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Sylvie dobló la rodilla en una apresurada reverencia, y al hacerlo tomó impulsivamente la mano de la dama y le depositó un beso de agradecimiento.

—¡Gracias! ¡Oh, gracias, señora! ¡Seguiré vuestro consejo!

Luego desapareció en un torbellino de terciopelo castaño y enaguas blancas. Unos momentos después, la pequeña carroza de Perceval conducida por Corentin descendía las colinas de Saint-Germain para cruzar el Sena por Le Pecq. En su interior, Sylvie, envuelta en su gran capa y sentada junto a una Jeannette decidida a no apartarse de ella, procuraba con mucho esfuerzo recuperar la tranquilidad necesaria para enfrentarse al hombre más poderoso del reino, del que sabía lo temible que podía llegar a ser. A modo de ayuda, llevaba un rosario en su bolsillo y desgranaba sus cuentas rezando a media voz...

Por su participación en el ballet de las Naciones, algunas semanas antes, Sylvie conocía ya el castillo de Rueil, que el cardenal-duque había convertido en un monumento a su gloria, uniendo a su magnificencia la circunstancia de convertirlo en escenario de importantes acontecimientos, como la aprobación de los estatutos de la Academia Francesa o la firma del tratado por el que se anexionó Colmar a Francia. Rodeado como Limours por fosos profundos, contaba con una capilla, y también con una pajarera, un juego de pelota, un invernadero, grandes cuadras y sobre todo jardines suntuosos, más bellos aún que los del Palais-Cardinal, animados por grutas, cascadas y juegos de agua como la encantadora fuente en forma de rosa o el alto chorro que brotaba, frente a la fachada, de un estanque octogonal. El lugar era tan agradable que al rey le gustaba detenerse allí al regreso de la caza, para charlar con su ministro saboreando una tarta de ciruelas.

Pero el encanto que tanto apreciaba el rey estaba lejos de sentirlo Sylvie aquella tarde. Volvían a su memoria relatos escuchados a veces, en voz baja, en los aposentos de la reina. Se decía que, debajo de aquel bello castillo, había unas mazmorras donde el cardenal hacía desaparecer a las personas que le molestaban. Se hablaba de ejecuciones secretas, de entierros discretos en el parque, de verdugos enmascarados... Leyendas tal vez, pero a aquella hora casi nocturna en que declinaba el día y las sombras se espesaban, los relatos macabros adquirían una vida especial, y Sylvie se estremecía bajo su gruesa capa.

Tampoco Jeannette se sentía demasiado tranquila. Con voz un poco temblorosa, murmuró:

—¡Dios, qué miedo tengo! ¿Vos no, señorita Sylvie?

—¡Oh, sí! Pero tenemos que ir. Tú me esperarás en el coche.

Monsieur de Chavigny no estaba en Rueil, pero los guardias de la puerta no pusieron reparos en ir a avisar al secretario de Su Eminencia, y conducirla a su presencia. Era un religioso amable, más bien rechoncho, que en nada se parecía al padre Joseph du Tremblay, por fortuna. Recibió a Mademoiselle de l'Isle con evidente sorpresa, pero también con toda cortesía.

—¿Su Eminencia os ha hecho llamar para que le distraigáis un rato?

—No, padre. Soy yo quien, abusando de la bondad que siempre me ha testimoniado, y, lo confieso, con una audacia que no me habría permitido en otras circunstancias, desearía tener una entrevista con él.

—¿Ahora? Son más de las cinco, y...

—Sé que es tarde, pero os suplico que me creáis si os digo que se trata de un asunto muy grave. Hasta el punto de que está en juego la vida de un hombre...

—¡Ah, un hombre! ¿Y que os toca de cerca?

—¡Es mi padrino! Le quiero y le respeto de todo corazón, y en este momento está siendo víctima de un terrible error.

—¿Cómo se llama ese hombre feliz?

—¿Feliz? ¡Pero si está amenazado con el patíbulo! ¡Oh, padre!

