Marvilli no devolvía las llamadas que Brunetti hacía a su despacho, y los otros contactos que el comisario tenía entre los carabinieri no le habían dado más información que la facilitada a la prensa: los niños estaban bajo la tutela de los servicios sociales y la investigación seguía su curso. Brunetti averiguó, sí, que la víspera de la redada los carabinieri habían enviado un fax a la questura, informando a la policía de Venecia de la operación y dando el nombre y dirección de Pedrolli. La falta de respuesta fue interpretada como conformidad. A petición de Brunetti, los carabinieri le enviaron copia del fax y de la confirmación de su transmisión al número de la questura.
Todo ello se hacía constar en los informes de Brunetti al vicequestore con la indicación de que los intentos de localizar el fax extraviado habían resultado infructuosos. En respuesta, Patta sugirió que Brunetti volviera a sus otros casos y que dejara el del dottor Pedrolli para los carabinieri.
Brunetti no comprendía el aparente desinterés de los medios por el tema: le parecía natural que se tendiera el velo del silencio oficial o burocrático por lo que respectaba a los niños, y no se revelaran sus nombres ni su paradero, pero los padres y los esfuerzos que habían hecho para adoptarlos, forzosamente tenían que interesar a lectores y telespectadores. En un país en el que la presencia de un niño en un caso criminal, como víctima de asesinato, como superviviente de un intento o, mejor aún, como autor, le aseguraba la permanencia en los medios durante días y hasta semanas, era curioso que aquellas personas hubieran desaparecido tan pronto de la actualidad.
Años después de su arresto por el asesinato de su hijo, bastaba una entrevista con «la madre de Cogne» -o, incluso un simple artículo sobre ella- para hacer subir el número de telespectadores o de lectores. * Hasta una ucraniana que arrojó a su hijo recién nacido a un contenedor generó titulares durante tres días. Pero la prensa local se desentendió de Pedrolli a los dos días, y sólo La Repubblica siguió informando durante tres días más, hasta que se produjo la muerte de un joven carabiniere, contra el que disparó un asesino convicto que había salido con un permiso de fin de semana. Pero era precisamente la rapidez con que el caso Pedrolli desapareció de Il Gazzettino y La Nuova lo que excitaba la curiosidad de Brunetti, por lo que, a la segunda mañana en la que no se mencionaba el caso en los periódicos, el comisario llamó a su amigo Pelusso al despacho. El periodista le explicó que en Il Gazzettino corría el rumor de que la historia no había sido del agrado de cierta persona y se había retirado.
Brunetti, asiduo lector de este periódico, sabía quiénes eran sus principales anunciantes, y la signorina Elettra había averiguado que la signora Marcolini llevaba la rama de sanitarios de la industria familiar, por lo que Brunetti observó:
– Decir baño es decir Marcolini.
– Exacto -convino Pelusso, pero agregó rápidamente, como impulsado por un resto de respeto por la precisión que había sobrevivido a décadas de oficio periodístico-: Él sería el primer interesado, a causa de la hija, pero aquí nadie ha mencionado su nombre explícitamente.
– ¿Y crees que es necesario mencionarlo? -preguntó Brunetti-. Después de todo, como tú dices, ella es su hija, y esta clase de publicidad no hace bien a nadie.
– No estés tan seguro, Guido -respondió el periodista-. Los carabinieri asaltaron la casa, el marido quizá aún esté en el hospital, y les han quitado al niño: esto les valdrá a ambos la simpatía del público, sin que importe cómo consiguieran al niño.
Esto ofrecía a Brunetti una posibilidad interesante.
– Entonces, ¿los carabinieri? -preguntó.
– ¿Por qué iban ellos a tapar el caso?
