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Encontró a la mujer detrás de una gran barra, dando golpes al fuego con una toalla medio chamuscada. La agarró de un brazo y la atrajo hacia sí.

– Señorita, tiene que marcharse. Déjenos que lo hagamos nosotros, o puede hacerse daño.

– ¡No! -gritó la mujer, tratando de liberarse-. Hay que apagarlo antes de que pase algo grave.

Dylan miró por encima del hombro de la mujer y vio entrar a dos miembros de su equipo con extintores.

– Parece que viene de esa máquina. Rompedla y buscad el origen -ordenó.

Entonces tiró de la mujer y la tumbó en el suelo, a su lado.

– ¿Romperla?

Al decir eso la mujer, los dos hombres se quedaron inmóviles.

A pesar del humo, Dylan pudo ver que era una mujer muy guapa. El pelo, de color castaño oscuro, le caía en ondas suaves alrededor de los hombros. Su perfil era perfecto y cada rasgo de su cara, equilibrado. Tenía los ojos verdes y sus labios resultaban muy sensuales. Dylan sacudió la cabeza, como queriendo evitar verse atrapado por aquellos labios.

– Señorita, si no se va ahora mismo, voy a tener que llevarla yo a la fuerza -la avisó Dylan, mirándola de arriba abajo, desde su ajustado suéter, pasando por su minifalda de cuero, hasta sus botas altas-. Y dado el tamaño de su falda, supongo que no querrá que la cargue al hombro.

La mujer pareció ofenderse, tanto por su actitud dominante, como por el comentario sobre su forma de vestir. Dylan la observó y vio que sus ojos verdes brillaban de indignación. Al aumentar el ritmo de su respiración, sus senos comenzaron a subir y bajar a un ritmo muy sensual.

– Esta es mi tienda -declaró-. Y no voy a dejar que lo rompan todo con sus hachas.

Dylan dijo algo entre dientes e hizo lo que había hecho cientos de veces. Se agachó, la agarró por las piernas y luego se la puso sobre el hombro.

– Volveré enseguida -les aseguró a sus compañeros.

La mujer gritó y pataleó, pero Dylan apenas se dio cuenta. En lugar de ello, se concentró en la forma de la pierna que tenía contra su oreja. La mujer tenía el cuerpo de una adolescente. Una vez había tenido que cargar con un hombre que pesaba casi cien kilos. Esa muchacha pesaría unos cincuenta y cuatro.

Cuando Dylan la sacó fuera, la dejó delicadamente al lado de uno de los camiones y luego tiró de la falda para abajo para restaurar su dignidad. Ella le apartó la mano, molesta.

– Quédese aquí -le ordenó él, apretando los dientes.

– ¡No! -respondió ella, dirigiéndose hacia la puerta.

La muchacha pasó a su lado y Dylan corrió tras ella y la alcanzó ya dentro de la tienda. La agarró por la cintura y la atrajo hacia sí de un modo que le hizo olvidarse de los peligros del fuego y concentrarse en los peligros del cuerpo femenino.

Los dos vieron cómo Artie Winton agarraba la máquina de la que salía el humo, la colocaba en mitad de la tienda e intentaba romperla con el hacha. Unos momentos después, Jeff Reilly cubría con la espuma de su extintor la masa de acero retorcido.

– Al parecer, este era el origen del fuego y no ha pasado de ahí -gritó Jeff.

– ¿Qué es? -quiso saber Dylan. Reilly se agachó para mirar la máquina de cerca.

– ¿Una de esas máquinas de yogures?

– No -contestó Winton-, es una de esas cafeteras modernas.

– Es una Espresso Master 8000 Deluxe.

Dylan bajó la vista hacia la mujer, que observaba con amargura la masa de acero. Una lágrima resbalaba por su mejilla y se estaba mordiendo el labio. Dylan murmuró algo entre dientes. Si había algo que le molestara en los incendios, eran las lágrimas. A pesar de que había tenido que dar malas noticias a las víctimas muchas veces, nunca sabía qué hacer cuando se echaban a llorar. Además, dijera lo que dijera, sus palabras siempre le resultaban un poco falsas. Se aclaró la garganta.

– Quiero que reviséis todo -le ordenó, dando un golpecito en el hombro de la muchacha-. Aseguraos de que no ha habido ningún cortocircuito ni nada. No sabemos qué tipo de cables habrá. Mirad también en la caja de fusibles para ver si ha saltado alguno.

