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EN AUSENCIA DE LA DETECTIVE I

– Hola, señorita Della. Hoy su hermana se ha pasado una hora en la silla. Mañana intentaremos que se ponga en pie -dijo la auxiliar de enfermera con una radiante sonrisa-. ¿Ha venido a darle la cena? Hoy está cansada porque ha trabajado mucho en su terapia.

La señorita Della asintió pero no dijo nada. Claudia, la belleza de la familia… Resultaba duro verla en aquel estado. Que Claudia estuviera en la cama, incapacitada para moverse o hablar, llevando pañales como un gran bebé, ¿era un castigo que las dos habían recibido? El reverendo Hebert diría que sí, pero la reverenda Karen discreparía. La reverenda Karen decía que Dios no es un viejo enfadado que impone castigos como el alcaide de una cárcel o como un capataz.

– Pero es como si lo fuera, Señor -murmuró la señorita Della, que no se dio cuenta de que había hablado en voz alta hasta que la auxiliar le preguntó:

– ¿Qué ha dicho, señorita Della?

Últimamente, cada vez le ocurría con más frecuencia que hablaba en voz alta sin percatarse de ello. No era un delito, ni siquiera un pecado, sólo una molestia, una de las muchas que conllevaba envejecer.

La auxiliar llevó una bandeja de comida blanda a la habitación de Claudia. La televisión estaba encendida, como si las pacientes necesitaran un parloteo de fondo las veinticuatro horas del día. La mujer que compartía habitación con Claudia restregaba la punta de la manta entre los dedos, mirando al frente con expresión vacía. Claudia dormía y emitía unos pequeños ronquidos. Llevaba el pelo sucio, advirtió con tristeza la señorita Della, preparando su lista de quejas a la encargada de la sección. Aquel cabello negro, cómo se le rizaba y se le movía de joven, y así había sido hasta la mediana edad, cuando se le volvió canoso y decidió cortárselo. Se lo había dejado al estilo afro, una corona de suaves rizos canosos, mientras que Della se entregaba a una vida de férrea disciplina, sometiendo sus cabellos a la química y a los hierros calientes una vez al mes.

Della se sentó a la izquierda de su hermana. En la mitad izquierda del cuerpo todavía tenía sensibilidad y movimiento. La mano derecha de Claudia se veía tersa y joven, seguía siendo la de la hermosa muchacha de la que Della había estado celosa hacía tantos años, pero la mano izquierda estaba tan nudosa y torcida por la edad como la de Della.

– Hoy ha venido la detective -dijo Della-. Se ha llevado una foto de Lamont y ha dicho que preguntará a la gente, que hará pesquisas. ¿No te alegra saberlo?

Claudia apretó la mano de Della:

Sí, gracias, me alegra de veras saberlo.

– Quizás encuentre a nuestro chico. Y si lo hace, ¿qué ocurrirá?

– Oio y amagura -Claudia hablaba con dificultad-. Oio y amagura siempe mal, Dellie-. Te estuirá.

Le costaba mover los labios para formar las consonantes. La terapeuta la hacía trabajar con ellas todo el día pero, por la noche, cuando estaba con su hermana, se relajaba y las decía como mejor le salían.

Odio y amargura. Siempre mal, te destruirá. Della sabía que estaba diciendo aquello porque lo había dicho infinitas veces en los ochenta y cinco años de vida que llevaban juntas. La reverenda Karen creía que entre Della y Claudia había un don especial de empatía que permitía a Della comprender a su hermana, pero sólo se debía a la costumbre. Subió la cama de Claudia con la manivela y la ayudó a comer una pequeña albóndiga de carne, unas cuantas cucharadas de puré de patatas y un mordisco de un llamativo flan de gelatina.

– Acias, Dellie. -Claudia se recostó y Della se quedó sentada a su lado hasta que su hermana le soltó la mano y se durmió.

5 ¿Es un pájaro…? ¿Es un avión…? ¡No! ¡Es la superprima!

