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– ¿Que erais…?

– Sí; todos hacemos eso, pero generalmente es con distintos chicos. Ernesto sólo quería hacerlo conmigo. Y a mí me daba vergüenza. El chico miró a su padre. -¿Tengo que decir más, papá? El maggior, en lugar de responder a su hijo, miró a Brunetti. Entonces el comisario se inclinó hacia adelante, índico la hora y dijo que la declaración había terminado.

Los cinco hombres se levantaron en silencio. Donatini, que era el que estaba más cerca de la puerta, la abrió. El maggior rodeó con el brazo los hombros de su hijo. Brunetti acercó su silla a la mesa, hizo una seña con la cabeza a Vianello para indicarle que lo siguiera y fue hacia la puerta. Estaba a un solo paso del umbral cuando oyó un ruido a su espalda, pero era sólo que Vianello había tropezado con la silla.

Al volverse a mirar a Vianello, Brunetti vio también a padre e hijo, que estaban frente a frente. Y vio cómo Paolo, que tenía concentrada en su persona toda la atención de su padre, guiñaba un ojo con aire de maliciosa satisfacción. Y cómo, en el mismo instante, el padre descargaba con el puño derecho un afectuoso golpe de felicitación en el bíceps derecho del muchacho.

27

Vianello no lo había visto; él estaba de espaldas a aquel relámpago de cómplice celebración entre padre e hijo. Brunettí se volvió hacia la puerta y pasó por delante de un silencioso Donatini. En el pasillo, se paró, esperando la salida de Vianello, seguido de los dos Filippi y su abogado.

Brunetti cerró la puerta de la sala de interrogatorios, con movimientos lentos, para darse tiempo de pensar.

Donatini fue el primero en hablar.

– Comisario, usted decide lo que haya de hacerse con esta información,

Brunetti no respondió, ni se dignó darse por enterado de que el abogado hubiera dicho algo.

Entonces, ante el silencio de Brunetti, habló el maggior.

– Sería preferible que la familia de ese muchacho pudiera conservar el recuerdo que tiene de él -dijo en tono solemne, y Brunetti reconoció, avergonzado, que, de no haber sorprendido aquel fugaz destello de triunfo entre padre e hijo, la preocupación que demostraba este hombre por la familia de Ernesto lo hubiera conmovido. Le asaltó el deseo de descargarle un puñetazo en la boca, pero se limitó a volverse de espaldas a todos y empezó a caminar por el pasillo. El chico le gritó:

– ¿Quiere que firme algo? -Y luego, con deliberado retraso-: ¿…comisario?

Brunetti siguió andando, desentendiéndose de todos, con prisa por llegar a su despacho, como el animal que ansia volver a su guarida para sentirse a salvo de sus enemigos. Cerró la puerta, seguro de que Vianello, por mucho que lo desconcertara el comportamiento de su superior, no comparecería hasta que lo llamara.

– Jaque mate y fin de la partida -dijo en voz alta. Era tan violenta la corriente de energía desatada en su interior que no podía moverse. De nada servía apretar los puños y cerrar los ojos: aún veía la imagen de aquel guiño, de aquel golpe de aprobación. Comprendía que, aunque también Vianello lo hubiera visto, nada cambiaría, ni para ellos, ni para Moro. La historia de Filippi era verosímil y la interpretación, magistral. Le mortificaba recordar cómo lo había conmovido la turbación del muchacho, cómo había superpuesto a su entrecortado relato lo que él imaginaba sería la reacción de su hijo en las mismas circunstancias, y cómo había visto miedo y remordimiento donde sólo había vil superchería.

Una parte de él deseaba oír la voz de Vianello en la puerta, para poder explayarse dicíéndole cómo les habían burlado. Pero comprendió que no serviría de nada, y se alegró de que el inspector no le hubiera seguido. Su propia precipitación en ir a hablar con Cappellini había dado tiempo a los Filippi para urdir su farsa; no sólo urdirla sino pulirla y agregarle todos los ingredientes necesarios para apelar al sentimentalismo del oyente. No habían ahorrado los tópicos. Cosas de chicos. Es mayor mi vergüenza que mi culpa. Oh, evitemos nuevos sufrimientos a la pobre madre del muchacho.

