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Dylan abrió la puerta y colocó una mano en la espalda de Meggie.

– Estupendo, yo también tengo hambre. Meggie se alegró de bajar ella la primera para así poder ocultar su rubor. Dylan tenía que pensar que estaba tranquila y dispuesta a pasar una velada agradable con un antiguo amigo.

Soltó un suspiro y deseó que aquello fuera cierto. Así sería capaz de terminar la velada sin hacer el ridículo.

– Prueba esto, son judías al requesón. Tienen un sabor muy original. Dylan arrugó la nariz y se apartó.

– No, gracias. Ya he tomado mi dosis diaria de requesón. Siempre tomo un poco en el desayuno con cereales. Es lo que desayunamos todos en el parque de bomberos.

Meggie soltó una risita y dejó el tenedor en el plato. Dylan dio un sorbo a su copa y miró a Meggie por encima del borde. Durante toda la cena no había apartado la vista de ella. Meggie tenía algo, una especie de luz que irradiaba a través de sus tímidas sonrisas y sus miradas discretas. Él estaba acostumbrado a mujeres más claras en cuanto a sus deseos. A esas horas, ya estarían rozándole la pierna con el pie por debajo de la mesa.

Pero Meggie era dulce y extrañamente sexy sin ser evidente.

Dylan tomó aire. Meggie era tan auténtica como el deseo que lo atravesaba cada vez que la miraba a los ojos.

– Está muy bueno -dijo, bajando la vista a su plato.

– No sé si me lo dices de verdad. Imagino que la comida vegetariana no es tu favorita. No hay muchos hombres que se hubieran arriesgado a probarla.

– La comida no es lo más importante, sino la compañía.

En cuanto salieron las palabras de su boca, Dylan deseó no haberlas dicho. Se había hecho la promesa de no decir tópicos galantes, pero cuando no se sentía seguro, siempre caía en las mismas trampas. Meggie se merecía algo mejor.

– ¿Te apetece tomar algo de postre?

– Creo que hay un postre de la casa – aseguró Meggie, buscando a la camarera.

– Tengo otra idea mejor que la tarta de tofu -replicó Dylan, agarrándola de la mano.

Dylan notó la mano caliente de ella e hizo un repaso de las veces que había tocado a Meggie durante la cena. Lo había hecho tantas veces, que casi se había convertido en algo instintivo. Parecía incapaz de evitarlo y se preguntó si soportaría estar solo después de dejarla en su casa aquella noche.

Pero quería hacer algo más que tocarla. Después del beso que se habían dado a la puerta de su cafetería, había dejado de pensar en ella como en una niña frágil. Meggie no besaba como una niña, sino que había respondido a su beso con el deseo de una mujer segura de sí misma.

Dylan se dirigió a la camarera y, después de pagarle, le dejó una propina generosa en la mesa. Luego, se levantó y agarró la mano de Meggie, impaciente por salir del restaurante y quedarse a solas con ella.

– Vamos.

La ayudó a ponerse el abrigo y luego dejó la mano sobre su espalda. La noche estaba fresca y, cuando salieron a la calle, Meggie entrelazó su brazo al de él. Luego hizo ademán de ir hacia el coche, pero él le señaló una heladería que había en la cera opuesta.

– Me pregunto si tendrán helado de carne -bromeó-, o filetes helados con trocitos de beicon.

– De acuerdo, de acuerdo. La próxima vez, iremos al Boodle' s para que te comas un buen chuletón.

– Trato hecho -replicó él, contento de que fuera a haber una segunda vez.

Entraron en la heladería y Meggie pidió un helado de chocolate. Dylan eligió uno de trufa con nueces. Se sentaron a una mesa pequeña al lado de la ventana y Meggie se puso a mirar a la gente que pasaba mientras Dylan la observaba.

Meggie resultaba increíblemente sexy comiéndose un helado. Pasaba la lengua sobre el chocolate cremoso y luego se chupaba los labios hasta tenerlos totalmente mojados y brillantes. Dylan sintió un escalofrío y se preguntó cómo sabrían aquellos labios o cómo sería sentirlos sobre su cuello, sobre su pecho, o sobre su… Dylan tuvo que hacer un esfuerzo por controlarse para no quitar todo lo que había en la mesa y hacerla suya allí mismo.

