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—Permitid, monseñor, que rectifique vuestras palabras. El caballero de Raguenel es un hombre de bien. Sin duda el mejor que yo haya conocido nunca. Teme a Dios, venera a su rey, respeta a Vuestra Eminencia y nunca ha tenido nada que ver con... el demonio. —En este punto se persignó rápidamente antes de seguir con voz firme—. Es inocente de las cosas horribles de que le acusan, tanto más por cuanto hace meses que con su amigo el señor Renaudot está intentando atrapar al asesino...

—Digamos más bien que lo ha simulado para mejor cometer sus crímenes, y que ha terminado por atacar a mi pobre gacetista, que probablemente había adivinado su juego.

—¿Y qué más? —exclamó Sylvie, fuera de sí hasta el punto de olvidar el lugar en que se encontraba—. ¡Es fácil, me parece, interrogar Monsieur Renaudot!

—El teniente civil no dejará de hacerlo, podéis estar segura. Pero será necesario que antes salga del estado lamentable en que se encuentra por una puerta distinta de la de la muerte... o la locura. Pero decidme, ¿qué es para vos Raguenel?

—Mi padrino. Y mi tutor también, por voluntad de la señora duquesa de Vendôme, de la que fue escudero y que le conocía bien. ¿Tal vez podríais escucharla a ella también?

Richelieu se encogió de hombros.

—La duquesa es al mismo tiempo una santa mujer y una embrollona. Cuando toma a alguien bajo su protección, diría cualquier cosa con la mano en la Biblia, para salvarlo.

—¿Un falso juramento? ¿Y sobre el Libro Santo? ¡Oh, monseñor, es evidente que no la conocéis!

—¡La conozco de sobra! ¿Es todo lo que teníais que decirme en defensa de vuestro... padrino? ¿Que es un buen hombre? No imagináis las lacras que se ocultan a veces bajo los semblantes más bonachones...

—No he dicho únicamente eso. Si Vuestra Eminencia tiene a bien hacer memoria, he mencionado hace un instante que Monsieur de Raguenel buscaba al asesino del sello de lacre rojo desde hacía varios meses. Debería haber dicho años...!

—¿Años? Por lo que sabemos, ese miserable empezó a actuar la primavera pasada.

—Había actuado ya al menos una vez, hace once años, en los alrededores de Anet...

—... Que es feudo de los Vendôme, de quienes era servidor el mismo Raguenel. No veo de qué modo esa circunstancia le libraría de la sospecha de haber cometido los actuales crímenes. Por el contrario, diría que le acusa más todavía.

—La víctima fue mi madre, a la que Monsieur de Raguenel amaba. Ella y sus hijos fueron asesinados por un grupo de hombres enmascarados que querían recuperar unas cartas de gran importancia para un alto personaje. ¡Su jefe era ese hombre! Y Monsieur de Raguenel juró matarlo algún día. Fueron la casualidad y Monsieur Renaudot los que le permitieron descubrir que en París ese hombre cometía la misma clase de crímenes...

—¿Vuestra madre y sus hijos fueron asesinados? ¿Y vos, entonces?

—Perdonadme; yo fui la única excepción, debido a que mi nodriza me ocultó bajo su cuerpo, y a que después François de Vendôme me encontró vagando por el bosque. ¡Yo tenía cuatro años, y él diez!

El cardenal se levantó de pronto de su sitial, cruzó el comulgatorio y asió a Sylvie por la muñeca:

—¡Venid conmigo! En este lugar sagrado es impropio hablar sobre tales horrores.

—¿Nunca habéis oído a nadie en confesión? ¡Yo digo la verdad, y por tanto no temo la ira de Dios!

—Puede ser, pero prefiero que no sigamos aquí nuestra conversación. Comprenderéis que vayamos a mi gabinete...

Sylvie no insistió. La gran estancia de trabajo sería más cómoda para aquel hombre envejecido antes de tiempo, que ya le había llamado la atención en ocasiones anteriores por su palidez y la tensión que reflejaban sus rasgos, a pesar del ligero maquillaje con que intentaba disimularlos. Y de hecho, una vez vuelto a su despacho con Sylvie tras sus talones, Richelieu sacó de su sillón a su gato favorito, que, bruscamente despertado, protestó. El cardenal tomó asiento y colocó sobre sus rodillas al animal. Algunas caricias lo calmaron rápidamente.

