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– ¿Sigues teniendo aquellas pesadillas?

– No tanto. Alguna de vez en cuando. Pero está todo bajo control.

Era una verdad a medias, algo que sabía que ella no creería pero aceptaría sin hacerle demasiadas preguntas. Se encogió de hombros, pensando en lo mucho que odiaba la noche.

– Podrías pedir ayuda. El periódico correría con los gastos.

– Sería una pérdida de tiempo. Hace meses que no tengo pesadillas -mintió de manera más flagrante. La oyó suspirar-. ¿Qué ocurre? -le preguntó.

– Bueno -contestó-, supongo que debería decírtelo.

– ¿Decirme el qué?

– Tom y yo vamos a tener un bebé. Becky ya no estará sola.

Cowart se mareó un poco, y a su mente acudieron un miliar de ideas y sentimientos.

– Vaya, vaya. Enhorabuena.

– Gracias. Pero tú no lo entiendes.

– ¿El qué?

– Que Becky va a formar parte de una familia. Aún más que antes.

– ¿Ah sí?

– ¿Es que no ves lo que ocurrirá? Que tú te quedarás al margen. Al menos eso es lo que me asusta. Ya bastante duro es para ella que tú estés en la otra punta del estado.

Para él fue como una bofetada en la cara.

– No soy yo el que está en la otra punta del estado. Eres tú. Tú eres la que se fue.

– Eso es agua pasada -replicó Sandy-. De todos modos, las cosas van a cambiar.

– No veo por qué…

– Hazme caso -dijo ella. Por su tono, había elegido cuidadosamente las palabras con mucha antelación-. Te dedicará menos tiempo. Estoy segura. Le he estado dando muchas vueltas.

– Pero ése no era el acuerdo.

– El acuerdo puede cambiar. Y los dos lo sabemos.

– No lo creo -respondió Cowart, y su voz delató un primer atisbo de ira.

– Vale. No voy a permitir que esta conversación me provoque un disgusto. Así que ya veremos.

– Pero…

– Matt, tengo que irme. Sólo quería que lo supieras.

– Estupendo -dijo él-. Muy amable de tu parte.

– Podemos discutirlo más tarde, si es que hay algo que discutir.

«Claro -pensó Cowart-. Después de que hayas hablado con abogados y asistentes sociales y de que me hayas alejado completamente de vuestra vida.» Sabía que era una idea absurda, pero se resistía a salir de su cabeza.

– No es de tu vida de lo que estamos hablando -añadió Sandy-. Ya no. Es de la mía.

Y colgó.

«Estás equivocada», pensó Cowart. Miró en torno a su cubículo. A través de un ventanuco vio cómo el cielo se encapotaba en el centro de la ciudad con un tono gris pizarra. Luego miró las palabras que tenía justo delante: YO NO COMETÍ. «Todos somos inocentes -pensó-. Demostrarlo es lo difícil.»

Acto seguido, para apartar la conversación de su mente, retomó la carta y siguió leyendo:

El 4 de mayo de 1987 acababa de regresar a casa de mi abuela en Pachoula (condado de Escambia). Por aquel entonces estudiaba en la Universidad de Rutgers, en New Brunswick (Nueva Jersey), y estaba a punto de acabar el tercer año. Llevaba varios días de visita cuando la policía me detuvo para interrogarme sobre un asesinato con violación ocurrido a escasos kilómetros de casa de mi abuela. La víctima era blanca. Yo soy negro. Un testigo ocular había visto cómo un Ford sedán verde parecido al que yo tenía abandonaba el lugar donde la niña había desaparecido. Me tuvieron en comisaría treinta y seis horas, despierto, sin comida, sin agua y sin dejarme hablar con un abogado. Los agentes me golpearon en varias ocasiones. Usaban guías de teléfonos dobladas para aporrearme, porque no dejan marca. Me amenazaron de muerte y uno de ellos llegó a apuntarme a la cabeza con una pistola y apretó varias veces el gatillo. Cada vez que lo hacía, el percutor chasqueaba en un tambor vacío. Al final, me dijeron que si confesaba todo iría bien. Estaba tan exhausto y aterrado que lo hice. Confesé sin conocer los detalles, y dejándome implicar en el crimen. Después de todo lo que me hicieron pasar, habría confesado cualquier cosa.

