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Tras ellos, en un claro desde el que se divisaba el río, vieron a un niño y a una niña que jugaban a los caballeros. Sus espadas eran palos de madera, de hecho parecían mangos de escobas, y los dos corrían por la hierba lanzándose vigorosas estocadas y mandobles. El chico era bastante mayor, mucho más alto y fuerte, y era el que atacaba. La niña, una cría flacucha que vestía ropas de cuero embarradas, esquivaba y conseguía bloquear con su palo la mayoría de los golpes del chico, pero no todos. En un momento dado le lanzó una estocada, que él detuvo con su palo; el chico hizo un movimiento de barrido, su palo descendió y asestó a la chica un duro golpe en los dedos. Ella gritó y perdió el arma.

El príncipe Joffrey se echó a reír. El chico miró a su alrededor con los ojos muy abiertos, sobresaltado, y dejó caer su palo en la hierba. La niña los miró mientras se lamía los nudillos para calmar el dolor, y Sansa se quedó horrorizada.

—¡Arya! —exclamó incrédula.

—¡Marchaos! —les gritó Arya, que tenía los ojos llenos de lágrimas de rabia—. ¿Qué hacéis aquí? ¡Dejadnos en paz!

Joffrey miró a Arya, luego a Sansa y por fin a Arya de nuevo.

—¿Es tu hermana? —La niña asintió, sonrojada. Joffrey miró al chico, un muchacho desgarbado de rostro tosco y pecoso y espesa pelambrera rojiza—. ¿Y tú quién eres, chico? —preguntó en un tono imperioso que no delataba que el otro le llevaba un año.

—Mycah —murmuró el muchacho. Reconoció al príncipe y bajó la vista—. Mi señor.

—Es el hijo del carnicero —dijo Sansa.

—Es mi amigo —intervino Arya con tono brusco—. Déjalo en paz.

—El hijo de un carnicero y quiere ser caballero, ¿eh? —Joffrey desmontó, espada en mano—. Recoge tu espada, carnicero —dijo; le brillaban los ojos de diversión—. A ver qué tal lo haces. —Mycah se quedó paralizado de miedo. Joffrey avanzó hacia él—. Venga, que la cojas te he dicho. ¿O es que sólo peleas con niñas?

—Me lo pidió ella, mi señor —dijo Mycah—. ¡Me lo pidió ella!

A Sansa le bastó mirar el rostro congestionado de Arya para saber que el chico decía la verdad, pero Joffrey no estaba en disposición de escuchar nada. El vino lo hacía aún más audaz.

—¿Coges tu espada o no?

—No es más que un palo, mi señor —dijo Mycah con un gesto de negación—. No es una espada. Sólo es un palo.

—Y tú no eres más que el hijo de un carnicero, no un caballero. —Joffrey alzó a Colmillo de León y puso la punta en la mejilla de Mycah, justo debajo del ojo. El muchacho temblaba de manera incontrolable—. ¿Sabes que estabas atacando a la hermana de mi señora?

Un brillante punto de sangre brotó de la mejilla de Mycah y descendió en lentos hilillos rojos por la cara del muchacho.

—¡Que pares ya! —gritó Arya.

Cogió el palo que había soltado. De repente, Sansa tuvo miedo.

—No te metas en esto, Arya.

—No le voy a hacer daño. No mucho —dijo el príncipe Joffrey a Arya, sin apartar los ojos del hijo del carnicero.

Arya se lanzó hacia él.

Sansa se bajó de la yegua, pero no fue suficientemente rápida. Arya blandió el palo con ambas manos. Se oyó un sonoro crujido cuando la madera se quebró contra la nuca del príncipe, y los acontecimientos parecieron precipitarse ante los ojos horrorizados de Sansa. Joffrey se tambaleó y se dio media vuelta entre maldiciones. Mycah echó a correr hacia los árboles a tanta velocidad como le permitían las piernas. Arya blandió de nuevo su arma contra el príncipe, pero en esta ocasión Joffrey paró el golpe con Colmillo de León y le arrancó el palo roto de entre las manos. Tenía la nuca ensangrentada y echaba chispas por los ojos.

—No, no, basta, basta, parad ya los dos, lo estáis estropeando todo —sollozaba Sansa sin cesar, pero nadie la escuchaba.

