Выбрать главу

– ¿Pensaron? -repetí-. Supongo que se refiere a la señorita Della y a su hermana Claudia, ¿verdad? Le dije a la señorita Della que me dejara hablar con su hermana y se negó. Todo lo que me dijo estaba lleno de animosidad. ¿Qué intenta ocultar?

– De acuerdo, Vic. No sé por qué la señorita Della no se lo ha contado, pero la señorita Claudia tuvo una embolia en Pascua. Le cuesta hablar y, cuando lo hace, le salen unas palabras absolutamente confusas. La señorita Della es la única que la entiende del todo, aunque yo voy aprendiendo. Y fue a partir de la embolia cuando la señorita Claudia se obsesionó con esta búsqueda. La señorita Della intentó disuadirla porque ha transcurrido mucho tiempo y hay pocas esperanzas de descubrir nada, pero la señorita Claudia no cejó hasta que su hermana le prometió que encontraría a Lamont. Que intentaría encontrarlo, para ser más exactos. ¿Lo buscará?

– Haré lo que pueda -fruncí los labios-, pero no hay muchos caminos que seguir. Y la señorita Della no me ayuda, pues se niega a darme nombres de personas que conocían a su hijo.

– Yo la ayudaré con eso -dijo Lennon-. Es muy desconfiada con los desconocidos, pero llevo aquí catorce meses y se ha dado cuenta de que puede confiar en mí.

– Entonces, quizá sea usted la persona más adecuada para buscarlo -le dije con sorna.

Abrió, consternada, su boca de rosa pero, con toda la calma, replicó:

– Si tuviera sus habilidades, lo haría. Como ya le dije, la busqué en Google después de que nos conociéramos en el hospital, y lo que he leído la hace parecer más progresista de lo que es realmente, tal vez. Precisamente por eso, acudí en ayuda de su amigo Elton sin expectativas de cobrar por ello. Pensé que estaría dispuesta a hacer lo mismo y ayudar a alguien que está en la situación de la señorita Della.

– No sé cuál es su situación -dije-. Tal vez piense usted que es una anciana acabada que ha tenido una vida muy dura y ha sufrido muchas injusticias pero, para mí, es una mujer tan amargada y reservada que no me creo nada de lo que dice. Han pasado cuarenta años desde la última vez que lo vio y sigue tan enfadada con su hijo que cada vez que habla de él casi se sofoca. ¿Y si lo mató ella? También podría ser que no hubiera desaparecido, sino que ella estuviese tan avergonzada de la vida que el chico llevaba que le dijo a todo el mundo que se había esfumado.

– ¡Vic! -Karen se había quedado boquiabierta-. ¿Cómo puede pensar esas cosas de la señorita Della? Pero si es la diácono de su iglesia.

– Oh, por favor -le espeté-. La prensa está llena de noticias de pastores y sacerdotes que roban dinero o abusan de los niños. No digo que crea que la señorita Della haya hecho esas cosas, ni que piense que haya matado a su hijo. Lo que digo es que oculta algo, que está enojada y que eso no facilita las cosas.

– Pero, ¿la ayudará?

– Hemos acordado que haría un trabajo preliminar a mitad de precio pero, si no voy cobrando, no continuaré.

Karen se rió, tal vez aliviada de descubrir que no me echaba atrás.

– Creo que la anciana es muy escrupulosa con el dinero -dijo.

– Y acuérdese de pedirle los nombres de los amigos de Lamont. Empezaré por ahí.

Karen dijo que hablaría con la señorita Della por la mañana.

– Me interesaría hablar con la señorita Claudia -le dije-. ¿Sabe dónde vive?

– Está aquí, en Lionsgate Manor, en la sección de rehabilitación, aunque es difícil albergar esperanzas sobre ella. La señorita Claudia y la señorita Della compartían cama en ese pequeño apartamento hasta que la primera sufrió la embolia. -Karen sacudió la cabeza con pesar-. Tantos años trabajando duramente, las dos, y no podían permitirse tener dos dormitorios, ni siquiera aquí, en Lionsgate Manor. No me parece justo.

