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La joven se encogió de hombros con una mueca de desprecio.

—En ese caso me matará, porque nunca consentiré en...

—Si os ponéis demasiado insoportable, tal vez será preciso llegar hasta ahí, pero de momento os ofrecemos una oportunidad de seguir viviendo... de forma muy agradable, en compañía de un amante esposo que nunca os abandonará.

—¿Por qué? ¿Ya no forma parte de la guardia del cardenal?

—No. No por el momento. Un joven esposo se debe a su mujer.

—¡Basta de comedia! Podéis arrastrarme a la capilla, pero no me obligaréis a decir sí. ¡De modo que encerradme, o mejor aún, matadme, y no hablemos más!

—¿Es verdaderamente necesario renunciar a convenceros? —siseó Laffemas con una sonrisa relamida.

—¿Es verdaderamente necesario repetíroslo? No pienso decir ni una palabra más.

—Yo creo que sí... Por lo menos la que esperamos de vos, y estoy seguro de que vais a reconsiderar vuestra postura muy pronto.

Esta vez sólo le contestó un encogimiento de hombros. Sylvie estaba decidida a no abrir más la boca, pero él añadió:

—Hablando de interrogatorios, Raguenel todavía no ha sufrido ninguno en serio. Aún no. Ciertos interrogatorios son terribles, ¿sabéis? El verdugo dispone de un arsenal completo, capaz de soltar las lenguas más obstinadas...

Sylvie sintió que su corazón temblaba, pero, fiel a la línea de conducta que se había trazado, volvió la espalda al miserable y acercó sus manos heladas al fuego de la chimenea. Sin embargo, el teniente civil la siguió.

—Están las cuñas que rompen los huesos de las piernas, el agua que hincha el cuerpo hasta lo insoportable, las tenazas al rojo... ¡Incluso los más duros ceden... o mueren! Es muy posible morir bajo la tortura.

Hizo una pausa, mientras Sylvie apartaba las manos del calor para que él no viera cómo le temblaban, y se las frotaba.

—Si se lleva más allá de ciertos límites —murmuró Laffemas—, sobreviene la muerte, pero... también sucede que se tome su tiempo, se haga esperar... y desear. ¡Oh, sí! Y cómo se la desea cuando el cuerpo no es más que una llaga, cuando se han arrancado las uñas, los ojos...

—¡Basta! —estalló Sylvie, incapaz de soportar más aquello porque, mientras él hablaba, ella veía a su padrino sufrir aquellos horrores—. ¡No quiero seguir oyéndoos!

Y tapándose los oídos con las manos, corrió hacia la puerta pero allí tropezó con una de las dos maritornes que había visto al llegar. El teniente civil continuó:

—¡Ya os he dicho bastante! ¡Seguid a Gudrun! Ella os llevará a vuestra habitación, y allí os prepararéis para la ceremonia... ¡Ah, no intentéis hablarle, sólo entiende el alemán! Como su hermana Hilda.

La mujer, cuyo rostro era aproximadamente tan expresivo como el de una gárgola de piedra, la tomó del brazo sin demasiados miramientos y la guió hasta la escalera, que le hizo subir. En el piso superior, la cautiva se encontró en la habitación que había sido de su madre, donde Chiara había vivido su martirio. Echó una mirada a la chimenea en la que se había ocultado Jeannette. En esta ocasión no habría allí acurrucado ningún testigo que pudiera algún día relatar su propio calvario.

Sobre la cama había extendido un vestido, y Sylvie tuvo un sobresalto al reconocerlo. Era uno de los suyos, el más hermoso, el vestido blanco bordado de plata, regalo de Elisabeth de Vendôme, que llevaba la noche de Le Cid. ¿Cómo habían podido apoderarse de él sus raptores?

No se entretuvo en esa pregunta. Había muchas otras que se planteaba desde que había sido raptada en el patio de Rueil. Aquellos demonios parecían tener el poder de actuar a su antojo no sólo en la mansión del cardenal, su amo, sino también en el palacio de los reyes. Sin embargo, se le ocurrió que tal vez Richelieu no estaba involucrado en esta locura. ¿Por qué haberla confiado a Monsieur de Saint-Loup para hacer que un momento después su esbirro se la llevara? Aquello no era propio de él, pero ahora poco importaba que el cardenal estuviera de acuerdo o no. Lo pondrían ante los hechos consumados, y el odioso Laffemas era lo bastante retorcido para presentarle su conducta incalificable bajo una luz ventajosa para él.

