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– El parqué -le dijo.

Su respuesta no le pareció que tuviera sentido. Pasó a través de él, impregnada de luz. Se acercó más a ella y renovó su sonrisa dándole calor. Así se ahorraría el pestañear. Sólo pestañeaba cuando sonreía en tensión, para dar énfasis.

– La Bolsa -dijo-. Me has visto a la entrada del despacho de Zeltner. Ya lo sé: a quien sólo has visto una vez, es difícil ubicarlo. Me hago cargo. ¿Hay una boca de metro allí? Te acompaño. ¿Dónde vives? En Queens, me jugaría cualquier cosa. Me gusta aquello, a pesar de lo que se dice de Queens, Dios del cielo. Es metafísica pura.

– Me suelen llevar en coche.

– Tengo entendido que hay cierta inseguridad en el corrillo del poder en torno a Zeltner. ¿Cuánto tiempo llevas allí? Ven, vamos a ponernos a la sombra. Queens es infinito. Tiene algo de infinito. Es como un laberinto, pero sin interconexiones. Un laberinto fláccido. Tengo una teoría acerca de dónde vive cada cual en Nueva York.

Ella llevaba una blusa blanca, una falda plisada azul y zapatos blancos. Mientras hablaba primero y escuchaba después, él se puso a prueba tratando de recordar el número de la matrícula del Volkswagen. Una forma de completar una tabla de ejercicios mentales. Llegaron despacio hasta la esquina donde la habían recogido el día anterior.

– Aquí tendrían que pasar a recogerme.

– ¿Algún problema si espero contigo?

– No pasa nada por eso.

– ¿Cómo te llamas?

– Rosemary Moore.

– Tengo que ir mañana por allí a la hora del cierre. Si no estás ocupada, me quedo un rato. Podemos, si quieres, hacer algo cuando hayas terminado. ¿Te parecería bien? Una copa, o dos. Una copa rápida, como se suele decir. Una copita. Un visto y no visto. Hay locales donde sólo ponen copas rápidas.

Esta vez subió en el asiento de atrás. Delante iban un hombre y una mujer, los dos algo mayores que Rosemary Moore, de blanco y azul marino.

5

Pammy examinó las funciones del tedio. De un tiempo a esta parte se había encontrado afirmando con gran frecuencia que se aburría. Sabía que era un escudo con el que tapaba sentimientos más profundos. No queriendo expresar un malestar convencional, decía una y otra vez: «Qué aburrido, qué coñazo, me aburro.» La pornografía le aburría. Hablar de la violencia la hacía suspirar. Las cosas de la calle, las cosas que veía y que oía un día tras otro la obligaban a tomar sutiles evasivas. Su cuerpo se relajaba de un modo automático. Notar esa lasitud en el momento era como dar otro desvío por el tedio.

La gente, completos desconocidos, le hablaban en el autobús con cierto desapego, un tanto universal, dando a veces la impresión de que se comunicaban con ella como si estuvieran encerrados en un sitio secreto y cerrado.

Volar le producía ganas de bostezar. Bostezaba en los ascensores del World Trade Center. A menudo bostezaba en los bancos, cuando esperaba en la cola a que le tocara el turno de ventanilla. Los bancos le causaban un sentimiento de culpabilidad. Los cajeros y empleados de banca le pedían casi a todas horas que firmase impresos, o que firmase de nuevo impresos que ya ostentaban su firma, o que volviera a dar prueba de su identificación. Era su propio dinero el que deseaba retirar, obviamente, pero aún estaba pendiente esa burbuja de nerviosismo, de culpa, y aún estaba presente esa honda preocupación en torno a su nombre, su caligrafía, y la sensación de que el contenido esencial de su personalidad estaba a punto de revelarse, y de que aún tendría que pasar un rato haciendo cola con otras dos docenas, tras los cordones de seguridad, bostezando decorosamente, como una sospechosa.

Pammy oyó a Lyle en el pasillo, fuera. Se inclinó hacia delante y cerró la puerta del cuarto de baño. Lyle entró en el apartamento, recorrió el vestíbulo, se paró ante la puerta, la abrió. Ella puso cara de mono y soltó una serie de chillidos de pánico, a la vez que daba un brinco sentada en la taza. Él cerró la puerta y fue al dormitorio.

– ¿Qué me vas a regalar por el día de san Valentín? -le gritó ella.

– Una vasectomía -repuso-. ¿Estamos ya en febrero?

– Ojalá.

– ¿Por qué?

– Así habrían terminado nuestras vacaciones.

– ¿Y por qué?

– Porque ya sé que no te vas a tomar siquiera unos días.

– Ve tú a donde quieras.

– ¿Y tú? ¿Qué harás?

– Trabajar -dijo él.

Ella salió del cuarto de baño. Él la siguió hasta la cocina imitando fintas de boxeador, de peso ligero, con la pelvis echada hacia atrás, para no caer en el engaño primigenio. Se sujetaron uno al otro ante la nevera abierta.

– Qué bueno, un poco de cheddar.

– ¿Qué es eso?

– Schnapps de brandy.

– La repanocha.

– Cuidado.

