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– Bueno, me voy…

– ¿Ahora?

– Sí, ahora. Si quieres que me ocupe de tu casa… Que yo mañana madrugo, a ver qué te has creído, y a mí nadie me trae el desayuno a la cama…

– ¿Me llamarás por teléfono?

Franck asintió con la cabeza.

– Dices que sí y luego nunca lo haces…

– No tengo tiempo.

– Sólo decirme hola y después cuelgas.

– Vale. Por cierto, no sé si podré venir la semana que viene… El chef nos va a llevar por ahí de paseo…

– ¿Adónde?

– Al Moulin Rouge.

– ¿De verdad?

– ¡Que no, hombre, que no! Vamos a la región del Limousin a visitar al tío que nos vende las reses…

– A quién se le ocurre…

– Es idea de mi jefe… Dice que es importante…

– ¿Entonces no vas a venir?

– No lo sé.

– ¿Franck?

– Sí…

– El médico…

– Que sí, ya lo sé, el panocha ese, voy a ver si hablo con él… Y tú me haces bien los ejercicios, ¿eh? Porque según tengo entendido, el fisio no está muy contento contigo que digamos…

Al ver la cara de asombro de su abuela, añadió, bromeando:

– ¿Ves como alguna vez sí que llamo…?

Guardó las herramientas, se comió las últimas fresas del huerto y se sentó un momento en el jardín. El gato vino a restregarse contra sus piernas, gruñendo.

– No te preocupes, viejo, no te preocupes. Volverá…

El timbre de su móvil lo sacó de su ensimismamiento. Era una chica. Imitó el canto de un gallo, y ella se rió.

Le propuso ir al cine.

Franck condujo a más de ciento setenta durante todo el trayecto, pensando en algún truco para tirársela sin tener que tragarse la película. No le gustaba mucho el cine. Siempre se quedaba dormido antes del final.

10

Hacia mediados de noviembre, cuando el frío empezaba a ensañarse de lo lindo, Camille se decidió por fin a ir a una tienda de bricolaje para mejorar sus condiciones de supervivencia. Se tiró allí un sábado entero, recorrió todas las secciones, tocó los paneles de madera, admiró las herramientas, los clavos, las tuercas, los picaportes, las barras de cortinas, los botes de pintura, las molduras, las cabinas de ducha y demás grifos cromados. Luego fue a la sección de jardinería, e hizo inventario de todo cuanto llamaba su atención: guantes, botas de caucho, escardillos, corrales para gallinas, semilleros, abono, y sobrecitos de semillas de todo tipo. Se pasó tanto tiempo inspeccionando la mercancía como observando a los clientes. La señora embarazada en medio de los papeles pintados de tonos pastel, esa pareja joven que discutía por un aplique horroroso, o aquel recién prejubilado, con sus zapatos náuticos, su cuaderno de espiral en una mano y el metro en la otra.

La vida le había enseñado a desconfiar de las certezas y de los proyectos de futuro, pero había algo de lo que Camille estaba segura: un día, dentro de mucho, mucho tiempo, cuando fuera muy vieja, mucho más vieja que ahora, con el pelo blanco, miles de arrugas y manchas oscuras en las manos, tendría su propia casa. Una casa de verdad, con una olla de cobre para hacer mermelada, y galletas dentro de una caja de hojalata escondida en el fondo de un aparador. Una larga mesa de granja, de madera bien gruesa, y cortinas de cretona. Camille sonreía. No tenía ni tenía ni idea de lo que era la cretona, ni siquiera sabía si le gustaría, pero esas palabras le encantaban: cortinas de cretona… Tendría habitaciones de invitados y, ¿quién sabe, tal vez incluso invitados? Un jardincito lindo, gallinas que le darían huevos de primera que tomaría pasados por agua, gatos para perseguir a los ratones, y perros para perseguir a los gatos. Un rincón de plantas aromáticas, una chimenea, sillones muy cómodos y libros por todas partes. Manteles blancos, servilleteros comprados a chamarileros, una cadena de música para escuchar las mismas óperas que su padre, y una cocina de carbón donde prepararía a fuego lento, durante toda la mañana, guisos de ternera y zanahorias…

Ternera y zanahorias… vaya unas tonterías se le ocurrían.

