regresar, Alteza —señaló al final—. Vuestra esposa os está esperando.
—Los Otros se lleven a mi esposa —murmuró Robert con amargura. Pero, pese a todo, echó a andar con pasos pesados por donde habían venido—. Por cierto, si me sigues tratando con tanta formalidad, haré que te corten la cabeza y la claven en una pica. Entre nosotros hay mucho más que esas tonterías.
—No lo he olvidado —replicó Ned con tranquilidad. Al ver que el rey no decía nada, siguió hablando—. Dime qué le pasó a Jon.
—Jamás había visto a nadie enfermar tan deprisa —dijo Robert sacudiendo la cabeza—. Organizamos un torneo para celebrar el día del nombre de mi hijo. Si hubieras visto a Jon aquel día, habrías pensado que iba a vivir eternamente. Dos semanas después estaba muerto. La enfermedad pareció inflamarle las entrañas. Lo abrasó por dentro. —Se detuvo junto a una columna, ante la tumba de un Stark muerto mucho tiempo atrás—. Yo amaba a ese anciano.
—Lo sé. Yo también. —Ned hizo una pausa—. Catelyn teme por su hermana. ¿Qué tal lleva Lysa la tragedia?
—La verdad es que no muy bien —admitió Robert después de fruncir los labios con amargura—. Creo que la pérdida de Jon la ha enloquecido, Ned. Se ha llevado al chico de vuelta al Nido de Águilas. Es lo contrario de lo que le dije. Yo quería que se criara como pupilo de Tywin Lannister en Roca Casterly. Jon no tenía hermanos, y el chiquillo era su único hijo. ¿Cómo iba a permitir yo que lo educaran sólo mujeres?
Ned preferiría confiar un niño a los cuidados de una víbora que a Lord Tywin, pero no quiso decirlo. Algunas heridas no llegan a cerrarse jamás, y sangran de nuevo a la menor mención.