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– Pero eso no le evita un disgusto, porque es consciente de que no estás aprovechando la oportunidad de aprender.

– Tío, el dub-sar Ili nos hace invocar a Nidaba, la diosa de los cereales, y asegura que es ella quien nos ha inspirado el conocimiento de los signos.

– Debes aprender lo que te enseña el dub-sar.

– Ya, pero ¿tú crees que quien nos inspira es Nidaba?

Abrán guardó silencio. No quería confundir la mente del pequeño, pero tampoco dejar de decir lo que pensaba, cómo había sentido, hasta llegar a convertirlo en certeza, que esos dioses a los que adoraban no estaban insuflados por ningún espíritu, eran simplemente barro. Él lo sabía bien porque su padre Téraj modelaba la arcilla y surtía a los templos y palacios de esos dioses salidos de sus manos.

Aún recordaba el dolor que le provocó a su padre el día en que éste le encontró en su taller rodeado de los añicos en que había convertido las figuras que aún estaban secándose antes de convertirse definitivamente en dioses.

No sabía por qué había actuado así, pero cuando entró en el taller de su padre sintió un impulso irrefrenable de destruir aquellas piezas de barro ante las cuales los hombres doblaban estúpidamente la cerviz, convencidos de que las desgracias y los dones llegaban por igual desde esas figuras nacidas de las manos de su padre.

Las tiró al suelo y las pisoteó; luego se sentó para esperar las consecuencias de su acción. No había nada en esas figuras; si fueran dioses habrían desencadenado su furia contra él, le habrían castigado. No sucedió nada, y sólo conoció la ira de su padre al ver el fruto de su trabajo hecho añicos.

Su padre le recriminó su comportamiento sacrílego, pero Abrán le respondió irónico que Téraj sabía mejor que nadie, puesto que las construía, que en esas figuras no había otra cosa que barro, y le invitó a que pensara.

Más tarde le pidió perdón por destruir el fruto de su trabajo, limpió los restos del barro destrozado e incluso se puso a amasar arcilla para ayudarle a construir otros dioses para vender.

– Shamas, debes de aprender lo que te enseña Ili, porque eso te ayudará a discernir, llegará el día en que tú solo separes el grano de la paja, pero hasta entonces no desprecies ningún conocimiento.

– El otro día les hablé de Él e Ili se enfadó. Me dijo que no debía ofender a Istar, a Isin, a Innama, a…

– ¿Y por qué les hablaste de Él?

– Porque no dejo de pensar en lo que me dices. Sabes, yo no creo que haya ningún espíritu dentro de la figura de Istar. A Él no le puedo ver, así que seguramente existe.

A Abrán le sorprendió el razonamiento del pequeño: creía en lo que no veía precisamente porque no lo veía. Pero también sabía de la admiración que el pequeño le profesaba porque, debido a la ancianidad de Téraj, era de hecho el jefe de la tribu y su palabra era ley.

– Aprende, Shamas, aprende. Ve a la escuela y déjame pensar.

– ¿Él te habla?

– Siento que sí.

– Pero ¿te habla con palabras, como hablamos tú y yo…?

– No, así no, pero le escucho con tanta claridad como si te escuchara a ti. Pero no se lo digas a nadie.

– Te guardaré el secreto.

– No es ningún secreto, pero en la vida hay que aprender a ser discreto. Anda, ve a la escuela y no hagas rabiar más a Ili.

El niño se levantó de la piedra donde estaba sentado y acarició el pescuezo de una cabra blanca que, indiferente a cuanto sucedía a su alrededor, triscaba la hierba con evidente placer.

Shamas se mordió el labio y, esbozando una sonrisa, le hizo una petición a Abraham.

– Me gustaría que me contaras cómo nos inventó Él y por qué lo hizo. Si lo hicieras, yo lo escribiría, utilizaría la caña de hueso que me regaló mi padre. Sólo la utilizo cuando el maestro me manda algo importante… Me serviría de práctica…

Abrán fijó la mirada en Shamas sin responder a la petición del niño. Tenía diez años. ¿Sería capaz de comprender la complejidad de ese Dios que se le revelaba? Tomó una decisión.

– Te contaré lo que me pides, lo escribirás en tus tablillas y las guardaras cuidadosamente. Sólo las enseñarás cuando yo te lo diga. Tu padre ha de saberlo, tu madre también, pero nadie más. Hablaré con ellos. Pero la condición es que no vuelvas a faltar a la escuela. No discutas con tu maestro, escucha y aprende.

El pequeño asintió satisfecho y salió corriendo. Ili se iba a enfadar con él por llegar tarde, pero no le importaba. Abraham le iba a contar secretos de su Dios, un Dios que no era de barro.

Ili torció el gesto cuando vio entrar a un sudoroso Shamas agitado aún por la carrera.