– Si me has empujado tú…

Fueron al cuarto de estar, cada cual con algo de comer y de beber. Lyle encendió el nuevo televisor y se sentaron a ver las noticias de la noche. Pammy pasó un mal trago, avergonzada por alguien a quien hacían una entrevista, un hombre con un defecto de dicción. Se tapó las orejas con las manos y apartó la mirada. El aparato del aire acondicionado hacía un ruido retumbante. Lyle lo apagó. Fue entonces al dormitorio y allí vio la televisión durante un rato.

– ¿Estás viendo esto? -le gritó ella.

– ¿El qué? No.

– La esthéticienne.

– No.

– Pues ponlo, corre.

– Maldita sea, marisabidilla; sólo se puede ver una cosa, no dos al mismo tiempo.

– Anda, ponlo, en el siete.

– Luego, que estoy viendo otra cosa.

– ponlo, ponlo -insistió-. Corre. Corre, en el siete, so bobo.

Fundirse con los objetos les daba una sensación parcial de compartirlos. No apartaron la mirada de sus respectivos televisores. Sin embargo, los ruidos los unían, un ciclista que arrancaba con brío, el descenso del avión que perdía altura desde sus más de ocho mil metros de altitud transatlántica, haciendo ondear las imágenes en sus pantallas. Los objetos eran inertes, algo desprovisto de memoria. La mesa, la cama, etcétera. Los objetos sobrevivirían al que muriese primero de los dos y recordarían al otro con qué facilidad puede la vida partirse y dividirse. Tal vez, la muerte era lo de menos; tal vez contaba más la separación. Sillas, mesas, cómodas, sobres. Todo era una experiencia en común, que los aunaba a pesar de sus desvíos y rodeos, el sesgado aparato de sus acuerdos. Quedaba fuera de toda duda que estaban de acuerdo, infidelidad y deseo. Ni siquiera era preciso diferenciarlos. Su cuerpo, el de ella. El sexo, el amor, la monotonía, el desprecio. El embrujo en el que había que sumirse estaba allí fuera, entre las caras no memo-rizadas, entre los paralelepípedos uniformes del ser. Ese espacio, su dulce y mercenario espacio, era medio encantamiento, era el sueño casi común que habían afrontado durante años. Sólo las ausencias se compartían plenamente.

– ¿Qué pasa en Duelo? -dijo él-. Últimamente no me cuentas nada.

– Ethan y yo hemos sellado un pacto de confidencialidad. Ha dejado de existir por lo que a nosotros nos concierne.

– Os habéis desfondado antes de llegar al descanso del partido. Estáis en medio de un mini subidón. Además, habláis de diversificar.

– Espera, que baje un poco.

– ¿El qué?

– Que no te oigo.

– Hablaba de diversificar.

– ¿Y eso qué es? ¿El Dow Jones o los otros?

– Atracciones temáticas -dijo él-. Forma parte del pían plantígrado, pendiente de lo que digan los que recopilan datos.

– No lo creo.

– Un rancho de fantasía en el condado de Santa Mesa, Arizona. Fantasías de Duelo. Que la gente se disfrace para manifestar sus penas.

– Ja, ja, ja. Ya sabía yo que a veces eres tonto.

– No tengo tiene. [2]

– Nunca comemos paella [3] -dijo Pammy-. ¿Te acuerdas de aquel local que había en Charles? ¿O estaba en la 4 Oeste?

– Puede que en la esquina -dijo él-. SÍ es que hacen esquina.

A ella, su padre siempre le había producido ganas de bostezar. Cada vez que tomaba el teléfono para llamarlo, notaba que la boca se le desencajaba de pura «fatiga», «tedio», aburrimiento sin paliativos, sus contramedidas de turno frente a una emoción imperiosa. Vivía entonces cerca de la punta norte de Manhattan mentalmente deteriorado y afligido, un hombre que prefería los gestos a las palabras. A lo largo de sus visitas, él respondía a la mayoría de sus preguntas por medio de las manos, indicando que tal cosa estaba bien, que tal otra no estaba mal, que aquélla era un problema de tomo y lomo. Asentía, sonreía, le mostraba a su hija el contenido de varias cajas de puros y de bolsas de la compra. Por teléfono le suplicaba que le llevara documentos. Partida de nacimiento, cartilla de ahorros, tarjeta de la seguridad social, carnets de varios clubes, pólizas, planes de jubilación. Ella le recordaba dónde estaba cada cosa no sin antes haber aprendido a apaciguar su desesperación hasta que rebasaba los tensos límites de su paciencia. Algún tiempo antes de que muriese, ella supo gracias a uno de los vecinos que a menudo se plantaba en una esquina y pedía a cualquiera que Se ayudase a cruzar la calle, aunque no tenía tara física de ninguna clase. Se enganchaba del brazo de quien fuese y caminaba hasta la acera de enfrente, y luego seguía él solo, despacio, hasta la siguiente esquina, donde de nuevo esperaba que alguien se prestase a cruzar con él. Ojalá, se dijo ella más de una vez, no lo hubiera sabido. Era algo que daba a entender una falla por su parte, algún defecto de amor, de implicación, de forma. Nada más marcar su número de teléfono se echaba a bostezar reflexivamente. Fuera cual fuese la fuente puntual de ese temblor mecánico, ella había aprendido a aceptarlo, a tenerlo por parte del envejecimiento y del deterioro en el ancho mundo del dolor ajeno.

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[2] En castellano en el original. (N. del t.)

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[3] Ídem (N. del t.)