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Cuando entraron en la comisaría, la puerta del despacho del teniente estaba cerrada. Conor comprobó sus mensajes y se sirvió una taza de café. Rápidamente, buscó entre el desorden que había en su escritorio el cuadernillo de con pastas de cuero que todos los detectives llevan para interrogar a un testigo. Tras encontrar el cuadernillo, dio un paso atrás. Entonces, lo que vio le dejó atónito. La puerta de la habitación que llevaba a la sala de interrogatorios estaba abierta. A través del cristal que permitía ver sin ser visto, se observaba una mesa. La única ocupante de la sala era una mujer, de esbelta figura con cabello rubio ceniza, rasgos refinados y ropas carísimas. Estaba seguro de que no era una prostituta ni una delincuente. De hecho, habría estado dispuesto a apostarse su placa a que aquella mujer no había cometido ningún delito. Parecía estar fuera de su elemento, como una mariposa entre… cucarachas. Entró en la sala y observó por el cristal. Notó cómo le temblaba la mano mientras tomaba un sorbo de café. De repente, se volvió hacia el cristal, haciendo que Conor se ocultara entre las sombras. Aunque sabía que ella no podía verlo, se sentía como si lo hubieran sorprendido mirando.

Era muy hermosa. Ninguna mujer tenía derecho a ser tan bella. Sus rasgos eran perfectos. El cabello le caía en ondas a ambos lados de la cara y descansaba sobre los hombros. Los dedos de Conor temblaron al imaginarse lo suaves que serían aquellos mechones si pudiera acariciarlos entre sus dedos…

Rápidamente, dio un paso atrás. ¿En qué diablos estaba pensando? Por lo que él sabía, aquella mujer podría ser una prostituta con clase o la novia de un ladrón de guante blanco. El que fuera hermosa no significaba que fuera pura.

¿Cuántas veces había mirado a una mujer hermosa para oír de nuevo la voz de su padre en la cabeza? Todas aquellas advertencias ocultas tras las historias de Seamus. «Un Quinn nunca debe entregarle su corazón a una mujer. Mirad más allá de la belleza y descubriréis el peligro que os acecha.

Volvió a mirar hacia la ventana y vio cómo se rodeaba a sí misma con los brazos. Le temblaba todo el cuerpo. Cuando la mujer volvió a levantar la cabeza, Conor vio el rastro de las lágrimas sobre la hermosa piel de su rostro. Conor sintió que el corazón le daba un vuelco al ver la expresión de miedo que había en sus ojos, la cruda vulnerabilidad de su apariencia. Parecía tan pequeña y tan solitaria…

Si hubiera estado a su lado, la habría tomado entre sus brazos para ocultar sus sollozos contra su pecho. Sin embargo, el cristal actuaba como una barrera impenetrable, convirtiéndolo en poco más que un voyeur. Conor nunca había visto llorar a una mujer, a excepción de las prostitutas, que lo hacían solo para conseguir piedad.

Lloró durante mucho tiempo mientras Conor la observaba. Los recuerdos del dolor de su madre acudían a su mente. Sabía que debía marcharse y dejarla con la intimidad de su dolor, pero no podía. Sentía como si tuviera los pies pegados al suelo. Tuvo que luchar contra el impulso de abrir la puerta y entrar para consolarla. Fuera quien fuera, delincuente o no, se merecía un hombro sobre el que llorar.

Conor extendió una mano para girar el pomo de la puerta, pero, en aquel mismo momento, Danny entró en la sala con una bolsa de comida en la mano. Lentamente, Conor apartó la mano, atónito por la transformación que acababa de ver en el rostro de la mujer. Casi instantáneamente, la vulnerabilidad desapareció y su rostro adquirió una fría compostura. Con un gesto solapado, se secó las lágrimas y se volvió para mirar al recién llegado con una dura expresión en los labios.

Conor encendió el intercomunicador para poder escuchar la voz de Danny.

– Señorita Farrell, soy el detective Wright. Mi compañero y yo hemos sido asignados para protegerla hasta el juicio. Siento que haya estado esperando tanto tiempo, pero hemos estado preparándolo todo para poder alojarla en un lugar seguro.

Conor contuvo el aliento. ¿Aquella mujer era el testigo que tenían que proteger?