– Pues, en primer lugar, porque los presenta con un aspecto poco agradable o, quizá, para hacer creer a quienes sospechan que estén detrás de todo esto, que ha pasado el peligro y pueden salir del agujero -sugirió Brunetti. Como Pelusso no decía nada, el comisario prosiguió, hilvanando ideas mientras hablaba-: Si hay una trama, el que mueve los hilos ha de conocer a personas que deseen niños aunque sea a cambio de dinero y a futuras madres que estén dispuestas a renunciar a sus hijos al dar a luz.
– Evidente.
– Pero la transacción no puede programarse a voluntad, ¿verdad? -preguntó Brunetti-. La que va a tener un hijo, tendrá el hijo cuando le toque, no cuando el intermediario se lo diga.
– Y si en esto hay tanto dinero como he oído decir que hay -continuó Pelusso lentamente, agregando su razonamiento al de Brunetti-, llegado el momento, tendrá que ponerse en contacto con los compradores.
Brunetti, súbitamente alerta, preguntó:
– ¿Oyes hablar mucho de eso?
– Yo creo que hay en ello buena parte de leyenda urbana -respondió Pelusso-. Como en eso de los chinos, que dice la gente que no se mueren porque nunca hay entierros. Pero sí, mucha gente habla del negocio de la compraventa de niños.
– ¿Has oído mencionar un precio? -preguntó Brunetti, confiando en que Pelusso no le preguntara a él por qué la policía no tenía ya esta información.
Siguió una pausa más bien larga, como si Pelusso estuviera pensando lo mismo, pero cuando habló fue sólo para responder a la pregunta de Brunetti.
– No, nada concreto. He oído rumores, pero, como te he dicho, Guido, la gente habla de eso como de tantas otras cosas: «Lo sé de buena tinta.» «Tengo un amigo que está enterado.» «Mi vecina tiene una prima que tiene una amiga que…» No hay manera de saber si nos dicen la verdad.
Brunetti estuvo a punto de decir que esta incertidumbre era un fenómeno universal y que no se limitaba a la experiencia periodística de Pelusso. Brunetti no sabía si los italianos eran más crédulos que otros pueblos o si, simplemente, estaban peor informados. Había oído hablar de países en los que existía una prensa independiente que informaba con exactitud y en los que la televisión no estaba controlada por un solo hombre: su misma esposa estaba convencida de la existencia de tales portentos.
La voz de Pelusso le hizo volver de sus divagaciones.
– ¿Alguna cosa más? -preguntó el periodista.
– Sí; si consigues enterarte de quién podría querer que dejara de hablarse del caso, te agradeceré que me llames -dijo Brunetti.
– Te tendré al corriente -respondió Pelusso, y colgó.
Al colgar el teléfono, Brunetti se puso a pensar, sin saber por qué oscuras asociaciones de ideas, en unas poesías que Paola le había leído años atrás. Las había escrito un poeta isabelino con motivo de la muerte de sus dos hijos, un niño y una niña. Brunetti recordaba la indignación de su esposa porque el poeta estaba mucho más afligido por la muerte del hijo que por la de la hija, pero en este momento Brunetti sólo recordaba el deseo de aquel hombre destrozado que ansiaba «perder ahora todo el padre que había en mí». ¿Cuán hondo había de ser el sufrimiento de un hombre, para hacerle desear no haber sido padre? Él tenía dos amigos que habían visto morir a un hijo, y ninguno de ellos había conseguido superar el dolor. Haciendo un esfuerzo, desvió la atención hacia las personas que podían facilitarle información acerca de este negocio de recién nacidos, y recordó su infructuosa visita al Ufficio Anagrafe.
Brunetti decidió llamarles y, en cuestión de minutos, tuvo la información que deseaba: un hombre y una mujer se personaban en la oficina, firmaban la declaración de que el hombre era el padre, y aquí se acababan los trámites. Desde luego, tenían que presentar los documentos de identidad y el certificado de nacimiento. Incluso, si lo deseaban, podían cumplimentar la diligencia en el mismo hospital, donde existía una delegación de la oficina del Registro.