Arya cogió una piedra y se la tiró a Joffrey, apuntando a la cabeza. Pero le dio al caballo, y el animal partió al galope hacia los mismos árboles donde se había refugiado Mycah.

—¡Basta ya! ¡Basta ya! —gritó Sansa.

Joffrey lanzó un mandoble contra Arya al tiempo que gritaba obscenidades, cosas terribles, cosas sucias. Arya retrocedió, asustada de repente, pero Joffrey la persiguió hasta el bosque, hasta que la tuvo arrinconada contra un árbol. Sansa no sabía qué hacer. Contempló la escena, impotente, con los ojos arrasados de lágrimas.

En aquel momento un relámpago gris pasó a toda velocidad junto a ella, y de pronto allí estaba Nymeria, en medio de un salto, luego cerrando las mandíbulas sobre el brazo con que Joffrey sostenía la espada. El acero se le cayó de las manos cuando la loba lo derribó. Rodaron sobre la hierba, la loba gruñendo, el príncipe gritando de dolor.

—¡Quitádmela de encima! —chilló—. ¡Quitádmela de encima!

¡Nymeria! —restalló como un látigo la voz de Arya.

La loba huargo soltó a Joffrey y fue a situarse junto a Arya. El príncipe se quedó tendido en la hierba, sollozando y apretándose el brazo herido. Tenía la manga empapada en sangre.

—No te ha hecho daño. No mucho —dijo Arya.

Recogió del suelo a Colmillo de León y se situó junto al príncipe, con la espada sujeta entre las dos manos.

—No —gimoteó Joffrey alzando la vista con un gemido de terror—. No me hagas daño. Se lo voy a contar a mi madre.

—¡Déjalo en paz! —gritó Sansa a su hermana.

Arya se dio media vuelta y lanzó la espada a lo lejos, utilizando todo el cuerpo para impulsarla. El acero azulado centelleó al sol cuando la espada pasó girando sobre el río. Chocó contra el agua y desapareció con un chapoteo. Joffrey dejó escapar un gemido. Arya corrió hacia su caballo, con Nymeria pisándole los talones.

Cuando se hubieron marchado, Sansa corrió junto al príncipe Joffrey. El muchacho tenía los ojos cerrados por el dolor, y su respiración era entrecortada. Sansa se arrodilló junto a él.

—Joffrey —sollozó—. Qué te han hecho, mi pobre príncipe. No tengas miedo, iré a caballo al refugio y volveré con ayuda.

Le apartó de la frente el suave pelo rubio, con gesto de ternura infinita.

Él abrió los ojos de repente y la miró, y en sus pupilas sólo había odio y el más profundo desprecio.

—Pues ve de una vez —escupió—. Y no me toques.

EDDARD

—La han encontrado, mi señor.

—¿Nuestros hombres o los de Lannister? —preguntó Ned mientras se levantaba a toda prisa.

—Ha sido Jory —respondió su mayordomo, Vayon Poole—. No ha sufrido daño alguno.

—Alabados sean los dioses —dijo Ned. Sus hombres llevaban cuatro días buscando a Arya, pero los de la reina también habían salido de caza—. ¿Dónde está? Dile a Jory que la traiga aquí ahora mismo.

—Lo siento, mi señor —dijo Poole—. Los guardias de la entrada eran hombres de los Lannister, e informaron a la reina en cuanto Jory la trajo. La han llevado directamente ante el rey…

—¡Maldita mujer! —rugió Ned mientras se encaminaba a zancadas hacia la puerta—. Busca a Sansa y llévala a la cámara de audiencias. Quizá tenga que declarar.

Rojo de ira, bajó por las escaleras de la torre. Él mismo había dirigido la búsqueda los tres primeros días, y apenas si había dormido una hora desde la desaparición de Arya. Aquella mañana se había sentido tan cansado, tan invadido por el dolor, que apenas si se tenía en pie, pero en aquel momento la rabia lo invadía otra vez y le daba nuevas fuerzas.

Varios hombres lo llamaron cuando cruzó el patio del castillo, pero Ned tenía demasiada prisa para hacerles caso. Habría echado a correr, pero era la Mano del Rey, y la Mano debe conservar la dignidad siempre. Era perfectamente consciente de los ojos que lo seguían, de las voces que, en susurros, se preguntaban qué iba a hacer.