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—¡Y a mí me ha dicho que os llevara a vuestra casa!

—¿Hasta el castillo? ¿Tanto tenemos que hablar?

—Más de lo que pensáis.

Tirado por caballos briosos, el vehículo partió a gran velocidad. Todo había ocurrido tan aprisa que Corentin no reaccionó, pero Jeannette, que esperaba pacientemente a su joven ama, salió del coche y se abalanzó sobre su amigo. Estaba pálida como una muerta.

—¡Corentin! ¡Ese hombre que acaba de hacerla subir al coche negro... yo lo conozco!

—Yo también. Es el teniente civil.

—¡No lo entiendes! —exclamó ella—. Es el asesino de Madame de Valaines. ¡Lo juraría delante de Dios! ¡He reconocido su voz! Es él, estoy segura, es él... y se la lleva.

—¿Crees que la ha raptado?

—¡Hay que seguirle! Y su coche es más rápido que el nuestro. ¡Oh, Dios mío!

Y estalló en sollozos mientras Corentin comprendía que se enfrentaba a una partida desigual.

—¡Arréglatelas para llevar nuestro coche al castillo y ve a prevenir a la reina! ¡Tengo que alcanzarlos!

Sin decir nada más, corrió hasta un caballo ensillado que debía de esperar a uno de los guardias bajo un árbol del patio, saltó a su grupa y salió al galope, pero cuando franqueó los fosos de Rueil la carroza del teniente civil estaba ya lejos. No tanto, sin embargo, para que los ojos agudos del bretón no advirtiesen dos circunstancias alarmantes: la primera, que en lugar de seguir recto en dirección a Saint-Germain, había girado oblicuamente a la izquierda en dirección a Marly; y la segunda, que dos jinetes surgidos de no se sabía dónde escoltaban ahora al vehículo. Corentin comprendió que él solo no podría enfrentarse a cuatro, algunos de ellos bien armados, pero no obstante tenía que seguirles, seguirles a cualquier precio y fueran donde fueran. Por suerte, acababa de robar un buen caballo y no le faltaba dinero, pero sentía oprimírsele el corazón al pensar en la pequeña Sylvie, tan joven, tan frágil, y ahora en manos del asesino más terrible del reino...

12

¡Y personajes que no lo son menos!

El descontento experimentado por Sylvie cuando Laffemas la obligó a acompañarla se transformó en inquietud cuando vio que él se arrellanaba en su rincón sin decir palabra.

—Y bien, ¿qué esperáis? ¿No queríais hablarme?

—¡Oh, tenemos todo el tiempo del mundo!

—El camino de Saint-Germain no es tan largo.

—He dicho que os llevaría a vuestra casa. Saint-Germain pertenece al rey, me parece.

—¿A mi casa? No tengo casa, sólo un viejo castillo en ruinas al sur de Vendôme, que no he visto jamás. ¡Respondedme de una vez! ¿Qué significa todo esto?

El se encogió de hombros con una sonrisa torcida, y alzó apenas sus pesados párpados.

—Ya lo veréis...

Luego, abandonando su actitud despreocupada, se inclinó para tomar entre las suyas una de las manos de su invitada forzosa:

—Vamos, no os asustéis. Sólo quiero vuestro bien... ¡vuestra felicidad!

El simple contacto tuvo el efecto de repugnar a Sylvie, que retiró bruscamente su mano y gritó:

—¡Mentís! ¡No habéis hecho más que mentir desde el principio! ¡Quiero bajar! ¡Parad el coche! ¡Parad!

El la abofeteó dos veces, lo que acalló sus gritos y aumentó su cólera. Ella se precipitó entonces a la portezuela para abrirla, pero él se contentó con preguntar con voz burlona:

—¿Tenéis ganas de que os pisoteen los cascos de los caballos?

En efecto, un jinete galopaba casi pegado al coche, y Laffemas aprovechó su vacilación para tirar hacia atrás de ella y obligarla, con una fuerza insospechada en aquel hombre poco fornido, a beber el contenido de un frasquito.

—En recuerdo de nuestro primer encuentro —gruñó él—, me gustaría bastante ver el efecto que producirían las herraduras de esos nobles animales en vuestro bonito rostro, pero sucede que tengo otros proyectos para vos.

—¡Sean cuales sean esos proyectos —gritó ella—, habréis de renunciar a ellos, porque no os obedeceré en nada! Y olvidáis que no estoy sola en el mundo. Me buscarán...

