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– Mi padre era policía -le espeté.

– ¿Y eso qué significa? -La señorita Della movió las mandíbulas alrededor de los dientes postizos como si rumiara-. ¿Que los policías son hombres honrados y agradables que se ponen de pie y dicen «¿En qué puedo servirla, señora?», cuando una negra entra en comisaría pidiendo ayuda?

– No, señora, claro que no -repliqué en voz baja-. He creído que sería mejor decírselo de entrada por si lo descubría más tarde y pensaba que le había ocultado algo.

La señorita Della apretó los labios en una expresión de amargura bien ensayada. Razón no le faltaba. Imaginé la escena: la comisaría del distrito de South Side en 1967, cuando los comentarios racistas estaban a la orden del día y casi todos los polis eran blancos. Mi padre, sin embargo, no había sido de ésos. Cada vez que alguien considera que todos los policías son unos cerdos o unos brutos, me pongo belicosa. No obstante, discutir con los clientes no es una buena táctica.

– Habla en plural. ¿Usted y quién más?

– Mi hermana. Vino a vivir conmigo después de que falleciera mi marido. Por entonces, Lamont tenía trece años y siempre he dicho que fue a esa edad cuando empezó a descarriarse. Mi hermana lo mimaba demasiado y el chico perdió el rumbo. Pero ha llovido mucho desde entonces. Ahora, mi hermana está enferma, tan enferma que no vivirá mucho, y desea saber qué le ocurrió a Lamont. Sólo es por esa razón que voy a abrir esa caja después de tanto tiempo. La reverenda Karen dice que tiene usted muy buenas referencias. -En la voz de la señorita Della no había nada que indicase que hubiera depositado la menor confianza en las palabras de Karen Lennon.

– Muy amable por su parte. ¿Le ha hablado de mis honorarios?

La señorita Della se puso en pie con esfuerzo. Cruzó despacio el laberinto de muebles hasta un aparador. Con un sonoro gemido, se inclinó para abrir un cajón y sacó una pequeña caja de caudales, que abrió con una llave que llevaba colgada al cuello de una cadena.

– El seguro de vida de mi hermana. Tiene un valor nominal de diez mil dólares. Cuando fallezca, le pagaré lo que no haya gastado en el funeral. A menos, claro, que encuentre a Lamont. Entonces, el dinero será de Lamont y podrá hacer lo que le apetezca con él.

Me tendió la póliza para que leyera la página de declaraciones. Claudia Marie Ardenne había suscrito una póliza con la Aseguradora Ajax. Lamont Emmanuel era el beneficiario y Della Anastasia Ardenne Gadsden figuraba como la sucesora de su hijo. Fue un momento horrible, pues experimenté la sensación de ser una necrófaga a la espera de darse un festín de los restos de su hermana. Estuve a punto de levantarme y marcharme, pero algo en la expresión de mi posible cliente me hizo notar que esperaba una reacción o incomodarme tanto que renunciara a mis honorarios.

Saqué un bloc de notas y empecé a anotar los escasos detalles que pudiera ofrecerme. Quién era el pastor de su iglesia cuando Lamont era chico. Quién fue su profesor de física, el que pensó que el chico prometía y tenía que ir a la universidad.

– ¿Y sus amigos? -pregunté-. ¿Esos que a usted no le gustaban?

– No recuerdo cómo se llamaban. Han pasado cuarenta años.

– Ya sabe cómo son estas cosas, señorita Della; a veces, los nombres vuelven a la memoria a medianoche. -Sonreí blandamente para darle a entender que sabía que me mentía-. Si los recuerda, anótelos y llámeme. Y el último día que lo vio, ¿qué hacía, adónde iba?

– Fue a la hora de cenar. No venía a casa a cenar con frecuencia, pero allí estaba, comiendo sopa y leyendo el periódico. En aquella época había un diario vespertino y lo leyó de cabo a rabo mientras mi hermana y yo charlábamos. Y, de repente, dejó el periódico y se encaminó a la puerta sin despedirse. «¿Eso es lo que haces? ¿Cenar y ni siquiera dar las gracias por la comida?», le pregunté. Claudia siempre pensó que yo era demasiado dura con Lamont, pero a mí no me cabía en la cabeza que no hubiera aprendido modales. No tenía trabajo y allí estábamos Claudia y yo: yo, montando teléfonos en una fábrica; Claudia, limpiando lo que los blancos ensuciaban. ¡Y Lamont pensaba que vivíamos para servirlo!

