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Estas palabras le reavivaron la memoria. ¡No llevaba nada más cuando, a los cuatro años, su instinto de cachorrillo la empujó fuera de La Ferrière! Pero ¿tendría ahora la misma fuerza? La niña de antaño era avispada y rebosaba salud. Ahora sólo era una mujer joven, rota, arrastrando un cuerpo hecho jirones...

Se decidió, a pesar de todo; consiguió deslizarse—¡era tan delgada!— entre el marco y el ajimez de piedra, buscó una rama un poco gruesa y, lenta, muy lentamente, se descolgó al exterior, buscó con los pies otra rama, luego otra y aún otra, hasta que por fin, al cabo de lo que le pareció un siglo, pisó el suelo. Allí se sentó un momento apoyada contra el tronco retorcido para que su corazón recuperase su ritmo normal.

En ese momento la luna, en su último cuarto, salió de entre las nubes y le mostró el patio desierto y la puerta abierta a un puente levadizo fuera de uso desde hacía años. Sylvie lo tomó como una invitación a proseguir su lúgubre plan. Le costó trabajo levantarse. Tenía ganas de quedarse allí, después del esfuerzo que acababa de llevar a cabo, pero su voluntad se impuso: ¡antes que nada, salir de esa mansión maldita para siempre! Y se puso en marcha.

Finalmente, ante ella se abrió el camino del bosque, oscuro, aunque iluminado en algunos tramos por fantasmagóricos rayos de luna. ¡Pero qué camino cruel para sus pies descalzos! Su primera huida había tenido lugar en junio, cuando la hierba y las plantas pequeñas formaban una alfombra blanda. El invierno endurecía la tierra, cuyo esqueleto se mostraba al desnudo, con guijarros cortantes y espinas despiadadas. Y hacía tanto frío... Sin embargo, Sylvie caminaba, caminaba anegada en lágrimas y gimiendo, pero impulsada por una desesperación infinita. Su mente no razonaba. No veía más que el túnel de árboles muertos que era necesario cruzar para encontrar el frescor del agua... del agua... ¡del agua! Tropezó con un obstáculo, lanzó un grito y cayó cuan larga era, de bruces contra el suelo, al que se aferró con la sensación de que nunca podría ya levantarse. En sus oídos zumbaba un ruido, el ruido de un galope que le recordó, antes de desvanecerse de nuevo, el momento maravilloso en que, en su desolación infantil, se le había aparecido el «señor Ángel».

No vio surgir de entre los matorrales a los dos jinetes atraídos por su grito. Sin embargo, ellos la vieron justo a tiempo. François, que galopaba al frente, obligó a encabritarse a su caballo para evitar el cuerpo tendido, hacia el cual se precipitó enseguida.

—¡Sangre de Cristo! ¡Es ella! ¡Es Sylvie! ¡Pero en qué estado! ¡Está helada! ¡No la oigo respirar... llegamos demasiado tarde!

—¡Yo he llegado demasiado tarde, monseñor! ¡Y no me lo perdonaré nunca!... ¡Pobre, pobre pequeña! —gimió Corentin desesperado.

—No ha sido culpa tuya que tu caballo se matara al chocar contra el tronco de un árbol, y que hayas tardado horas en encontrar otro. Además, has tenido que hacer que abrieran el castillo, despertarme...

—¡Y pensar que me alegré tanto al saber que estabais en Anet...!

Beaufort, arrodillado junto a Sylvie, volvió con cuidado su cuerpo exánime, en el que la pálida luz lunar mostraba huellas de sangre y magulladuras bajo el fino tejido desgarrado en varios puntos. Una oleada de ternura, y también de dolor, lo inundó, y la estrechó contra su cuerpo.

—¡Mi gatita... mi pobre gatita! —murmuró, y posó los labios en su frente, sin poder retener por más tiempo las lágrimas—. ¡Te vengaré! ¡Juro ante Dios que te vengaré!

De pronto oyó un murmullo:

—François...

Sobrecogido se apartó un poco, a tiempo para ver abrirse aquellos ojos que creía cerrados para siempre, y la alegría lo embargó.

—¡Loado sea Dios! ¡Estás viva...! ¡Mira, Corentin! ¡Vive!

Pero Sylvie no veía a Corentin. Únicamente veía lo que le parecía un sueño nacido de su deseo desesperado de que todo empezara de nuevo como antaño:

—¡Vos... habéis venido!... Estáis aquí...

Y perdió el conocimiento por tercera vez.

Fin

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20 de julio de 2010