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– El casco… el bacinete… la babera… la gorguera… la mentonera… el plastrón… el pancellar… el brazal… la canillera… la falda… las rodilleras…

Completamente deshuesado, nuestro caballero terminó por desplomarse y entonces el niño le quitó los «zapatos».

– Los escarpes -anunció por fin, levantándolos por encima de su cabeza tapándose la nariz.

Esta vez sonaron carcajadas de verdad.

No hay nada mejor que un chiste para meterte al público en el bolsillo…

Mientras tanto, Philibert, Jehan, Louis-Marie, Georges Marquet de la Durbellière detallaba, con una voz monocorde e inexpresiva, las ramas de su árbol genealógico, enumerando los hechos de armas de su prestigioso linaje.

Su antepasado Charles contra los turcos con san Luis en 1271, su tatatatatarabuelo Bertrand en un campo de coles en Azincourt en 1415, su tío abuelo Fulanito en la batalla de Fontenoy, su abuelo Louis en las orillas del Moine en Cholet, su tío abuelo Maximiliano junto a Napoleón, su bisabuelo en el Camino de las Damas y su abuelo materno prisionero de los alemanes en Pomerania.

Con todo lujo de detalles. Los niños se habían quedado mudos. La historia de Francia en tres dimensiones. Arte con mayúsculas.

– Y la última hoja del árbol -concluyó-, aquí la tienen.

Se levantó del suelo. Muy blanco y escuchimizado, vestido únicamente con un calzoncillo largo estampado de flores de lis.

– Soy yo, ¿saben? El que cuenta las postales…

Su paje le trajo un capote militar.

– ¿Por qué? -preguntó al público-. ¿Por qué diantre el delfín de tal linaje cuenta y cuenta sin parar trozos de cartón en un lugar que aborrece? Pues bien, se lo voy a decir…

Y entonces cambió de tercio. Contó su nacimiento chapucero porque, «ya entonces», se presentaba mal, suspiró, y su madre se negaba a ir a un hospital en el que se realizaban abortos. Contó su infancia aislada del resto del mundo durante la cual le enseñaron a guardar distancias con el populacho. Contó sus años de internado con su diccionario de latín como arma y las innumerables canalladas de las que fue víctima, él que de las relaciones de fuerza sólo conocía los movimientos lentos de sus soldaditos de plomo…

Y la gente se reía.

Se reía porque era divertido. Lo de beberse el pis, las burlas, las gafas que solían terminar dentro del váter, las provocaciones obscenas, la crueldad de los hijos de los campesinos de la Vendée y los consuelos dudosos del vigilante. La paloma blanca que le decía su madre, los largos rezos por la noche para perdonar a los que nos ofenden y no caer en la tentación, y su padre que le preguntaba cada sábado si había sabido conservar su rango y mantenerse a la altura de sus antepasados, mientras él se agitaba, nervioso, porque una vez más le habían embadurnado la pilila con jabón.

Sí, la gente se reía. Porque él se reía de todo ello, y el público estaba con él, se lo había ganado.

Príncipes todos…

Detrás todos de su estandarte blanco…

Emocionados todos.

Habló de sus síndromes obsesivo-compulsivos. Del Lexotanil, de los formularios de la seguridad social donde nunca cabía su apellido entero, de sus tartamudeos y sus titubeos, de cuando estaba nervioso y se le trababa la lengua, de sus ataques de angustia en los lugares públicos, sus muelas desvitalizadas, su calvicie, su espalda un poco encorvada ya y de todo lo que había perdido en el camino por haber nacido en otro siglo. Educado sin televisión, sin periódicos, sin salir, sin humor y sobre todo sin la más mínima ternura.

Dio clases de recuperación, normas de saber estar, recordó los buenos modales y otros usos del mundo recitando de memoria el manual de su abuela:

«Las personas generosas y delicadas no emplean jamás, en presencia del servicio, ningún término de comparación que pueda resultar insultante para éste. Por ejemplo: "Mengano se comporta como un lacayo." Las damas de antaño no hacían gala de tal sensibilidad, me replicarán ustedes, y en efecto sé que cierta duquesa del siglo xviii tenía costumbre de mandar a sus criados a la plaza de Grève cada vez que tenía lugar una ejecución, espetándoles crudamente: "¡Id a la escuela!"

»Hoy en día salvaguardamos mejor la dignidad humana y la justa susceptibilidad de los más pequeños y humildes; es lo que honra a nuestro tiempo…

»Pero pese a todo -añadió Philibert-, la cortesía de los señores para con sus criados no debe degenerar en familiaridad excesiva. Por ejemplo, no hay cosa más vulgar que escuchar los chismes de los criados…»

Y el público seguía sonriendo. Aunque aquello no tuviera gracia.

Por último habló en griego clásico, recitó una retahíla de oraciones en latín, y confesó no haber visto nunca la película La Grande Vadrouille porque en ella se ridiculizaba a las monjas.

– Creo que soy el único francés que no ha visto La Grande Vadrouille, ¿no?

Unas voces amables lo tranquilizaron: «No, qué va… No eres el único…»

– Afortunadamente, ahora… ahora me encuentro mejor. Creo… creo que he cruzado el puente levadizo… Y he… he abandonado mis tierras para disfrutar de la vida… He conocido a personas mucho más nobles que yo y… En fin… algunas están en esta sala y no quisiera hacerles pa… pasar vergüenza pero…

Como los estaba mirando, todos se volvieron hacia Franck y Camille que trataban desesperadamente de tra… ejem… de tragarse el nudo que se les había formado en la garganta.

Porque ese tío que estaba hablando ahí, ese tipo alto y desgarbado que hacía reír a todo el mundo contando sus desgracias no era otro que su Philou, su ángel de la guarda, su SuperNesquick bajado del cielo. El que los había salvado estrechando entre sus grandes brazos escuchimizados sus espaldas desalentadas…

Mientras el público lo aplaudía, Philibert terminó de vestirse. Ahora llevaba frac y chistera.

– Pues esto ha sido todo… Creo que no me queda nada por decir… Espero no haberles molestado demasiado con estas batallitas llenas de polvo… Si desgraciadamente así ha sido, les ruego me disculpen, y presenten por favor sus quejas a la señorita del cabello rosa, pues es ella quien me obligó a estar aquí ante ustedes esta noche… Les prometo que no lo volveré a hacer, pero…

Sacudió su bastón mirando hacia los bastidores y su paje volvió con un par de guantes y un ramo de flores.

– Fíjense en el color… -añadió mientras se los ponía-, amarillo pálido… Dios mío… Soy de un clasicismo incurable. ¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! El cabello rosa… Sé… sé que los señores Martin, los padres de la señorita de Belleville, están presentes en la sala y… y… y…

Se puso de rodillas:

– ¿Estoy ta… tartamudeando, verdad?

Risas.

– Tartamudeo, y por una vez, no tiene nada de extraño puesto que vengo a pedirles la mano de su hi…

En ese momento, una bala de cañón atravesó el escenario y chocó contra él, haciéndole tropezar. Su rostro desapareció entonces bajo una corola de tul y se oyó:

– ¡¡¡Yupiii, voy a ser marquesaaa!!!

Con las gafas medio torcidas, Philibert se levantó del suelo, llevándola en brazos:

– Una gran conquista, ¿no les parece?

Philibert sonreía.

– Mis antepasados pueden estar orgullosos de mí…

11

Camille y Franck no asistieron a la copa de despedida del grupo de teatro porque no podían permitirse perder el tren de las 23:58.

Esta vez se sentaron uno al lado del otro, y no hablaron mucho más que a la ida.