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Pero no vamos a perder.

– Así es. Vamos allá.

Se juntaron con el resto de su pequeño bufete y entraron en los juzgados. Su cliente, la demandante Jeannette Baker, les esperaba donde siempre, junto a la máquina de refrescos del primer piso. Se echó a llorar en cuanto vio a sus abogados. Wes la cogió por un brazo y Mary Grace por el otro y acompañaron a Jeannette escalera arriba, hasta la sala del tribunal de la segunda planta. Podrían haberla llevado en volandas. Pesaba menos de cuarenta y cinco kilos y había envejecido cinco años durante el juicio. Pasaba de la alegría al llanto con suma facilidad y aunque no era anoréxica, apenas comía. Tenía treinta y cuatro años, había enterrado a un hijo y a su marido y se encontraba al final de un litigio espantoso que en secreto deseaba no haber iniciado nunca.

La sala del tribunal estaba en estado de máxima alerta, como si se avecinara un bombardeo y aullaran las sirenas. Docenas de curiosos pululaban por todas partes en busca de asientos o charlaban nerviosos mirando hacia todas partes. Cuando Jared Kurtin y el ejército defensor entraron por una puerta lateral, todo el mundo se lo quedó mirando boquiabierto, como si él supiera algo que ellos desconocían. Día tras día en los últimos cuatro meses había demostrado su capacidad para anticiparse a los acontecimientos, pero en esos momentos su expresión no dejaba adivinar nada. Se limitó a cerrar filas, muy serio, con sus subordinados.

Al otro lado, a apenas unos pasos, los Payton y Jeannette tomaron asiento en la mesa del demandante. Las mismas sillas, las mismas posiciones, la misma estrategia deliberada para dejar claro al jurado que aquella pobre viuda y sus dos únicos abogados se enfrentaban a una corporación gigantesca con recursos ilimitados. Wes Payton se volvió hacia Jared Kurtin, sus miradas se encontraron y ambos se saludaron con una breve inclinación de cabeza. Lo milagroso en aquel proceso era que los dos hombres todavía fueran capaces de tratarse con un mínimo de educación, incluso de conversar cuando no quedaba otro remedio. Se había convertido en una cuestión de orgullo. Tanto daba lo desagradable que hubiera llegado a ponerse la situación, y había habido momentos muy desagradables, ambos estaban decididos a actuar con dignidad y a tenderle la mano al otro.

Mary Grace no se volvió hacia ellos, pero si lo hubiera hecho, no habría saludado ni sonreído. Menos mal que no llevaba un arma en el bolso o la mitad de los picapleitos trajeados del otro lado ya no estarían allí. Colocó una libreta nueva de páginas amarillas encima de la mesa, delante de ella, escribió la fecha, a continuación su nombre y luego ya no se le ocurrió nada más. En setenta y un días de juicio había rellenado sesenta y seis cuadernos, todos del mismo tamaño y color, que ahora estaban perfectamente ordenados en un archivador metálico de segunda mano en el Ruedo. Le tendió un pañuelo de papel a Jeannette. Aunque lo controlaba casi todo, Mary Grace había perdido la cuenta del número de cajas de pañuelos que Jeannette había gastado durante el juicio. Por lo menos varias docenas.

La mujer lloraba sin parar, y aunque Mary Grace era muy comprensiva, también estaba harta de tantas malditas lágrimas. Estaba harta de todo: del cansancio, del estrés, de las noches en vela, del escrutinio, de no ver apenas a sus hijos, de su piso destartalado, de la montaña de facturas sin pagar, de los clientes desatendidos, de la comida china a medianoche, del reto que suponía maquillarse y peinarse todas las mañanas para estar mínimamente presentable ante el jurado. Era lo que se esperaba de ella.

Intervenir en un proceso importante es como zambullirse con un cinturón de plomo en un estanque oscuro y lleno de hierbajos. Consigues subir a la superficie para respirar, pero el resto del mundo deja de tener importancia. y siempre tienes la sensación de estar ahogándote.

