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Concluidos los rezos, Madame de Vendôme volvió a acostar a Sylvie, le puso su muñeca entre los brazos y la besó:

—Ahora tienes que dormir, pequeña. Mañana darás un bonito paseo en coche con... el señor Ángel.

Dócil, Sylvie se metió el pulgar en la boca, cerró los ojos y enseguida quedó profundamente dormida. La duquesa corrió las cortinas y se volvió hacia sus hijos:

—Partirá mañana por la mañana con vosotros a Vendôme. Esta pobre niña ya no tiene a nadie en el mundo.

Al menos que yo sepa. Sólo de milagro ha escapado a una matanza general y, según piensa el caballero de Raguenel, es posible que todavía se encuentre en peligro. Cuidaréis de ella hasta que volvamos a reunimos. ¡Ahora, despidámonos! Monseñor de Cospéan y yo salimos dentro de una hora. Vosotros, al amanecer. Volveremos a vernos si Dios quiere...

—Madre —repuso François alarmado—, si vais a correr grandes peligros, yo quiero ir con vos.

—No, porque yo me debo a mi señor vuestro padre, pero tú en cambio te debes al nombre que llevas. Acabamos de ver, esta noche, cómo puede extinguirse en unos instantes una familia entera. No debemos correr semejante peligro. Recordad que sois de la sangre de Francia... ¡y abrazadme para darme valor! —añadió entre súbitas lágrimas, saliéndose del personaje que se esforzaba por asumir desde la llegada del obispo para no ser sino una esposa y una madre torturada por la inquietud. Únicamente con aquellos dos podía ella abandonarse; Mercoeur, imbuido ya de su dignidad de primogénito, seguramente no la habría comprendido... o admitido.

Quedaron un instante abrazados los tres, llorando juntos, y después, con la misma brusquedad con que se había abandonado, François e se separó de ellos y salió al tiempo que ordenaba:

—Madame de Bure, ocúpese de dar un purgante a nuestra hija en cuanto llegue a Vendôme. Le encuentro la piel un poco manchada. Además, la primavera es la mejor temporada para clarificar...

El resto de sus palabras se perdió en las profundidades del castillo. La gobernanta no se preocupó lo más mínimo. Todo el mundo sabía que la duquesa era propensa a decir incongruencias. A veces de forma voluntaria; era la mejor manera de sobreponerse cuando la emoción podía llegar a paralizarla.

Mientras la huérfana pasaba su primera noche lejos de una casa que no había de volver a ver hasta pasado mucho tiempo, empezó el baile de las sucesivas partidas. El primero fue Perceval de Raguenel, escoltando el carricoche en que iban el prior del capítulo de la iglesia principesca y un acólito; después, una hora más tarde, la carroza de Philippe de Cospéan, que llevaba a Madame de Vendôme y a Mademoiselle de Lichecourt, la acompañante preferida de la duquesa por su buen sentido, su calma imperturbable y su profunda piedad. Finalmente, al amanecer se pusieron en marcha las carrozas que habían de trasladar a los hijos de César al resguardo de las murallas de la que no sólo era la capital de sus dominios, sino también su lugar de residencia preferido.

La pequeña Sylvie, para la que había trabajado una camarera durante toda la noche con el fin de ajustar a su talla vestidos antiguos de Elisabeth, parecía haber olvidado sus penas y observó con ojos como platos los últimos preparativos cuando salió del castillo a la luz del alba, bien acomodada entre los brazos de Madame de Bure, conmovida por la fragilidad de la pequeña y su expresión de gatito desamparado. El aire era cristalino. La tormenta de la víspera y el chaparrón consiguiente habían limpiado los tejados de pizarra, los mármoles del castillo que la aurora teñía de color rosado y todo el paisaje circundante. El bosque vecino despedía la fragancia de las hojas recién lavadas, la hierba nueva y la tierra mojada. En manos de los cocheros, los caballos piafaban de impaciencia, prestos a galopar hacia un destino al que evidentemente no llegarían en el día mismo, porque entre Anet y Vendôme la distancia era de unas treinta y tres leguas.

