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—Porque es el amante de la reina. No me iréis a decir que no lo sabíais.

—He dicho hace un momento que me salvó la vida de niña, y Vuestra Eminencia no ignora que me he criado en parte a su lado. Pero —añadió esforzándose por disimular su turbación— no le conozco sino como servidor leal de Su Majestad. Debería decir de Sus Majestades porque, cuando he coincidido casualmente con él en la corte, se ha lamentado varias veces de haber sido privado del derecho de combatir por la mayor gloria de las armas del reino.

—¿Juraréis que lo ignoráis todo de sus relaciones reales con vuestra ama?

—Juraría sin vacilar que nunca he visto nada. ¡Y yo sólo creo en lo que veo!

—Dicho de otra manera, no creéis en Dios.

—¡Oh, monseñor, esa pregunta es cruel porque me hace sentir que me he expresado mal! No, nunca he visto a Dios pero para mí eso no es motivo para creer o dejar de creer en Él. Desde siempre sé que está presente en todas las cosas, desde la más mínima brizna de hierba hasta la estrella más brillante, y que yo soy hija suya. ¿Cree uno en su padre...? Y a ese propósito, yo, que nunca he conocido al mío, ¿puedo rogar humildemente a Vuestra Eminencia que tenga a bien devolverme a quien hace sus veces en este mundo?

—Aún no estoy convencido de su inocencia. Esperaré para asegurarme a que sea posible oír a Monsieur Renaudot.

—Pero... ¿y si muriese?

—¡Rogad a Dios, de quien tan bien sentís la presencia, que vuelva en sí lo antes posible! El caballero de Raguenel seguirá de momento en la Bastilla. Tranquilizaos, nadie le hará el menor daño. En cuanto al duque de Beaufort, a quien es evidente que amáis, sabed que dentro de poco se incorporará al ejército del Norte...

—¡Eso le hará feliz!

—... y en él permanecerá todo el tiempo que sea preciso. En efecto, no sería conveniente que apareciera en compañía de la reina durante su embarazo, que quiero creer que dará el resultado esperado. A menos que realice hazañas de un brillo excepcional, será mejor que se haga olvidar...

—¡Es demasiado bravo para eso, monseñor!

—Nunca lo he dudado. Tal vez podría incluso encontrar un final heroico, lo cual lo convertiría en un ejemplo, y la reina podría cultivar su recuerdo con absoluta tranquilidad.

—¿Un final heroico? —gimió Sylvie, al borde de las lágrimas—. ¿Vuestra Eminencia desea que se haga... matar?

—Sería la mejor solución... ¡Ah, ahora que pienso! Saludad a Mademoiselle de Hautefort cuando volváis a verla. Decidle de mi parte que no es tan gran estratega como ella imagina, y que en el asunto de las cocinas del Louvre, por ejemplo, recibió una ayuda que ni siquiera sospecha. Aconsejadle que calle para siempre sobre lo sucedido los últimos meses, si quiere evitarse una gran desgracia. En cuanto a vos, cuento con vuestro silencio...¡total! Sabed que la más mínima charla intempestiva será una amenaza, no sólo para vuestra vida, sino sobre todo para la del padrino al que tanto queréis. ¿Me habéis entendido bien?

Sylvie palideció al comprender que todo estaba dicho y la audiencia había acabado, y se inclinó en una profunda reverencia:

—He entendido bien, monseñor —murmuró, esforzándose por contener las lágrimas.

—¡Recordad siempre que nada hay más mortífero que un secreto de Estado! Haré que os acompañen de nuevo a vuestro coche.

Richelieu agitó una campanilla colocada sobre su mesa de trabajo y cuyo sonido ejerció el efecto de hacer aparecer a un lacayo.

—¿Quién está de servicio en la antecámara?

—Monsieur de Saint-Loup y Monsieur...

—El primero bastará. Llevadle a Mademoiselle de l'Isle y rogadle que la acompañe.