Una casita como las que dibujan los niños, con una puerta y ventanas a cada lado. Anticuada, discreta, silenciosa, invadida por la hiedra y los rosales. Una casa con adornos en la entrada. Un porche calentito, que habría acumulado todo el calor del día, y en el que se sentaría por la noche, para acechar el regreso de las garzas…

Y un viejo invernadero que haría las veces de taller… Bueno, eso no era seguro… Hasta entonces, sus manos siempre la habían traicionado, y más valía quizá no volver a contar con ellas…

¿Tal vez al final el sosiego no habría de llegar por ese camino?

Pero, ¿por cuál, entonces? Por cuál, se angustiaba Camille de pronto.

¿Por cuál?

Se serenó enseguida, y llamó a un vendedor antes de perder pie. La pequeña choza del bosque era una imagen muy linda, sí, pero mientras tanto se pelaba de frío en el fondo de un pasillo húmedo, y ese joven del polo amarillo chillón seguro que podría ayudarla:

– ¿Dice que deja pasar el aire?

– Sí.

– ¿Es un Velux?

– No, un tragaluz.

– ¿Todavía existen esos chismes?

– Desgraciadamente, sí…

– Pues tenga, esto es lo que necesita…

Le tendió un rollo de burlete para clavar, «especial ventanas», de goma espuma con una base de PVC, duradero, lavable e impermeable. Una maravilla.

– ¿Tiene grapadora?

– No.

– ¿Un martillo? ¿Clavos?

– No.

Camille siguió como un perrito al vendedor por toda la tienda, mientras el chico le iba llenando la cesta.

– ¿Y para calentarme?

– ¿Ahora mismo qué tiene?

– ¡Un radiador eléctrico que se apaga en plena noche y que encima huele mal!

El vendedor se tomó su papel muy en serio y le dio una clase magistral.

Con tono docto, alabó, comentó y comparó las virtudes de los inyectores de aire, el calor por irradiación, los infrarrojos, las placas de cerámica, las estufas y los convectores. A Camille le daba vueltas la cabeza.

– Bueno, ¿y entonces qué me llevo?

– Ah, eso ya, usted verá…

– Pero es que justamente… no lo veo nada claro.

– Llévese una estufa de éstas, no son muy caras y calientan bien. La Oleo de la marca Calor no está mal…

– ¿Tiene ruedas?

– Pues… -vaciló el dependiente, inspeccionando la ficha técnica-… termostato mecánico, recogecable automático, potencia regulable, humidificador integrado, blablabla, ¡y ruedas! ¡Sí, señorita!

– Genial. Así la podré poner cerca de mi cama…

– Eh… Si me permite un comentario… Un chico tampoco está mal… Da calorcito, en una cama…

– Sí, pero no lleva recogecable incorporado…

– Ah, eso no…

El vendedor sonreía.

Al acompañarlo hacia la caja para que le firmara la garantía, Camille vio al pasar una chimenea falsa, con brasas falsas, leña falsa, llamas falsas y morillos falsos.

– ¡Hala! ¿Y esto qué es?

– Una chimenea eléctrica, pero no se la aconsejo, es un timo…

– ¡Sí, sí! ¡Enséñemela!

Era la Sherbone, un modelo inglés. Sólo los ingleses podían inventar algo tan feo y tan kitsch. Según la potencia (1.000 o 2.000 vatios), las llamas alcanzaban una determinada altura. Camille estaba encantada:

– ¡Es genial, parece de verdad!

– ¿Ha visto el precio?

– No.

– 532 euros, a quién se le ocurre… Es una estupidez… No se deje engañar…

– De todas maneras yo con los euros no me aclaro…

– Pero si no es tan difícil, vienen a ser unos 3.500 francos, para un chisme que le dará menos calor que la Oleo, que cuesta menos de…