La gobernanta tendió su carga a un lacayo con el fin de disponer de mayor libertad de movimientos para subir al coche; pero Sylvie empezó a patalear y retorcerse con tanta fuerza que las manos del hombre resbalaron sobre el vestido de gro de Nápoles de color violeta oscuro —lo más parecido al luto que habían podido encontrar— y dejaron caer a la niña, que afortunadamente no se hizo daño. Apenas puesta en pie, echó a correr tan aprisa como lo permitían sus enaguas blancas y sus piernecitas, dando gritos de alegría: acababa de ver al «señor Ángel» que salía a su vez del castillo en compañía de su hermano Louis y del ayo y preceptor de ambos, el padre Jacques Gilíes, al servicio de los jóvenes príncipes por encargo del capítulo de la iglesia de Saint-Georges, anexa al castillo de Vendôme. Era un personaje majestuoso, muy amigo de la buena mesa, que, temeroso de las corrientes de aire, caminaba con pasos cautos envuelto en una especie de sobretodo acolchado de terciopelo negro. Aparte del latín, que dominaba como un virtuoso, no sabía gran cosa, pero cantaba los oficios religiosos con una magnífica voz de bajo. Las enseñanzas que impartía no corrían el riesgo de sobrecargar en exceso el espíritu de sus alumnos, pero ésa no era una cuestión que preocupara al duque ni a la duquesa: sus hijos estaban destinados a convertirse ante todo en soldados y buenos cristianos.

El digno eclesiástico consiguió evitar por poco a Sylvie, que pasó por su lado a la carrera y fue a aterrizar entre las piernas de François lanzando gritos de alegría. El muchacho se agachó para ayudarla a levantarse, y de inmediato ella enlazó los bracitos alrededor de su cuello y le plantó en la mejilla un gran beso un poco húmedo.

—¡Por todos los diablos! —se burló Louis—. Se diría que habéis hecho una conquista. Esta jovencita os adora.

—Ez bueno y lo quiero —declaró con firmeza la pequeña, a la que François, con toda naturalidad, había tomado en sus brazos para devolverle el beso—. ¡Tú erez malo!

—¡Vamos, vaya unos modales! Esta niña es una maleducada, y ni siquiera bonita...

—¡Un poco de indulgencia, hermano! —dijo François con una sonrisa—. Pensad en la pesadilla de la que acaba de escapar.

—¡Precisamente! Nuestra madre haría mejor dejándola en un convento. Lo que ocurrió en La Ferrière indica que su familia incurrió probablemente en la cólera de algún gran personaje. Del rey, tal vez...

—Sabed, señor, que el rey no asesina —interrumpió con tono severo Monsieur d'Estrades—. Y aún menos ordena matanzas. Cuenta con suficientes jueces y soldados a su servicio para no necesitar recurrir a tales métodos para administrar justicia.

Mercoeur rectificó de inmediato:

—¡Lo sé, señor, dignaos perdonarme! Sólo pretendía decir que, dada la situación de peligro en que se encuentran nuestro padre y nuestro tío, no deberíamos ocuparnos encima de los problemas de otras personas. Me permitiréis que valore la salud de ambos por encima de cualquier otra preocupación —añadió Louis al tiempo que reprimía un sollozo que expresaba hasta qué punto estaba inquieto.

—Todos pensamos como vos, pero es en la desgracia cuando mayor mérito tiene el preocuparse por los demás.

Mientras tanto, llegaron al rescate Madame de Bure y Elisabeth. A pesar de la oferta de mazapanes y de pasas confitadas, Sylvie no cedió: había recuperado la mano de François y no estaba dispuesta a soltarla. Sin duda no comprendía por qué los hombres y las mujeres tenían que viajar en carruajes diferentes. Louis gruñó, impaciente:

—¿De verdad es preciso retrasar nuestra marcha hasta la tarde para atender el capricho de una mocosa testaruda? Tenemos prisa.

—Ya nos vamos —respondió François, sonriendo—. Lo mejor será que yo acompañe a las damas. A fin de cuentas, así tendrán un caballero para defenderlas.

Se llevó a la pequeña hasta la primera carroza y la sentó a su lado. Un instante más tarde, los pesados carruajes, seguidos por las carretas cargadas con los equipajes, cruzaban la verja de la entrada en el momento en que el gran ciervo de bronce resonaba siete veces y los campanarios de los alrededores daban el toque del ángelus.