– Maldita sea -murmuró, tirando el cuadernillo sobre una mesa cercana.

Se había imaginado que tendrían que proteger a un contable o a un chivato repugnante. Considerando la reacción que la señorita Farrell había producido en él, pasar las siguientes dos semanas en su compañía iba a ser un infierno.

– No entiendo por qué no puedo desaparecer simplemente -dijo ella, con dureza-. Puedo marcharme a Europa. Tengo socios allí que estarían encantados de…

– Señorita Farrell, nosotros la protegeremos. No tiene nada de lo que preocuparse.

– No necesito que me protejan -espetó ella, de repente, sobresaltando a Danny-. Puedo protegerme yo sola. No quiero su ayuda.

Danny dio un paso atrás, atónito por aquel exabrupto.

– Pero… pero no podemos tener certeza de que regrese para declarar.

– ¿Y si decido no hacerlo? En ese caso, tendrán que dejarme marchar, ¿no?

– Tarde o temprano, Keenan la encontrará, señorita Farrell. Si no testifica contra él, estará muy pronto en la calle y no creo que quiera dejar cabos sueltos.

– ¿Es eso lo que soy? ¿Un cabo suelto?

– No… no es eso lo que quería decir. Solo le estaba diciendo lo que Keenan pensaría. Escúcheme, voy a buscar a mi compañero para que usted deje que le hable. Es un buen policía. Él tampoco consentirá que le ocurra nada.

Conor agarró su cuadernillo y salió de la sala de observación para dirigirse a la del teniente. Quería que le asignaran otro caso inmediatamente. Incluso sería capaz de realizar trabajos de oficina si aquello le libraba de aquella mujer. Conor llamó rápidamente a la puerta y cerró los ojos mientras esperaba una respuesta.

– El teniente ha salido -comentó Rodríguez-. El comisionado va a celebrar una rueda de prensa para hablar de su programa «Policías y Niños. Habló con Danny hace unos minutos. Creo que tu testigo está en la sala.

Conor se dio la vuelta y volvió hacia su mesa, musitando entre dientes. Entonces, se encontró a Danny.

– Aquí estás -le dijo su compañero-. ¿Estás listo para marcharnos?

– El teniente va a tener que encontrar otra persona para este caso. Yo tengo demasiados casos abiertos como para ocuparme de este. Además, el distrito uno debería ocuparse de ese testigo. Es su caso.

– ¿Cómo? ¡No me puedes dejar solo ahora! Necesito que hables con esa mujer. Se llama Olivia Farrell. Los chicos de Red Keenan dispararon contra ella esta tarde y está bastante asustada. No quiere declarar. No sé qué decir para que…

– Déjala que se defienda ella sola en la calle. Si no quiere testificar, no tiene que hacerlo.

– ¿Qué estás diciendo? Tenemos una buena oportunidad de meter a Keenan entre rejas. Además de asesinar y traficar con drogas, ese tipo ha estado volviéndonos locos con sus trapicheos. Deberías querer que desapareciera de la calle.

– Claro que quiero -respondió Conor, resignado-, pero no voy a hablar con esa mujer. Tú eres el responsable, Wright. Eres el encargado de este caso. Tú la preparas y te la llevas a Cape Cod. Yo estaré en el coche de apoyo, vigilándote el trasero.

– Le he dado algo de ropa -dijo Danny-.

El teniente dijo que podríamos sacarla de aquí disfrazada, como si fuera una sospechosa que vamos a trasladar. Pasaremos por la comisaría del sur de Boston y, si ves que no nos sigue nadie, continuaremos hasta llegar a la casa.

– Me parece un buen plan -musitó Conor-. Os esperaré en el aparcamiento y os seguiré.

Conor se metió las manos en los bolsillos de su cazadora se dispuso a salir. De repente, necesitaba un poco de aire fresco. ¿Qué le había hecho aquella mujer? Con solo verla, le había quitado la fuerza y lo había convertido en un ser temeroso. Si no supiera que era imposible, habría tenido que creer que todas las advertencias de su padre eran verdad. Sin embargo, aquello solo era un trabajo y podría mantener una actitud profesional si tenía que hacerlo. Además, como con todas las mujeres que había habido en su vida, la fascinación desaparecería muy pronto.