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La entrada de una de las criadas anunciando el regreso de su escudero la arrancó de un ensueño rayano en lo morboso y le devolvió la conciencia de sí. Ella también necesitaba acción...

—¿Y bien? —dijo cuando Raguenel, todavía sacudido por la emoción, se inclinó ante ella.

—¡Ah, señora! Es aún peor de lo que podíamos imaginar. Madame de Valaines, sus hijos y sus servidores han sido asesinados.

—¿Asesinados?

—Hay cadáveres y sangre por todos lados. Y no alcanzo a comprender gracias a qué milagro pudo la pequeña Sylvie escapar a los asesinos. Su nodriza, que intentaba huir con ella en brazos, fue acuchillada en medio del patio. Debió de caer sobre la niña y su cuerpo la ocultó. La pequeña consiguió seguramente desasirse más tarde.

—Pero ¿quién ha podido hacer una cosa así? ¿Y por qué?

—Es lo que, con vuestro permiso, intentaré averiguar desde mañana mismo. Por el momento, convendría proceder a dar sepultura cristiana a todos esos infelices sin esperar a que las alimañas se encarguen de ello, o a que les ataque el calor del día...

—Cierto, cierto... y voy a proporcionaros los medios, pero recordad que mañana... ¡Oh!, Dios mío, estabais ya en camino cuando tomé mi decisión. Al amanecer debemos marchar a Blois con monseñor de Cospéan, en tanto Monsieur d'Estrades y el padre Gilíes se dirigirán con los niños a Vendôme, donde estarán seguros. Tendríamos que encargar a nuestro magistrado de Anet la investigación de esta terrible desgraciase interrumpió. Perceval acababa de doblar la rodilla ente ella.

—Concededme la gracia de quedarme aquí, señora duquesa. Quisiera investigar yo mismo esta tragedia. El difunto barón de Valaines me honró con su amistad y...

—...Y más tarde fuisteis amigo de su viuda. ¡Nada más natural! —acabó la frase Madame de Vendôme con la franqueza a un tiempo abrupta e ingenua que formaba parte de su encanto, por más que en algunas ocasiones resultara difícil de soportar.

—Ejem... sí, señora.

—¡Pues bien, quedaos, amigo mío! —suspiró ella al tiempo que apoyaba ambas manos en los brazos del sillón para levantarse—. Después de todo, la carroza del querido obispo no es tan grande, y yo no necesito escudero para esta expedición. ¡Sobre todo ante la eventualidad de que también a mí me arrojen a la prisión! Haced lo que podáis, y marchad después a Vendôme. Si la desgracia real se abate sobre nosotros, como todo hace suponer, mis hijos necesitarán todos los defensores que les sea posible encontrar. En el peor de los casos, quizás encontrarían refugio en Lorena, pero pienso que nuestra villa fortificada de Vendôme sabrá cumplir con su deber...

—¿Y la pequeña Sylvie, señora duquesa? ¿Qué va a ser de ella?

—Lo ignoro, pero por descontado vamos a tenerla con nosotros. ¡Pobre niña! ¿Qué haría, tan pequeña, si la abandonáramos? Pensé primero en un convento, pero mi hija Elisabeth se ha encaprichado con ella y la ha tomado bajo su protección. Le parece tener una muñeca más, y está encantada.

—Eso está bien. En vuestra casa, no tendrá nada que temer, y en cambio, probablemente no ocurriría lo mismo en un convento...

Madame de Vendôme alzó las cejas:

—¿Qué podría ocurrirle? Es casi un bebé.

—Dignaos perdonarme, señora duquesa, pero creo que corre un gran peligro. Quienes asesinaron a todos los habitantes de La Ferrière tenían seguramente la orden de no dejar a nadie con vida, y todos fueron pasados a cuchillo... excepto ella.

—¿Qué podría tener que temer?

—Son los asesinos quienes pueden temer algo de ella. Es aún muy pequeña, porque no ha cumplido cuatro años, pero incluso a esa edad se tienen ojos y memoria, y Sylvie ya ha dado pruebas de una inteligencia despierta. Como su madre...

—¡Lástima que no sea tan bonita como ella! La pobre baronesa era preciosa. Es una lástima que la niña haya salido al padre, que lo era bastante menos... En fin, id ahora a la casa de los canónigos de nuestra capilla y rogad a los buenos padres que os ayuden en vuestra triste tarea.