¡PERO YO NO LO HICE!

Al cabo de unas horas intenté retractarme de mi confesión, en vano. El abogado de oficio sólo vino a verme tres veces antes del juicio; tampoco llevó a cabo ninguna investigación, ni llamó a testigos que me habrían situado en algún otro lugar cuando se cometió el crimen. Un jurado integrado por blancos oyó los testimonios y me condenó tras una hora de deliberación. Les llevó otra hora proponer la pena de muerte. El juez blanco dictó sentencia y me calificó de animal al que habría que sacar de la sala y matar a tiros.

Ahora llevo tres años en el corredor de la muerte. Tengo la esperanza de que los tribunales anulen la sentencia, pero puede que tarden muchos años. ¿Puede usted ayudarme? Otros presos me han dicho que ha escrito editoriales condenando la pena de muerte. Yo soy un hombre inocente que se enfrenta a la pena máxima a causa de un sistema racista que ha conspirado contra mí. Prejuicio, ignorancia y maldad me han puesto en esta situación. Por favor, ayúdeme.

He escrito más abajo los nombres de mi nuevo abogado y de los testigos. También he puesto su nombre en mi lista de visitas autorizadas, por si decide venir a hablar conmigo.

Una cosa más. No sólo soy inocente de los cargos que se me imputan, sino que además le puedo dar el nombre del asesino.

A la espera de su respuesta,

ROBERT EARL FERGUSON

N.° 212009

Prisión estatal de Florida

Starke, Florida

Cowart tardó unos instantes en asimilar el contenido de la carta. La releyó varias veces, intentando ordenar sus impresiones. Era evidente que el hombre sabía expresarse, que era culto y educado, pero los presos que se declaraban inocentes, en especial los del corredor de la muerte, eran la norma más que la excepción. Siempre se había preguntado por qué la mayoría de los hombres, incluso en la hora de su muerte, se aferran a un halo de inocencia. Era comprensible en el caso de los peores psicópatas, asesinos en serie que respetan tan poco la vida humana que matarían a alguien antes de hablar con él, pero que, en un careo, mantendrían ese halo si no se les convence de que más les vale confesar. Era como si la palabra tuviera un significado diferente para ellos, como si de la lista de horrores que habían provocado hicieran borrón y cuenta nueva.

La idea le hizo recordar los ojos de un muchacho. Los ojos habían sido parte importante en muchas de sus pesadillas.

Se había hecho tarde, y en Miami la noche daba lentamente paso a una sofocante madrugada de verano, cuando había recibido aquella llamada que lo hizo ir a una casa a sólo diez o doce manzanas de la suya. El redactor jefe, ronco por la hora intempestiva y harto del trabajo, lo enviaba a presenciar un espectáculo aterrador.

Aquello sucedió cuando todavía trabajaba en la sección local como periodista de sucesos, lo cual implicaba cubrir sobre todo noticias de asesinatos. Había llegado al lugar de los hechos y se había pasado una hora merodeando fuera del cordón policial, esperando a que algo ocurriera, escrutando en la oscuridad un cuidado chalet de una sola planta con el césped bien cortado y un BMW nuevo aparcado a la entrada del garaje. Era una casa de clase media, propiedad de un joven ejecutivo y su esposa. Veía a la policía científica, a varios detectives y personal médico forense dentro de la casa, pero no lograba dilucidar qué había ocurrido. Toda la zona estaba iluminada por las luces de la policía, que disparaban haces de rojo y azul en todas direcciones y parecían hacerse más densas con la humedad. Los pocos vecinos que habían salido de sus casas coincidían al describir a la pareja que vivía en la casa: amables y simpáticos, pero reservados. Se trataba de una letanía con la que todos los periodistas estaban familiarizados; de las víctimas de asesinato siempre se decía que eran personas reservadas, lo fueran o no. Era como si los vecinos necesitaran desvincularse rápidamente de cualquier horror caído del cielo.