Brunetti se revolvió y dio un puntapié a la puerta, pero ni el ruido ni la sacudida que sintió en la espalda cambiaron nada. Aceptó el hecho de que cualquier cosa que pudiera hacer tendría el mismo efecto: de nada serviría rebelarse ni sufrir.

Miró el reloj y descubrió que durante el interrogatorio había perdido la noción del tiempo, aunque la oscuridad exterior hubiera tenido que orientarle. No había dado órdenes, pero no se podía retener a Filippi, y Vianello debía de haberle dejado marchar. Deseaba desesperadamente no ver a ninguno de ellos al salir, y se obligó a permanecer allí, con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en la puerta, durante cinco minutos más, y entonces bajó.

La cobardía le hizo evitar la oficina de los agentes, aunque vio luz en la puerta cuando bajaba la escalera sin hacer ruido. Al salir, torció hacia la derecha y fue hasta la Riva a tomar un vaporetto, en busca de la distracción que ofrecería el numeroso pasaje que viajaba a esa hora.

Salía uno cuando él llegó al imbarcadero y, mientras esperaba el siguiente, tuvo diez minutos para contemplar a la gente que iba llegando, venecianos la mayoría, a juzgar por el aspecto. Cuando vino la embarcación, subió a bordo, cruzó al otro lado y se quedó junto a la borda, de espaldas a la magnificencia de la ciudad.

Al llegar al apartamento, se paró en la puerta, esperando que dentro estuviera aguardándole, por lo menos, un residuo de humanidad. ¿Y si se encontrase allí con un hijo como Paolo? ¿Cómo felicitarse de un hijo semejante sin haberlo educado antes con el propio ejemplo? Abrió la puerta y entró en casa.

– … No os compro un telefonino porque esos artilugios están creando una raza de zánganos repipis; os daría aún más motivos de distracción -oyó decir a Paola, y sonrió interiormente por el inhumano rigor con que negaba los caprichos a sus hijos.

La voz de su mujer venía de la cocina, pero Brunetti se fue directamente pasillo abajo, al estudio de Paola. Él sabía que, habituada como estaba a espiar los pasos de sus hijos cuando volvían a casa, le habría oído entrar y no tardaría en ir en su busca.

Y fue, y hablaron. Mejor dicho, habló él y ella escuchó. Al cabo de mucho rato, cuando se lo hubo explicado todo y expuesto las opciones que tenía, le preguntó:

– ¿Y bien?

– Los muertos ya no sufren -dijo ella tan sólo, una respuesta que al principio lo desconcertó, pero, conociendo el método de razonamiento de su mujer, reflexionó, meditó su respuesta y al fin preguntó:

– ¿Y los vivos, sí?

Ella asintió.

– Filippi y su padre -dijo él-. Que merecen sufrir. Y Moro y su esposa.

– Y la hija, y la madre -agregó Paola-. Que no lo merecen.

– ¿Así pues, es cuestión de números? -preguntó él sobriamente.

Ella agitó una mano, rechazando la idea.

– No, no; en absoluto. Me parece que hay que tomar en consideración no sólo el número de personas a las que afectará la decisión sino el bien que pueda hacer.

– Cualquiera que sea la decisión, no hará bien a nadie -insistió él.

– ¿Y cuál hará menos daño?

– Él está muerto -dijo Brunettí-; sea cual fuere el veredicto oficial, eso no cambiará.

– No se trata del veredicto oficial, Guido.

– ¿De qué si no?

– De lo que tú vayas a decirles. -Por la entonación que dio a sus palabras hizo que pareciera evidente. Él se había resistido a aceptarlo, casi había conseguido no pensar en ello, pero en el preciso instante en que esas palabras salían de los labios de su esposa, comprendió que eso era lo único que importaba. -¿Te refieres a lo que hizo Filippi?

– Un hombre tiene derecho a saber quién mató a su hijo.