Pero, en lugar de ello, volvió a concentrarse en su helado de trufa y nueces.

– Cuéntame, Dylan -dijo de repente ella-. ¿Por qué te hiciste bombero?

– Cuando era pequeño, quería ser un caballero de la Mesa Redonda o un aventurero -alzó la vista-. Pero no hay mucho trabajo de eso por aquí.

– Me imagino que no. Pero, ¿por qué un bombero?

– Siempre respondo lo mismo: Quise hacerme bombero para ayudar a la gente. Pero en realidad no es verdad. Creo que lo que quería era ser útil para algo y ser conocido como alguien en quien se puede confiar cuando hay problemas.

Dylan se quedó en silencio. Era la primera vez que decía aquello. Ni siquiera se lo había dicho a sí mismo. Pero con Meggie se sentía a salvo. Ella parecía no juzgarlo.

– ¿Tienes miedo alguna vez?

– No, simplemente hago mi trabajo. Además, creo que pasé tanto miedo cuando era pequeño, que me volví inmune -tomó una cucharada de su helado y se la ofreció-. Ten, pruébalo. Está muy rico.

Ella se acercó y aceptó la cucharada. Luego, le sonrió y Dylan se dio cuenta de que se había equivocado. Sí que tenía miedo de una cosa. Temía hacer alguna tontería con Meggie y que ella no quisiera verlo de nuevo.

– ¿Por qué estamos hablando de mí? Hablemos de algo mucho más interesante.

– ¿De qué?

– De ti.

– Mi vida no es muy interesante. Fui a la Universidad de Massachusetts, luego hice un master empresarial y me hice economista.

– ¿Economista?

Dylan sabía que ella en el instituto sacaba buenas notas, pero no sabía por qué, no le pegaba que se hubiera hecho economista… o por lo menos no le pegaba a la Meggie que él estaba intentando conocer. Aunque era una persona prudente, presentía que había una mujer apasionada debajo de esa fachada serena. Una mujer que había salido al exterior cuando él la besó.

– No fue una buena elección, pero fue útil. Y se gana mucho dinero. Gracias a eso, Lana y yo pudimos ahorrar para abrir la cafetería. Siempre habíamos hablado de tener nuestro propio negocio, ya desde la universidad.

– ¿Por qué una cafetería?

– Queríamos tener un sitio donde la gente fuera a relajarse, donde pudieran hablar, leer el periódico y escuchar música. Donde no se mirara continuamente el reloj. La mayoría de las cafeterías no son así. Son más bien como los restaurantes de comida rápida. Nosotras queríamos crear un ambiente como el de los bares de los años cincuenta y sesenta. Vamos a organizar conciertos de música folk y lecturas de poesía por las noches y los fines de semana. La gente no vendrá solo por el café, ya verás. Tendrán una sensación de vuelta al pasado.

El brillo que tenían los ojos de Meggie era razón suficiente para despertar en Dylan un súbito interés por la música y la poesía. Ella sabía lo que quería e iba a conseguirlo, pero su determinación intrigaba a Dylan. No, no era la Meggie Flanagan que había conocido años atrás. Esa mujer era decidida y apasionada.

Dylan dejó lo que le quedaba del helado en la mesa. Lo que más deseaba en ese momento era besar a Meggie en algún lugar privado.

– ¿Has terminado?

Después de que asintiera, tomó la mano de ella para que se levantara. Salieron a la calle y, cuando se pararon a ver el escaparate de una tienda, Meggie se dio cuenta de que Dylan la estaba observando.

– ¿Qué pasa?

– Tienes helado en la cara.

Meggie fue a limpiarse, pero Dylan le agarró la mano y la metió a la sombra de un portal.

– Déjame hacerlo a mí.

Se acercó entonces y le limpió el labio con un dedo. El contacto fue como un cortocircuito. Fue sorprendente, pero increíblemente delicioso. Y cuando Dylan se chupó el dedo, fue un gesto tan íntimo, como si la hubiera besado a ella. Meggie dio un suspiro y él, incapaz de contenerse, se inclinó hacia ella y la besó.