Hizo una pausa y respiró con dificultad, reviviendo el resentimiento que no se había suavizado en cuarenta años.

– Así que -continuó-, aquella noche, cuando dije lo que dije, me besó los dedos e hizo algún comentario sarcástico sobre la «deliciosa cena» antes de salir, con aquella chaqueta fina que llevaban en aquella época todos los chicos modernos. Al día siguiente, cayó la gran nevada. Al ver que no volvía a casa, creíamos que se había refugiado en algún sitio. Con aquella chaqueta, no habría sobrevivido a la ventisca.

Oh, sí, la gran tormenta de nieve del sesenta y siete. A la sazón, yo tenía diez años y me pareció un cuento de hadas invernal. Cayeron sesenta centímetros de nieve y, en algunas partes, la ventisca la amontonó hasta la altura de las azoteas de los edificios. La nieve cubrió brevemente las manchas amarillas de la carrocería del coche y de las paredes de la casa, debidas a los humos de las acererías, y lo pintó todo de un blanco resplandeciente. Para los adultos, fue una pesadilla. Mi padre se quedó aislado en comisaría casi dos días y mi madre y yo tuvimos que abrir un camino en la acera para llegar hasta la tienda de comestibles. Las acererías, por supuesto, no cerraron y, al cabo de una semana, las acumulaciones de nieve se veían sucias, viejas y deprimentes.

– Nos empezamos a preocupar al cabo de dos días. -La voz dura de la señorita Della me trajo de vuelta a su salita de estar-. Sólo entonces pudimos salir a preguntar, pero nadie lo había visto.

Le pedí una foto del muchacho y la señorita Della pareció sobresaltarse. A mí me había sorprendido que entre los lemas enmarcados y las fotos del doctor King, Malcolm X y otros líderes negros no hubiera ninguna de su familia.

– ¿Para qué la quiere?

– Si tengo que buscarlo, necesito saber cómo era hace cuarenta años. Puedo escanear la foto, envejecerla y hacerme una idea de su apariencia con sesenta años.

La señorita Della volvió al aparador y hurgó en su interior hasta sacar un álbum de fotografías. Lo hojeó despacio y extrajo una foto de un joven negro vestido con la toga amarilla de su graduación de la enseñanza media. Llevaba el pelo muy corto, al estilo de aquella época anterior a los peinados afro. Miraba a la cámara muy serio, con ojos duros y tristes.

– Ahí fue cuando se graduó del instituto. Aunque ya había empezado a darse a la mala vida, lo obligué a seguir yendo a clase hasta que terminó la secundaria. Las demás fotos son de cuando era pequeño y cosas así. Quiero que me la devuelva. Y en el mismo estado en que se la he prestado.

Metí la foto en una funda de plástico y la guardé en una carpeta. Le dije que se la devolvería a finales de semana, después de hacer unas cuantas copias y unas pesquisas preliminares.

– Pero no quiero que su hermana crea que esto será fácil. No garantizo nunca los resultados. Y, en este caso, tal vez terminemos en tantos callejones sin salida que ustedes no quieran continuar.

– Pero usted espera cobrar sus honorarios aunque no lo encuentre.

– Sí. Igual que la reverenda espera su recompensa aunque no pueda garantizar que le salvará el alma -repliqué con una radiante sonrisa.

La señorita Della me miró con recelo:

– ¿Y cómo sabré que no la está engañando? A mi hermana, me refiero. Y a mí.

Asentí. Tenía derecho a saber.

– Les daré un informe por escrito. Usted, o la reverenda Lennon, pueden hacer comprobaciones in situ para saber si mi informe se ajusta a la realidad de lo que he investigado. Pero si no me dice los nombres de los amigos de su hijo, podré hacer muy poco.

Al cabo de un minuto, cuando me marché, oí que se cerraban todos los cerrojos de la puerta en orden inverso. Me quedé en el pasillo, deprimida ya con la investigación que tenía por delante.