Unas cuantas filas detrás de los Payton, en el extremo de un banco que se estaba llenando rápidamente, el asesor financiero del matrimonio se comía las uñas intentando aparentar calma. Se llamaba Tom Huff, o Huffy para los conocidos. Huffy se había dejado caer por allí de vez en cuando para ver cómo iba el juicio y ofrecer en silencio su personal oración. Los Payton debían cuatrocientos mil dólares al banco de Huffy y la única garantía eran unas tierras de cultivo en el condado de Cary, que pertenecían al padre de Mary Grace. Con suerte podrían venderse por cien mil dólares, lo que dejaba, obviamente, una cantidad considerable de deuda sin respaldo. Si los Payton perdían el caso, la que en su día había sido una prometedora carrera de banquero habría llegado a su fin. El presidente del banco había dejado de gritarle hacía tiempo. Ahora todas las amenazas las recibía por correo electrónico.

Lo que había empezado, bastante inocentemente, como una segunda hipoteca de noventa mil dólares sobre su preciosa casa se había convertido en una creciente vorágine de números rojos y gasto insensato. Insensato según Huffy al menos. Sin embargo, la bonita casa había pasado a la historia, igual que el bonito despacho del centro, los coches de importación y todo lo demás. Los Payton se lo habían jugado todo y Huffy no podía por menos que admirarlos. Un gran veredicto y él sería un genio. El veredicto equivocado y tendría que hacer cola detrás de ellos en el tribunal de quiebras.

El equipo financiero del otro lado de la sala no se comía las uñas y no parecía demasiado preocupado por una posible quiebra, aunque se había debatido la cuestión. Krane Chemical contaba con suficiente efectivo, beneficios y activos, pero también con centenares de demandantes potenciales que, como buitres, esperaban escuchar lo que el mundo estaba a punto de oír. Una sentencia disparatada y los pleitos les lloverían del cielo.

Sin embargo, en esos momentos parecían bastante tranquilos. Jared Kurtin era el mejor abogado defensor si se tenía suficiente dinero para pagarlo. Las acciones de la empresa apenas habían bajado y el señor Trudeau, en Nueva York, parecía satisfecho.

Tenían ganas de volver a casa.

Gracias a Dios, las bolsas ya habían cerrado.

– No se levanten-anunció en voz alta Uncle Joe cuando el juez Harrison entró por la puerta que quedaba detrás de su silla.

Hacía mucho tiempo que había puesto fin a esa costumbre absurda de pedir a todo el mundo que se pusiera en pie mientras él subía a su trono.

– Buenas tardes -dijo enseguida. Eran cerca de las cinco-. El jurado me ha informado de que ha alcanzado un veredicto. -Miró a su alrededor para comprobar que todos los abogados estuvieran presentes-. Espero que sepan guardar el decoro. No quiero protestas y nadie saldrá hasta que despida al jurado. ¿Alguna pregunta? ¿Alguna petición frívola adicional por parte de la defensa?

Jared Kurtin nunca se inmutaba. Fingió no haber oído al juez y siguió haciendo garabatos en su cuaderno como si estuviera creando una obra de arte. Si Krane Chemical perdía, apelaría sin dudarlo y la base de la apelación sería la obvia parcialidad de su señoría Thomas Alsobrook Harrison IV, veterano abogado con una demostrada antipatía por las grandes compañías en general y, ahora, por Krane Chemical en particular.

– Alguacil, haga entrar al jurado.

Se abrió la puerta que había junto a la tribuna del jurado y un gigantesco e invisible vacío succionó hasta el último centímetro cúbico de aire de la sala del tribunal. Los corazones dejaron de latir. Los cuerpos se enderezaron. Todos buscaron algún objeto que mirar. Solo se oían las lentas pisadas del jurado sobre la alfombra raída.

Jared Kurtin siguió garabateando en el cuaderno como si nada. Tenía por costumbre no mirar nunca a los miembros del jurado a la cara cuando volvían con el veredicto. Después de un centenar de litigios, sabía que era imposible leer la respuesta en sus rostros. Además, ¿para qué molestarse? De todos modos anunciarían la decisión en cuestión de segundos. Su equipo tenía órdenes estrictas de hacer caso omiso del jurado y de mantenerse impasibles ante el fallo.

Evidentemente, Jared Kurtin no tendría que enfrentarse a la ruina profesional o económica. Pero Wes Payton sí, y por eso no podía apartar la mirada de los ojos de los miembros del jurado mientras estos iban tomando asiento. El lechero desvió la vista, mala señal. El maestro evitó la mirada de Wes, otra mala señal. Cuando el portavoz tendió el sobre a la secretaria, la esposa del pastor lo miró apenada, aunque en realidad había tenido la misma expresión afligida desde el inicio de los alegatos.