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Consumido por sus propios pensamientos, no se percató de la mujer que salía de la sala de observación. Se chocó contra él mientras Conor extendía las manos para sujetarla. Con una suave maldición, Conor solo pudo admirar los ojos verdes más extraordinarios que había visto nunca.

Se había quitado sus ropas de diseño y se había puesto una camiseta descolorida, unos raídos pantalones y un viejo sombrero. Entre las manos, llevaba una vieja chaqueta de camuflaje. Si no la hubiera reconocido, la habría tomado por una de las vagabundas que estaban siempre por el puerto. Conor se hizo a un lado, y, al mismo tiempo, ella realizó el mismo movimiento. Dos veces trataron de pasar al lado del otro y dos veces más fracasaron. Los dos parecían estar participando en un extraño tango.

Finalmente, Conor la agarró por los brazos y la colocó contra la pared. Sin embargo, en el instante en que la tocó, la furia que sentía hacia ella se disolvió. Tenía una piel cálida y suave. Una corriente eléctrica le subió por los brazos. Como si se hubiera quemado, Conor apartó rápidamente las manos.

– Lo siento -musitó.

– No… no importa -dijo ella-. Ha sido culpa mía. No miraba por dónde iba.

El sonido de su voz lo sorprendió. El intercomunicador la había distorsionado, haciéndola que sonara como una arpía. Muy al contrario, al oír su voz tan cerca de él, esta sonaba profunda, capaz de aturdirle el cerebro como una droga, convirtiéndolo en un adicto a su sonido.

– No, ha sido culpa mía.

– ¿Me puede decir dónde está el detective Wright? -preguntó ella-. Me dio esta ropa para que me la pusiera, pero me temo que no me sienta muy bien.

– El detective Wright estará con usted enseguida, señorita -dijo Conor, empujándola de nuevo hacia la puerta-. Espere ahí dentro hasta que él regrese.

Con eso, se giró y siguió andando hacia la calle.

– ¿Ves? No es nada especial -murmuró-. Solo un testigo normal y corriente. Efectivamente, es una hermosa mujer, pero, tarde o temprano, todas se convierten en fieras.

Conor se repitió aquellas palabras una y otra vez mientras se dirigía al aparcamiento. Para cuando Danny ayudó a entrar a una Olivia Farrell esposada a un coche, Conor casi se había convencido de que aquellas palabras eran ciertas. Sin embargo, mientras seguía el coche de su compañero, los recuerdos de la suavidad de su piel o de la profundidad de su voz le inundaron el cerebro.

No era como las otras. No estaba seguro de cómo lo sabía, pero Olivia Farrell era diferente. ¡Lo único que sabía con toda seguridad era que no pensaba volver a acercarse a ella!

Capítulo 2

Olivia no podía pensar en nada peor que Cape Cod con un vendaval del nordeste en el mes de octubre. Se suponía que octubre era un mes cálido y soleado, pero el cielo presentaba un aspecto desolador y el viento soplaba incansablemente desde el Atlántico, colándose por cada hueco y hendidura de aquella casa y sacudiendo los cristales de las ventanas tan frecuentemente, que Olivia pensó que se volvería loca. Por toda la casa había chimeneas encendidas, pero no había nada que pudiera retirar la humedad del aire.

Ella se asomó por una rendija de las cortinas, contemplando las revueltas aguas de la bahía. Entonces, se frotó los brazos a través del grueso jersey de lana y reprimió un temblor. ¿Cómo había logrado meterse en aquel lío?

– Señorita Farrell, por favor, aléjese de las cortinas. No sabemos quién podría estar ahí fuera.

Olivia suspiró. Llevaba dos días en aquella casa protegida y ya estaba más que harta. No podía respirar sin que lo autorizara aquel policía de libro. El detective Danny Wright aparentaba quince años. Si no hubiera sabido que era policía de verdad, habría creído que la pistola que llevaba era de juguete.

– ¿Cuánto tiempo más tenemos que estar aquí? ¿Es que no podemos encontrar un lugar en el que no haga tanto frío?

– Estamos pensando en tenerla aquí hasta el juicio.

– ¡Pero si faltan doce días!

