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La montaña, el bosque, su mundo, su santuario, era un hostil y yermo lugar. No podía ver su belleza, no quería su belleza.

Nada -nadie- podía alejarla de él. Era su vida. Su felicidad. Su única razón para continuar. La necesitaba desesperadamente. Sus hermanas no podían tenerla. Ellas no la necesitaban del modo en que él lo hacía. Había estado sólo, vacío. Cada día, había trabajado, respirado, vivido como un autómata, y entonces había llegado a su vida y todo en él había vuelto a la vida.

No la podían alejar de él. El universo no podía ser tan cruel. Quería gritar su negativa, pero necesitaba guardar fuerzas. Corrió a través de los árboles, saltó sobre rocas, la vegetación le rasgaba la piel. La pierna dañada latía y quemaba junto con los pulmones, pero la visión de su insurrección lo tentó para mantenerle corriendo. ¿Por qué la había dejado? ¿Por qué le había permitido estar separados cuando ella estaba tan insegura de su futuro? Sabía que estaba dudando… sintiéndose incómoda e insegura de sí misma en un entorno extraño. No debía haber sido tan arrogante y mandón. Debería haberle pedido -no ordenado- ir a los túneles.

No dejaría que nadie la alejara de él. Ella podría entender lo turbulento de su naturaleza, los antojos salvajes, y él entendía su necesidad de libertad. Reconocía la fuerza en ella, la voluntad de acero, la misma que había en él. Reconocía su lealtad; profunda y pura, lo mismo que en él. Encajaban juntos, dos mitades de un todo. Se pertenecían.

Salió desde el bosque y medio corriendo, medio deslizándose por el sendero en el jardín, el pecho pesaba por el esfuerzo, los ojos un poco salvajes. Corrió a través del accidentado terreno. El atardecer estaba cayendo. La casa estaba oscura, amenazadora, silenciosa. No había ninguna luz en el interior.

Abrió de un portazo la puerta de la cocina, el corazón palpitando, una enorme herida abierta en las entrañas. Se había ido. Lo sabía con tanta certeza que no necesitaba buscar por la casa, corriendo locamente de habitación en habitación, gritando su nombre roncamente, pero lo hizo de todos modos.

– ¡Mari! Maldita seas, Mari. Vuelve a mí.

Oyó su propio grito de angustia, aunque deberían astillar las ventanas, pero había sólo silencio.

De vuelta en la cocina agarró las llaves del el camión con la idea vaga de ir detrás de ella, pero las lágrimas estaban encegueciendo su visión. Miró sin ver, al tablero, derrotado, la extensión de los hombros se desplomaron, la ropa rasgada y sucia colgaba de su sudoroso y tenso cuerpo.

Tenía que ser su elección o él sería tan malo como Sean, Whitney y su padre. Rechazó que el legado de su padre le consumiera. Él no era ese hombre, egoísta e incapaz de ver que una mujer no era una posesión. Mari tenía que elegirle. Querer estar con él. Tenía que aceptar los defectos en él como tendría que aceptar el hecho de que ella no era Briony, con su personalidad mucho más sumisa.

El amor era una elección, y si Mari sentía la necesidad de estar con sus hermanas, si el empuje que había era más fuerte que sus sentimientos por él, no podría -no querría- forzarla. Presionó el talón de la mano entre los ojos y no hizo ningún esfuerzo para parar la corriente de lágrimas porque la amaba lo suficiente para dejarla ir.

Podía oír el tic-tac del reloj. El paso del tiempo. No podía parar los sollozos que le partían el pecho, las lágrimas que nunca había vertido por su perdida cara y su hombría destruida. De mal modo podía soportar el dolor esta vez. Lo había llevado demasiado estoicamente, pero perder a Mari era perder la vida, la esperanza, todo de nuevo, y la garganta escocía abierta con una pena asfixiante.

– ¿Ken? -Una suave pregunta, una hermosa voz.

Se tensó, no creyendo, no atreviéndose a creer. Se pasó una mano por la cara, apretó el nudo en la garganta, y se giró muy despacio.

Mari permanecía en la entrada ansiosa y desaliñada. El sudor bañaba su cuerpo. Hojas y ramas estaban atrapadas en el pelo. Había arañazos en sus brazos y un desgarrón en la camisa. Era la visión más hermosa que hubiera visto jamás.