Dylan se quitó los guantes y tomó la mano de la mujer para llevarla fuera.

– No puede hacer nada aquí. Vamos a revisar todo y, si no hay peligro, podrá entrar cuando se despeje el humo.

Cuando salieron fuera, la llevó a la parte de atrás del camión y la hizo sentarse. Un médico con una bata blanca se acercó a ellos, pero Dylan le hizo una seña para que se fuera. Las lágrimas de la mujer se hicieron más abundantes y a Dylan le dio un vuelco el corazón mientras luchaba por contener el impulso de abrazarla. La mujer no tenía muchos motivos para llorar. Solo había perdido una cafetera.

– Está bien. Sé que ha tenido que pasar miedo, pero no le ha ocurrido nada y apenas ha habido daños materiales:

La mujer alzó la cabeza y lo miró enfadada.

– ¡Esa máquina costaba quince mil dólares! Es la mejor cafetera del mercado, hace cuatro cafés en quince segundos. Y sus hachas la han hecho añicos.

– Escuche, señorita, yo… -dijo Dylan, asombrado por la falta de gratitud de la mujer.

– ¡No me llame señorita!

– Bueno, pero debería estar contenta – contestó Dylan, que no pudo disimular su rabia-. No ha habido ningún muerto -Dylan dio un suspiro y trató de bajar el tono-, no ha habido heridos, no ha perdido a ningún familiar ni a ningún animal de compañía. Lo único que se ha roto ha sido una cafetera. Una cafetera que estaba defectuosa.

La mujer se quedó callada, mirándolo fijamente. Dylan vio otra lágrima bajar por su rostro y luchó por no secársela él mismo.

– No es una simple cafetera.

– Sí, lo sé. Es una Espresso Deluxe 5000 o como se llame. Una caja de acero con unos cuantos tornillos y muchos tubos. Señorita, he de decirle que…

– Le repito que no me llame señorita. Me llamo Meggie Flanagan.

Hasta ese momento, Dylan no la había reconocido. Ella había cambiado… bastante, pero todavía conservaba ciertas cosas de la niña que había conocido hacía mucho tiempo.-¿Meggie Flanagan? ¿Mary Margaret Flanagan? ¿La hermana pequeña de Tommy Flanagan?

– Puede ser.

Dylan, soltando una carcajada, se quitó el casco y se pasó una mano por el pelo.

– La pequeña Meggie Flanagan. ¿Cómo está tu hermano? Hace mucho que no lo veo.

La muchacha lo miró con suspicacia, pero luego reparó en el nombre que llevaba escrito él en la chaqueta, debajo de su hombro izquierdo. Inmediatamente, puso cara de asombro y se sonrojó.

– Quinn. ¡Oh, Dios mío! -exclamó, enterrando el rostro entre las manos-. Debería haberme figurado que aparecerías de nuevo y me arruinarías la vida.

– ¿Arruinarte la vida? ¡Te he salvado la vida!

Ella se puso muy seria.

– Te equivocas. Habría podido apagar el fuego yo sola.

Dylan se cruzó de brazos.

– ¿Entonces por qué llamaste a los bomberos?

– Yo no llamé, se disparó la alarma.

Dylan le quitó la toalla húmeda que todavía llevaba en la mano y la agitó delante de su cara.

– ¿Y lo pensabas hacer con esto? Apuesto a que ni siquiera tenías un extintor dentro, ¿a qué no? Si supieras cuantos fuegos se han apagado con un simple extintor. Yo…

Dylan no terminó la frase al ver la expresión de desafío de ella.

Era Meggie Flanagan, pensó Dylan, casi avergonzado por haberse sentido atraído por ella. Después de todo, era la hermana pequeña de uno de sus antiguos amigos y había una regla entre ellos que decía que nunca podías jugar con la hermana pequeña de un amigo. Pero Meggie ya no era la niña flacucha con un corrector en los dientes y gafas de cristales gruesos. Y él llevaba bastante tiempo sin ver a Tommy.

– Podría denunciarte por violar las normas.

– Adelante -contestó ella. Luego, después de soltar una maldición, se dio la vuelta y se metió en el interior de la tienda-. Conociéndote, no me extrañaría.