Quizá fuera eso lo que se ocultaba tras la hostilidad de la señorita Della: la total injusticia de la vida. La vida es injusta, claro que lo es. Cuando nieva, los ricos esquían cuesta abajo y los pobres sacan a paladas la nieve de las aceras, decía mi madre. Sin embargo, Gabriella amaba la vida, me amaba a mí y amaba la música, sobre todo la música. Cuando cantaba, sobre todo piezas de Mozart, se adentraba en un mundo distinto en el que la pobreza y la riqueza, la justicia y la injusticia no importaban, sólo importaba el sonido. ¿Qué había tenido la señorita Della que la había llevado a un sitio así? ¿Qué tenía yo, si me paraba a pensarlo?

Un golpe en la ventanilla del coche me devolvió a Racine Avenue con un sobresalto. Era el señor Contreras, el vecino de abajo. Mitch, el labrador gigante de color dorado, se encaramó al coche, golpeó el techo con las pezuñas y empezó a ladrar. Me apeé del Mustang y lo hice bajar.

– Empezábamos a preguntarnos si habías tenido un ataque o algo así, muñeca. Llevabas sentada ahí tanto rato… Y tienes compañía, jovencita. Dice que es una prima, pero es tan joven que he pensado que tal vez sea una sobrina o algo así. Supongo que es familia por la parte de tu padre, porque dice que se apellida Warshawski. No sabía que tuvieras parientes…

Mitch remachó el torrente de palabras del viejo con unos ladridos histéricos. Él y Peppy se habían aferrado a mí desde mi regreso a casa. Durante mi ausencia, un servicio de cuidadores de perros los había sacado a pasear dos veces al día, pero necesitaban la seguridad de que no iba a abandonarlos de nuevo. Mitch hizo caso omiso de mis órdenes y se negó a sentarse y a estarse quieto. Cuando, por fin, conseguí sacarlo de la calzada y llevarlo a la acera, me faltaba la respiración del esfuerzo. Peppy, que había asistido sentada a toda la escena con aquella cara de santa que hace que los otros perros detesten a los perdigueros dorados, empezó a meterse entre mis piernas y a emitir pequeños gañidos a modo de saludo.

– ¿Podría empezar por el principio? -le pregunté al vecino, sujetando a Mitch por el collar-. Mi prima. ¿Qué prima? ¿Dónde está? Vamos, diga.

El señor Contreras esbozó una radiante sonrisa. Le encanta la familia, sobre todo la mía. A Ruthie, su hija ya casada, y a sus dos nietos apenas los ve.

– Pero, ¿no lo sabes? Tu prima. ¿Su madre no te lo ha dicho? Ha venido a trabajar a Chicago y se dispone a alquilar un piso en Bucktown.

Bucktown era la nueva zona de yuppies de Chicago, a unos dos kilómetros de mi casa. Hace diez años era un tranquilo barrio de clase obrera, compuesto principalmente de familias polacas y mexicanas, cuando ocurrió lo más terrible: los artistas jóvenes que buscaban locales para sus estudios se instalaron en la vecindad. Ahora, los artistas ya no pueden pagar esos alquileres y están trasladándose más al oeste, mientras que los habitantes originales se marcharon hace tiempo hacia los barrios marginales y deprimidos del South Side.

Saqué la compra del maletero y recorrí la calzada de acceso con mi vecino. Si era una prima Warshawski, tenía que ser una de las hijas de mi tío Peter. Peter era mucho más joven que mi padre y se casó ya mayor, después de marcharse de Chicago e instalarse en Kansas City, por lo que yo no conocía a mis primas. A lo largo de los años, me habían llegado noticias de sus nacimientos, una hija detrás de otra. Petra, Kimberly y luego una Stephanie, Alison, Jordan o algo parecido.

Cuando llegamos a la puerta, una joven bajó las escaleras saltando con el mismo entusiasmo de Mitch. Era alta y rubia y su blusa escotada de campesina, que llevaba con chaleco, falda, mallas y botas de tacón alto, proclamaba que pertenecía a la generación Milenio y que era seguidora de esa moda, pero su amplia sonrisa se veía auténtica. Me recordó tanto a una versión vibrante y femenina de mi padre que dejé las bolsas de la compra en el suelo y abrí los brazos.

– ¿Petra? -pregunté.