En un gesto de cólera, la joven se apoderó del vestido, hizo una bola con él y lo arrojó a un rincón de la habitación; después se sentó en la cama con los brazos cruzados, con la intención de no moverse de allí. Gudrun, que había acabado sus preparativos, se volvió, la miró, y luego, sin conmoverse lo más mínimo, fue a llamar a su hermana. Entre las dos sujetaron a una Sylvie que intentó resistirse pero que hubo de confesarse vencida: la «gatita» no podía luchar contra las dos guardianas, a pesar de sus garras. En un abrir y cerrar de ojos se vio despojada de sus vestidos, lavada e introducida en el bonito vestido que de manera tan encantadora dejaba al descubierto sus frágiles hombros y sus senos redondos, aún menudos. Luego la peinaron y, envuelta en su capa, la llevaron a la capilla, cuyas vidrieras azules y rojas brillaban como dos ojos en el atardecer.

El castillo no era grande y tampoco lo era la capilla, pero las pocas personas que se encontraban allí le parecieron una muchedumbre agolpada ante un patíbulo en que La Ferrière, vestido de terciopelo púrpura, desempeñaba bastante apropiadamente el papel del verdugo.

Además, reinaba allí un frío húmedo que la hizo estremecer. A partir de ese momento la pobre joven, vencida por la fatiga y la desesperación, no vio nada de lo que sucedía ante sus ojos. Pensaba en todas las personas a las que amaba y que nunca volvería a ver. ¡Qué lejos estaban! Desaparecían en una bruma más espesa a cada momento, en un mar cada vez más profundo del que al final únicamente emergía Perceval, cuya suerte dependía en aquel momento de ella. Tenía que salvarlo, más del horror que de una muerte que, como le constaba a Sylvie, no temía. Después..., el camino parecía ya trazado.

La novia forzosa se interesaba tan poco por la ceremonia que no oyó al sacerdote preguntarle si consentía en casarse con Justin de La Ferrière. Siguió allí, erguida e inmóvil, como paralizada, mirando sin ver al hombre de la casulla bordada... Entonces, una mano de hierro sujetó por detrás su cabeza y la obligó a inclinarse, siguiendo el mismo método empleado años atrás por el rey Carlos IX, en el atrio de Notre-Dame, para arrancar el consentimiento más que reticente de su hermana Margot en el momento de casarse con el Bearnés. Y como en aquel lejano día, el oficiante se dio por satisfecho, recitó a toda prisa el resto del oficio y Sylvie se encontró fuera, del brazo de su marido, en marcha hacia la mansión iluminada —de manera bastante modesta para una boda—, donde se vio obligada a participar en un festín en el que apenas probó bocado y se limitó a beber un poco de aquel vino del Loira que tanto gustaba a François... Tuvo la idea de beber en exceso a fin de intentar olvidar la situación abominable en que se encontraba. Alrededor de ella, todos tragaban y bebían sin medida. El hombre que era ahora su esposo bebía más incluso que los demás, y en particular más que el «testigo», que curiosamente se mantenía sobrio. Sylvie pensó que era sin duda porque tenía que partir después de la cena: al volver de la capilla vio la carroza negra, que nadie había llevado a las cocheras. Habían cambiado los caballos, nada más. Sylvie se quedaría a solas con Justin, y ese pensamiento la asqueaba. Sólo la sostenía una débil esperanza, al advertir la cantidad de bebida que despachaba: que estuviese borracho perdido, y en consecuencia incapacitado para asaltarla. ¡Oh, si no podía tener acceso a ella esa noche, no lo tendría nunca más, porque el día siguiente no la encontraría viva!

Mientras tanto, Laffemas se impacientaba. El tiempo se le hacía largo, y fue él quien se levantó y declaró que ya estaba bien, incluso para tratarse de un festín de bodas, y que era hora de llevar a la novia al tálamo nupcial. Luego, sin esperar la respuesta de La Ferrière, que había intentado, no sin trabajo, ponerse de pie, fue a tomar a Sylvie de la mano.