– Tenemos hombres en el aeropuerto, en la carretera e incluso en el muelle del ferry en Provincetown. El único modo en que los hombres de Red Keenan pueden esquivarlos es viniendo en barco y atracando en la playa. Con este tiempo, eso sería una locura. Además, la policía local conoce a las personas que viven en esta parte del cabo todo el año. Este es el lugar más seguro para usted.

– Entonces, ¿por qué no puedo ir al menos a dar un paseo? Lo ha dicho usted mismo. Estoy perfectamente segura aquí. Podríamos ir de compras o a dar un paseo. ¿Qué le parece si vamos a desayunar a la ciudad?

– Me temo que no será posible, señorita. Si necesita algo, podemos enviar un hombre a comprarlo. Libros, aperitivos… lo que sea. El fiscal del distrito quiere que esté cómoda.

– ¡Genial! -exclamó Olivia-. ¡Dígale que vaya por mi viejo modo de vida! Quiero mi cama, mi gato y mi secador. Mi tienda no podrá sobrevivir otras dos semanas de puertas cerradas. Voy a perder mis clientes. ¿Pagará el fiscal del distrito todas mis pérdidas financieras?

– Lo sentimos mucho, señorita, pero está haciendo un servicio a la sociedad ayudándonos a meter a Keenan entre rejas.

Olivia suspiró y se dejó caer sobre el sofá. Sabía que debía estar agradecida porque la protegieran, pero se sentía como un rehén, retenida contra su voluntad.

– Dado que vamos a pasar tanto tiempo juntos, es mejor que me llames Olivia. Estoy cansada de lo de «señorita.

– En realidad, señorita Farrell, es mejor que no olvidemos las distancias. El Departamento de Policía dice que nuestra relación debe ser estrictamente personal.

Ella agarró el libro que había estado leyendo.

– Voy a tumbarme un poco. Anoche no dormí demasiado -dijo. Cuando vio que el detective iba a darle más recomendaciones, levantó la mano-. Y no se preocupe. No me acercaré a la ventana.

Olivia cerró la puerta del dormitorio y se apoyó contra ella. Lo menos que podrían haber hecho era meterla en una casa con calefacción. Probablemente, hacía más calor fuera. Entonces, se puso su chaqueta. En realidad, no estaba cansada. Había hecho tan poco ejercicio desde que estaba allí, que había ganado peso. Si hubiera estado en su casa, habría ido a dar su habitual paseo por el río y, antes de volver a su casa, se habría tomado un café y habría comprado los periódicos de la mañana.

Empezó a dar vueltas por la habitación, como una leona enjaulada. Si cerraba los ojos, casi podría sentir el aire fresco de la mañana en el rostro. Sin embargo, sabía que seguía presa en aquella casa.

Entonces, se acercó a la ventana y apartó las cortinas. No había tanta distancia hasta el suelo. Podría salir y volver a entrar sin hacer ruido. Lo único que necesitaba era un poco de aire fresco, tiempo para sí misma…

Rápidamente, abrió la ventana. El aire y el sonido de las olas rompiéndose contra las piedras llenaron pronto la habitación. Esperó a ver si el oficial perfecto entraba rápidamente con la pistola en mano. Cuando vio que no lo hacía, salió por la ventana. El arenoso suelo estaba húmedo y consiguió así ahogar el golpe de su caída.

Cerró la ventana y se dirigió hacia la playa, evitando ponerse delante de los enormes ventanales de la casa. El viento era muy frío, pero la sensación de libertad le provocaba una sensación tan fuerte, que le habría gustado ponerse a cantar y a bailar de alegría.

Corrió hacia las dunas y se puso a corretear a lo largo de la playa, respirando profundamente el agua salada. Nadie había salido a pasear aquella mañana. Ni una sola huella estropeaba la superficie de arena ni había un alma a la vista.

– Bueno, detective Perfecto. Ya lo ve. Estoy perfectamente a salvo. No hay ni un pistolero a la vista.

No supo cuánto tiempo había estado corriendo, pero, cuando se sentó sobre un montón de arena, estaba sin aliento. Sabía que debía volver a la casa antes de que su perro guardián descubriera que se había marchado, pero solo necesitaba unos cuantos minutos más para…