—¿Quién? ¿Vuestro querido Raguenel? ¡No está en situación de poder enfrentarse a mí!

—Soy doncella de honor de la reina. ¡Ella hará que me busquen!

—¿Estáis segura? Su Majestad es una persona muy olvidadiza, sobre todo cuando se trata de mujeres. Preguntádselo a Madame de Fargis, que fue en tiempos su dama de compañía gracias al cardenal, y que, como eligió servir a la reina y no a su bienhechor, languidece en el exilio, en Lovaina. ¡Ojos que no ven, corazón que no siente! Ésa es la divisa de nuestra reina, y yo no aseguraría que Madame de Chevreuse no la experimente algún día en carne propia... No, la reina está dedicada por completo a su embarazo y no intentará buscaros. Además, ya sabrán qué contarle...

—¿Qué?

—¡Eso no os interesa! ¡Ah! ¿Bostezáis? ¿Os ha entrado sueño? No intentéis resistiros. El opiáceo que habéis bebido es una droga eficaz... Y yo podré descansar un poco en vuestra amable compañía.

A pesar de sus esfuerzos, a Sylvie cada vez le costaba más mantener abiertos los ojos. Resistió unos segundos aún, pero al final se quedó dormida. Incluso durmió tan bien que no se dio cuenta del accidente que tuvo inmovilizada durante varias horas la carroza, que había perdido una rueda, en el taller de un carretero de pueblo; y tampoco oyó las blasfemias de Laffemas.

Al despertar no se sintió bien: la droga, al disiparse, le había dejado la cabeza pesada y la boca pastosa. Estaban en pleno día; un día, a decir verdad, poco gratificante. El cielo de un gris uniforme parecía una tapadera colocada sobre la tierra en que empezaba a renacer la hierba, estimulada por las torrenciales lluvias de febrero. El primer movimiento de Sylvie consistió en apartar la cortinilla de cuero para mirar al exterior, pero aquel paisaje llano le era desconocido.

—¿Dónde estamos? —preguntó sin mirar a su acompañante, que le inspiraba horror.

—Pronto llegaremos a nuestro destino. ¿Queréis un poco de leche? La he pedido para vos en la posta. Debéis de tener apetito.

—¡Cuánta solicitud! ¿Habéis vertido dentro otra dosis de vuestra droga?

—No, es totalmente inocua. Espero, además, no necesitar más drogas. Tenéis que comprender que os conviene estar tranquila...

Ella no tenía hambre, pero sí mucha sed, y la leche le pareció aún más deliciosa porque le devolvió las fuerzas. Luego se instaló lo más cómodamente que pudo y guardó silencio. Necesitaba reflexionar y, por suerte, su odioso compañero respetó su meditación. Sin duda creía que ella empezaba a adentrarse por el camino de la resignación. Lo cual era un craso error: Sylvie sólo pensaba en encontrar lo más aprisa posible un modo de escapar.

Sus oportunidades eran muy escasas frente a un hombre que contaba con todo el poder del cardenal. A cualquier lugar del reino adonde se dirigiera, le bastaba sin duda invocar a su terrible amo para que los espinazos se doblaran y se le dieran todas las facilidades. ¡Tan grande es el poder del miedo! La pobre Sylvie, atrapada como una mosca en aquella aterradora telaraña, arrastrada lejos de París a un lugar ignorado, no veía de momento la menor vía de escape. En todo caso, en el camino no había ninguna: los jinetes seguían allí, vestidos de negro, tan siniestros como el carruaje y su dueño. «Lo mejor será esperar hasta que lleguemos a alguna parte —pensó—. A menos que me encierren en una fortaleza perdida en alguna provincia remota, tal vez conseguiré encontrar una manera de escurrirme. E incluso en el peor de los casos, será necesario intentarlo...»

Aquellos pensamientos amargos no contribuyeron a mejorar su moral. Ciertas imágenes desfilaban por su cabeza: la de Marie de Hautefort, su querida amazona. ¡La de François, sobre todo! ¡Necesitaba tanto la fuerza y el valor del «señor Ángel»! Pero no existía la menor probabilidad de que hubiera abandonado el garito de la Blondeau y a sus camaradas de placeres efímeros para representar el papel de caballero errante en unas tierras desconocidas.