Después de una última reverencia, Sylvie, apenas más tranquila que a su llegada, siguió al criado. Únicamente se llevaba una seguridad: la de que Perceval no sufriría más daño que el de la prisión, y en la Bastilla siempre existía la posibilidad de atenuar la suerte de un cautivo. Y como la suerte de éste dependía de ella en mayor medida aún que de Théophraste Renaudot, si había captado bien la intención del cardenal, su querido padrino no tenía nada que temer. No ocurría lo mismo con François. Al incorporarlo de nuevo al ejército, el hombre de la sotana roja se proponía sobre todo enviarlo en busca de una muerte que tal vez se le ayudaría a encontrar. ¿Cómo esperar otra cosa de Richelieu, que no ignoraba nada de los amores de la reina? Y Sylvie recordó de repente las inquietudes de Marie, a la mañana siguiente de la noche del Louvre. ¿No había dicho que las cosas le habían parecido demasiado fáciles, y de ahí su decisión de volver al Val para la última entrevista de los dos amantes? ¡Era una locura, en efecto, intentar escapar al incesante espionaje que era el clima mismo del palacio! Podía verdaderamente creerse que las paredes, las puertas, las ventanas, las colgaduras, estaban provistas de ojos y oídos, y que no existía ningún rincón seguro en la antigua morada de los reyes de Francia...

Sin siquiera prestar atención al guardia de tabardo rojo que la acompañaba, Sylvie recorrió sin verlas las suntuosas estancias del castillo de Rueil. Tan sólo al llegar a la gran escalera, emergió de sus tristes pensamientos al oír a su lado una voz desagradable:

—Monsieur de Saint-Loup, Su Eminencia ha cambiado de parecer. Desea que yo me haga cargo de Mademoiselle de l’Isle. Podéis regresar a vuestro puesto, y se os agradece el servicio prestado.

Con horror, Sylvie reconoció a Laffemas. A la luz de los candelabros que iluminaban la noble escalinata, le pareció todavía más siniestro y más feo que en la Croix-du-Trahoir o en el parque de Fontainebleau. Sin embargo, se esforzaba por mostrarse amable. El guardia encargado de ella se inclinó para obedecer la nueva orden recibida, y también para saludarla.

—¡Venid, señorita! —dijo el teniente civil, ofreciéndole un brazo que ella simuló no ver.

—¿A qué se debe que el cardenal os haya enviado en lugar de Saint-Loup? —preguntó—. ¿Tenéis alguna cosa que comunicarme? —añadió, al recordar que era él quien había detenido a Perceval. Quizá, pensó de inmediato, sería conveniente hacer un esfuerzo para no demostrar hasta qué punto la asustaba. Por cruel que fuera, tal vez el hombre al que llamaban el «gran morral» de las piezas cazadas por el cardenal, no careciera del todo de sentimientos y pudiera darle noticias de Raguenel.

—A decir verdad —contestó Laffemas—, el cardenal ha tenido a bien concederme, a petición mía, el placer del que he privado a su servidor. Me gustaría charlar con vos de diferentes cosas, que podrían ser de un interés extremo para vos...

—Quiero creeros, pero se hace tarde.

—Un momento. Tan sólo un momento.

Llegaban al gran patio, pero en lugar de dejarla dirigirse a su coche, muy cercano, cuya portezuela había ya abierto Corentin, Laffemas la cogió del brazo y la arrastró hasta otra carroza que se encontraba a unos pasos. El procedimiento disgustó a Sylvie:

—¿Qué hacéis, monsieur? Si deseáis hablarme, hacedlo ahora.

—No en medio del patio. Hay siempre demasiada gente. Venid a mi coche. Allí estaremos tranquilos, y yo os llevaré a Saint-Germain. ¡Vamos, no me obliguéis a insistir! Es preciso, ¿entendéis?, es preciso que hablemos. Decid a vuestra gente que os espere allí. O mejor, voy a hacerlo yo mismo. ¡Eh, cochero! Yo llevaré a Mademoiselle de l’Isle al castillo. ¡Id a atender vuestros asuntos!

Un instante después Sylvie, medio a la fuerza, se encontró sentada sobre los almohadones de una gran carroza negra mientras un lacayo cerraba la portezuela. El miedo se apoderó de ella e intentó reaccionar, llamar a Corentin asomándose al exterior, pero una mano brutal la retuvo sin miramientos.

—¡Estaos quieta, pequeña estúpida! No se debe oponer resistencia a las órdenes del cardenal.

—¿Quién me asegura que son órdenes suyas? ¡Él ha dicho que Monsieur de Saint-Loup me acompañaría a mi coche!