– Hablaré con tu padre -le amenazó el escriba.

El escriba continuó con la lección. Pretendía que los niños se familiarizaran con las tablas de cálculo y, sobre todo, que entendieran la magia de los números y las abreviaturas con que se dibujaban las decenas.

Shamas deslizaba la caña por la arcilla escribiendo cuanto Ili explicaba para después leérselo a su padre y asombrar a su madre.

– Padre, ¿podrías darme unas cuantas tablillas para mí? -preguntó Shamas.

Su padre levantó el rostro de la tablilla que tenía entre las manos, asombrado por la petición de su hijo. Estaba anotando las observaciones que hacía del cielo desde hacía años. De los ocho que tenía, Shamas era su hijo favorito, pero también el que más le preocupaba por su extremada inteligencia. Su primo Abrán también le había ponderado al pequeño.

– ¿Ili te ha mandado tarea para casa?

– No, no es eso. El tío Abrán me va a contar por qué Él hizo el mundo.

– ¡Ah!

– Me dijo que hablaría contigo…

– Aún no lo ha hecho.

– ¿Me lo permitirás, padre?

El hombre suspiró. Sabía que resultaría del todo inútil no permitir a Shamas que escuchara las historias de Abrán. Su hijo sentía devoción por su pariente. Además, Abrán era un hombre limpio de corazón, demasiado inteligente para creer que un trozo de barro era un dios. Él tampoco lo creía, aunque callaba. Tanto le daba mientras pudiera seguir estudiando el día y la noche, la corriente del agua, el espesor de la tierra… Abrán creía en un Dios principio y final de todas las cosas. Prefería que Shamas conociera a ese Dios a que modelaran su mente haciéndole creer que un trozo de arcilla estaba dotado de poder.

– ¿Se lo has dicho a Ili?

– No. ¿Por qué he de hacerlo? ¿Podré, padre?

– Sí. Escribe cuanto te cuente Abraham.

– Guardaré las tablillas conmigo.

– ¿No quieres llevarlas a la casa de las tablillas?

– No, padre, Ili no comprendería lo que me cuenta Abrán.

– ¿Estás seguro? -le preguntó burlón su padre-. Ili es inteligente, aunque tiene poca paciencia para enseñar. No lo olvides, Shamas, y respétale.

– Le respeto, padre. Pero Abraham me ha dicho que es él quien decide a quién y cómo habla de Dios.

– Haz lo que te ha dicho Abraham.

– Gracias, padre. Pediré a madre que me cuide las tablillas y que no permita que nadie las toque.

Dando brincos, el niño salió de la casa en busca de su madre. Después buscaría arcilla en el pequeño depósito donde su padre hacía sus propias tablillas. Estaba ansioso por empezar. Al día siguiente se reuniría con Abraham. Éste salía con las cabras antes de que despertara el alba, porque, le había explicado, era la mejor hora para pensar.

A Shamas le costaba madrugar, pero no le importaba hacerlo si era para escuchar a Abrán.

El niño estaba impaciente por comenzar, seguro de que su tío estaba a punto de desvelarle grandes secretos. Algunas noches no lograba conciliar el sueño preguntándose de dónde había salido el primer hombre y la primera mujer, la primera gallina, el primer toro, quién había desvelado el secreto del pan, y cómo habían descubierto los escribas la magia de los números. Se desesperaba intentando buscar respuestas hasta que se dormía exhausto, pero desasosegado por no ser capaz de encontrarlas.

Los hombres aguardaban expectantes sentados a la puerta de la casa de Téraj. El anciano les había convocado. En realidad era Abraham quien quería dirigirse a los padres de familia, pero el jefe de la tribu era su padre Téraj y le había pedido a este que llamara a los hombres.

– Debemos dejar Ur -les dijo Téraj-, mi hijo Abraham os explicará por qué. Ven, Najor, siéntate a mi lado mientras tu hermano habla.

Los murmullos se fueron apagando mientras Abrán, en pie, les miraba uno a uno. Luego, con una voz no exenta de emoción, les anunció que Téraj les conduciría hasta Canaán, una tierra bendecida por Dios donde se asentarían y nacerían sus hijos y los hijos de sus hijos. Les invitó a prepararse para partir en cuanto estuvieran dispuestos.

Téraj respondió a las inquietudes de los hombres y su hijo Najor se mostró animoso ante todos ellos. Abandonar la tierra de Ur no iba a resultarles fácil. Allí habían nacido sus padres y los padres de sus padres. Allí pastaban sus rebaños y tenían sus quehaceres. Canaán se les antojaba muy lejos; pese a ello, en todos prendió con fuerza la esperanza de una vida mejor en una tierra preñada de frutos, con pastos abundantes y ríos caudalosos en los que apagar la sed.