Cuando él ya iba a salir, le llamó:

—¡Perceval!

—Sí, señora duquesa —dijo él, sorprendido de que le llamara por su nombre de pila; de lo cual dedujo que estaba muy conmovida.

—Hago votos para que volvamos a vernos muy pronto. ¡Rogad a Dios por mí y por el duque César!

—¿Y también por el Gran Prior?

—¡Oh, ése! Son sus locas ideas las que nos han metido en este aprieto... Sin embargo, tenéis razón: hay que rezar también por él. No en vano monseñor de Sales, nuestro querido obispo de Ginebra, ha escrito: «Entre los ejercicios de las virtudes, hemos de preferir el más conforme a nuestro deber, y no el más conforme a nuestro gusto.» ¡Marchad, caballero! Yo voy a ver a mis hijos.

Mientras Perceval se dirigía a cumplir su piadoso deber, la duquesa entró en el aposento de su hija, donde le esperaba un curioso espectáculo: su hijo menor, sentado junto a la cama en la que, con no pocas dificultades, se había conseguido acostar a la pequeña superviviente, tenía en la suya una de las manos de la niña, en tanto que el pulgar de la otra estaba firmemente encajado en la boca. La niña, a la que habían bañado, cambiado de ropa y también alimentado con un tazón de leche y bizcochos, había perdido su aspecto de gatito salvaje y dormía, con la muñeca a su lado. A unos pasos, Elisabeth, sentada en un taburete, con los codos en las rodillas y el mentón apoyado en las manos, observaba el cuadro con una mirada perpleja. Madame de Vendôme intervino:

—Y bien, ¿qué estás haciendo a estas horas, François, en el dormitorio de tu hermana? No es tu sitio. Deja a la pequeña y vete a acostar. Ya ves que está dormida.

Por toda respuesta, el muchacho retiró con cuidado la mano, y de inmediato se abrieron a un mismo tiempo los ojos y la boca de Sylvie, que emitió un grito.

—¡Ya lo veis! —suspiró Elisabeth—. Durante todo el tiempo en que nos hemos ocupado de ella, Sylvie sólo ha dejado de llamar a su madre para reclamar a mi hermano, al que llama «señor Ángel». Me ha costado un poco comprender que se refería a él, y por fin le he mandado llamar.

—De todas maneras, madre, había prometido venir a verla antes de irme a dormir.

—Todo esto es ridículo. Vuelve a tus aposentos y deja que llore. Acabará por parar.

—Sí, pero ¿cuándo? —preguntó su hija—. A mí también me gustaría dormir.

—Lo supongo. ¿Has dicho tus oraciones?

—Aún no. No hay modo de rezar con tantos gritos.

—Déjame a mí. Vamos a rezar todos juntos. Tú también, François, ya que estás aquí...

E, inclinándose hacia la cama, tomó en brazos a la pequeña, que seguía gritando, y fue con ella hasta el oratorio dispuesto en una esquina de la habitación. Allí, la hizo arrodillarse a su lado sobre un cojín de terciopelo azul dispuesto ante una imagen de la Virgen y la obligó a juntar las manitas. Sorprendida por este trato inesperado, Sylvie calló por fin, y levantó hacia aquella gran dama magnífica y severa en su vestido de tafetán morado una mirada inquieta e impregnada aún de miedo. Parecía ver en ella un poder que era necesario tener en cuenta, pero que, pese a todo, la sonreía al tiempo que la rodeaba con sus dos brazos para mantener juntos los dedos:

—Así está mejor. Y ahora, la señal de la cruz —añadió, guiando el gesto de la niña, antes de entonar la oración—: Ave María, gratia plena, Dominus tecum...

Resultaba claro que la pequeñina no había empezado aún a ejercitarse en el latín. Su nodriza o su madre debían de colocarla sobre sus rodillas para hacerla recitar una plegaria sencilla, apropiada para los niños. Sin embargo, aquel galimatías le pareció divertido y se lanzó a una improvisación chapurreada que puso a dura prueba la seriedad de Elisabeth, de François y de las camareras arrodilladas detrás de la duquesa.