—Hay algo extraño en vuestra historia, Mademoiselle de l'Isle. Yo os creía originaria del sur del Vendômois, donde están vuestras tierras. Ahora me habláis de un... ¿castillo en los alrededores de Anet?

—En efecto. El nombre que llevo me fue dado con el fin de protegerme...

—¿Estáis diciéndome que la reina os tomó a su servicio sin conocer vuestra verdadera identidad?

—Ignoro lo que se trató entre la señora duquesa de Vendôme y Su Majestad. Si ésta lo sabe, nunca lo ha dejado traslucir. Por otra parte, hace sólo muy poco tiempo que sé quién soy en realidad. Me llamo Sylvie de Valaines. Mi madre, una florentina llamada Chiara Albizzi, era prima de la reina María, que la tomó a su servicio antes de casarla con el barón de Valaines, mi padre. Este había ya fallecido cuando ocurrió el drama. Mi madre estaba sola en La Ferrière con mi hermano, mi hermana y yo, además de los criados, entre ellos mi nodriza. Todos fueron asesinados pero, antes de morir, mi madre sufrió un trato innoble: su asesino la violó y la marcó en la frente con un sello de lacre rojo que llevaba impresa la letra omega...

Y súbitamente, antes de que el cardenal pudiese hacer algún comentario, una bocanada de cólera la arrebató:

—¡Y que nadie pretenda decirme que ese miserable era Perceval de Raguenel, que adoraba a mi madre y que, ese día, no abandonó ni un solo instante la compañía de la señora duquesa de Vendôme! ¡Nadie ha olvidado ese día horrible, en Anet, y todos podrán dar testimonio! No acudió allí más que por orden de la duquesa, después de que el príncipe de Martigues me llevara al castillo, con los pies descalzos y vestida únicamente con un camisón ensangrentado. Lo que vio en La Ferrière lo trastornó y le colmó de dolor; y juró encontrar al verdugo para hacerle pagar su fechoría...

—¿Y lo encontró?

—Sabéis muy bien que no. ¡Fue el otro quien le encontró a él, y quiere cargarlo con sus crímenes! ¿Y ahora se pretende que él pague por ellos? ¿Es que un hombre de Dios, como Vuestra Eminencia, puede condenar así sin saber? ¡Oh, es infame, es infame!

La cólera de Sylvie cedió de repente, y con ella su resistencia nerviosa. Cayó sobre la alfombra, sacudida por sollozos convulsivos. Richelieu se puso en pie y se acercó a ella, pero prudentemente dejó pasar lo peor de la tormenta. Sólo cuando los sollozos empezaron a espaciarse, se inclinó para tomarla del brazo:

—¡Vamos, levantaos! Es hora de que os calméis. Todavía tenemos que hablar...

Ella obedeció a la ligera presión que ejercía sobre su brazo, y se dejó guiar hasta un sillón en el que se dejó caer, sin fuerzas. El cardenal contempló el oleaje de terciopelo castaño en medio del cual parecía perdida aquella frágil silueta. ¡Quince años, y ya con una historia tan terrible a sus espaldas! Incluso un corazón acorazado como el suyo podía conmoverse...

Movido por un sentimiento de compasión fue, como había hecho en varias ocasiones cuando ella iba a cantar para él, a servir en una copa un dedo de malvasía:

—Tomad... Bebed, hija mía, y os sentiréis mejor. Tenéis que reponeros.

Ella le miró con los ojos anegados en lágrimas, y al tomar la copa se ruborizó de repente. Se había acordado del frasquito de veneno que le había dado el duque César y del que no se había deshecho, con la idea de que algún día esa puerta abierta a la muerte podría servirle de ayuda, si llegaba a sufrir demasiado. Aquella tarde no pensó en llevarlo consigo. ¿Para qué, por otra parte? Debía seguir con vida para cuidar de Perceval, y la muerte del cardenal sólo tendría por resultado precipitar la de aquél. ¡Lo harían desaparecer sin la menor vacilación!

Para alejar aquellas ideas inquietantes, bebió un poco de vino, y en efecto se sintió mejor.

—¡Cuánta bondad, monseñor! Ruego a Vuestra Eminencia que perdone mi acceso de cólera. Se debe por entero al cariño que profeso a mi padrino...