—No os ofusquéis. Le llamaba feliz por haber sabido atraerse tanto afecto por parte de una joven tan encantadora. Así pues, ¿se llama...?

—El caballero Perceval de Raguenel. Añadiré que es amigo del señor Théophraste Renaudot, a quien el señor cardenal conoce bien.

—Y que está muy enfermo, por lo que hemos sabido —repuso el secretario, en un tono más frío—. Muy bien, esperad aquí. Voy a ver si Su Eminencia consiente en recibiros...

Guiada por el canónigo-secretario, Sylvie recorrió varias ricas estancias sin prestarles atención: el Palais-Cardinal y la velada del mes de enero la habían acostumbrado a los fastuosos decorados de los que gustaba rodearse el ministro. Lo único que le extrañó fue no encontrar en ninguna parte a Madame de Combalet; por otra parte, su ausencia la libró de un gran peso. De haber tenido que explicarse ante aquella mujer bonita de sonrisa cruel, la prueba habría resultado más dura de lo previsto.

Otra sorpresa, la puerta que abrieron delante de ella era la de la capilla, unida por una corta galería al edificio principal. El lugar estaba bastante oscuro, únicamente iluminado por un puñado de cirios que ardían ante un extraordinario crucifijo de ébano y oro, y la lamparilla que indicaba la presencia del Altísimo. Una alta silueta roja que oraba de rodillas en un reclinatorio se puso en pie al oír ruido de pasos y se volvió hacia la joven, mientras el canónigo se eclipsaba. Richelieu parecía interponerse en el camino del altar, pero la muchacha optó por ignorarlo deliberadamente y arrodillarse unos momentos para dirigir al Cielo una corta oración que era una súplica de socorro. Y solamente después de ponerse de nuevo en pie, dedicó al cardenal la protocolaria reverencia que él esperaba y de la que no se dio prisa en dispensarla.

—Primero el saludo a Dios —murmuró él—. Es muy loable... y está bien que así sea. ¡Levantaos!

—Monseñor —dijo Sylvie—, pido mil perdones a Vuestra Eminencia por haberme atrevido a venir aquí sin ser invitada. Le suplico que crea que una razón terrible justifica una audacia tan grande. Y encontrarle en este lugar santo acrecienta mi angustia, porque temo verdaderamente pecar de inoportuna. Vuestra Eminencia rezaba...

—¿Os ha sorprendido que os trajeran a la capilla?

—En efecto, monseñor...

—Vos asegurabais no tenerme miedo, pero esta noche creo que sí lo tenéis. ¿Se debe a la presencia de Dios?

La joven fijó en el cardenal su mirada límpida.

—Confieso que estoy llena de temor, pero no de Dios, que es la suprema justicia y la suprema misericordia, puesto que sé que Él lee en mí. Desearía con todas mis fuerzas que Vuestra Eminencia pudiese hacer otro tanto.

—¿Por qué no? Es difícil mentir en una capilla. Sobre todo a vuestra edad. Aquí uno se... confiesa, como acabáis de decir. Pues bien, os escucho —añadió, tomando asiento en el sitial de respaldo alto situado a la izquierda del altar, desde el cual seguía los oficios.

Sylvie se encontró entonces separada de él por el comulgatorio de bronce dorado y los dos escalones que conducían a él. Se sintió tanto más a disgusto por el hecho de que no sabía por dónde empezar. Tal vez él sintió un poco de piedad por aquella frágil niña a la que había colocado en la posición de acusada, porque dijo con un deje de impaciencia:

—Me dicen que deseáis hablarme del caso de un tal Raguenel, convicto de haber cometido en la villa de París varios crímenes de inspiración satánica.

«¡Señor! —pensó Sylvie, espantada—. ¡Ahora satanismo! ¡Si le condenan, será a la hoguera!»El horror de la situación en que se encontraba su querido padrino le devolvió todo su valor. Empezó por abandonar la tercera persona.