El tráfico se parece al viejo dicho de Mark Twain: todos nos quejamos de él, pero nadie intenta arreglarlo. Incluso yo: me quejo de los atascos y sigo yendo en coche a todos lados. El problema está en que el transporte público de Chicago es tan deficiente que, si fuera a ver a mis clientes en metro y autobús, no tendría tiempo de dormir. Así, el viaje de regreso a casa me llevó más de cuarenta minutos, sin contar el alto que hice para comprar comestibles, y eso que sólo recorrí trece kilómetros.

Cuando encajé el coche entre un reluciente Nissan Pathfinder y un cuadrado Toyota Scion, estaba tan cansada que no tenía fuerzas para apearme. Una vez dentro, el vecino de abajo y los dos perros me asaltarían, los tres deseosos de compañía y, los dos perros, anhelantes de ejercicio.

«Correr un rato me sentará bien.» Repetí el mantra varias veces pero no conseguí moverme. En lugar de ello, miré los árboles a través de la capota abierta del Mustang.

En junio, el verano llega incluso al corazón de una gran ciudad. Hasta al mundo de las acererías, donde me crié. La luz y la calidez de la primavera siempre me llenan de nostalgia y este año tal vez más, porque hace poco he estado inmersa en la niñez de mi madre.

Después de ver las verdes montañas de Umbría, he comprendido por qué mi madre intentaba crear un jardín mediterráneo bajo la suciedad de las fábricas de acero. En el mes de julio, las hojas, incluidas las de las camelias, parecían muertas, cubiertas de hollín y azufre, pero cada primavera las plantas echaban unos esperanzados brotes. Este año sería distinto. Y tal vez lo mismo sería cierto de los presagios que había tenido acerca de mi nueva cliente. En esta ocasión, los acontecimientos demostrarían que mi pesimismo era infundado.

Al marcharme del apartamento de la señorita Della, me detuve en la oficina de Karen Lennon. La señorita Della había firmado un contrato aceptando pagar mil dólares por la investigación: dicho de otro modo, dos días completos a mitad de precio, que se pagarían a plazos, con setenta y cinco dólares por anticipado.

Una auxiliar que pasaba por allí me dijo que Karen estaba realizando su misión pastoral en el departamento de enfermería especializada del nuevo edificio. Me senté en una silla de plástico llena de marcas de su oficina y esperé una hora. La otra opción era un sillón cuyos muelles se hundían casi hasta el suelo. Sin embargo, no perdí el tiempo y eché un vistazo a los libros de la reverenda Karen: Teología pastoral en el contexto afroamericano, Teología pastoral feminista. Leí unas cuantas páginas, pero Karen seguía sin aparecer, por lo que contesté unas cuantas llamadas e hice una búsqueda en internet para otro cliente, un bufete de abogados que pagaba muy bien. Detesto navegar por la red con un teléfono móvil, pues la pantalla es muy pequeña y las páginas tardan mucho en cargarse, pero en el ordenador de Karen no podía acceder a internet sin una contraseña.

Cuando Karen volvió por fin, tenía prisa y sólo venía a recoger sus cosas para marcharse del edificio. Intentó ofrecerme una afable sonrisa pastoral, pero era evidente que no le entusiasmaba mi insistencia en pedirle que me dedicara un poco de su tiempo y me diera información, por lo que le dije que la seguiría hasta el aparcamiento.

– Cuando habló conmigo, ¿sabía que no se ha visto a Lamont Gadsden desde hace cuarenta años? -pregunté mientras ella cerraba la puerta de su oficina-. ¿Por eso fue tan reservada conmigo?

Karen Lennon era muy joven todavía. Se mordió los labios al tiempo que sus tersas mejillas se sonrojaban.

– Temía que dijera que no. Hace tanto tiempo de todo ello… Por esa época, mi madre era una adolescente.

Me chocó descubrir que su madre y yo éramos casi de la misma edad.

– ¿Por qué ha tardado tanto la señorita Della en iniciar una investigación?

– ¡No es así! -Karen se detuvo en medio del vestíbulo del edificio y me miró con sus grandes y vehementes ojos castaños-. Cuando el chico desapareció, preguntaron a los amigos de éste y fueron a la policía, donde las trataron con auténtico desdén racista. Entonces pensaron que ya no podían hacer nada más.