– Pensé que te habías ido. -La voz estaba estrangulada.

– Corrí hasta la mitad de la carretera y entonces no pude correr más. Simplemente paré y me quedé allí llorando. No quise ir más allá. No me importa si debo estar con mis hermanas. Te amo. Sé que lo hago. No puedo irme. No tengo ni idea que como ser cualquier cosa que quieres que sea, pero lo intentaré.

Dio un paso hacia ella, los ojos grises moviéndose hambrientamente sobre ella.

– Nunca antes me has dicho que me amas.

Inclinó la cabeza y le miró.

– Te ves horrible. Ken. ¿Estás herido?

Dejó el tema de lado, cogiéndola entre los brazos.

– No quiero que seas nada salvo lo que eres.

– Bien, eso es una cosa buena porque te estaba dando un discurso de mierda para que quisieras que me quedase. -Le depositó pequeños besos a lo largo de la garganta, sobre la marcada mandíbula.

El chorro de adrenalina se había agotado, dejándole tembloroso y enfermo. El cuerpo le rugía, llamándole con todo tipo de nombres por el abuso. No le importaba. Nada importaba salvo que la tenía entre los brazos y podía acariciar su cuerpo, atraerla más cerca, encajar las caderas con las suyas. Y quería sonreír de nuevo. Lo hizo sonreír de nuevo.

– Lo sabía. Siempre vas a ser un problema.

– Muy cierto. -Mari enlazó las manos alrededor de su cuello, moviendo el cuerpo intencionadamente contra el suyo-. Me alegro que te hayas dado cuenta.

Los labios se inclinaron sobre los de ella, forzándolos a separarse para alimentarse con ansia.

– ¿Qué hay sobre Sean? -murmuró cuando alzó la cabeza.

– Está muerto -dijo llanamente-. Deja que eso sea el final de ello.

Asintió.

– Siéntate. Déjame mirarte. -Las manos ya estaban deslizándose por su cuerpo, buscando daños. Le tocó la cara con dedos suaves-. Estaba asustada por ti, Ken. Y necesitaba estar contigo, no estar atrapada en un túnel, en alguna parte.

– Lo siento, nena. -Se llevó las manos a la boca-. Sé cómo eres, y debería haber intentado más duramente ver tu punto de vista. Te juro que quiero ver tu punto de vista, pero la idea de tu vida en peligro…

– Es como me siento yo cuando arriesgas la tuya -dijo-. Tienes que aceptar lo que soy realmente, Ken. Te veo con la necesidad de mantenerme cerca, y protegerme. Amo eso de ti. Incluso puedo aceptar el hecho de que vas a ser un idiota cada vez que un hombre me mire, pero tienes que aceptarme por quién soy. Fui educada prácticamente desde mi nacimiento como un soldado. Eso es lo que soy y no vas a cambiar eso. No voy a cambiar eso. Vas a tener que aceptarme como un compañero. Con el tiempo, si lo haces, tu hermano lo hará. Juntos los tres podemos proteger a Briony y a cualquier niño que cualquiera de nuestras dos familias tenga.

– ¿Qué si no puedo llegar allí, Mari? ¿Qué si no tengo ese tipo de coraje?

– Lo tienes -le aseguró-, o hubiera seguido corriendo montaña abajo. Vamos. -Le tiró de la mano-. Necesitas una ducha. ¿Por qué no dejas que Jack cuide de los detalles sin importancia, y me dejas cuidar de ti?

– Dilo de nuevo.

– ¿Qué? -Firmemente cerró la puerta, y empezó a quitar la andrajosa camisa de los potentes hombros.

La agarró en un duro abrazo, apretando estrechamente, le dio una pequeña sacudida.

– Para de tomarme el pelo. He esperado mucho tiempo.

– Siempre podremos comprometernos -le ofreció dulcemente-. Me das lo que quiero, y te doy lo que quieres.

La alzó entre sus brazos.

– Vas a decirlo un centenar de veces antes de que hayamos terminado -advirtió.

Y lo hizo.

Christine Feehan

***

[1] Acrónimo de High Altitude-Low Opening. Técnica de salto consistente en abrir el paracaídas muy por debajo del límite recomendado para evitar ser detectado por líneas enemigas.