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Sin embargo, había algo de lo que sí se sentía orgulloso, pensaba mientras la locomotora de vapor avanzaba por los valles del sur del País de Gales: dos semanas más tarde, el rey en persona iba a pasar unos días en la casa de campo de Fitz. El rey Jorge V y el padre de Fitz habían sido compañeros en la Armada en su juventud. Recientemente, el rey había expresado su deseo de conocer qué era lo que pensaban sus súbditos más jóvenes, y Fitz había organizado una discreta velada en casa para que Su Majestad conociera a algunos de los más brillantes de su generación. En aquellos momentos, Fitz y su esposa, Bea, iban de camino a la mansión para terminar de disponerlo todo para la visita del monarca.

Fitz sentía un gran apego por las tradiciones. No había nada en la historia de la humanidad capaz de rivalizar con la estabilidad que proporcionaba el orden establecido, basado en los cuatro estamentos de la sociedad: monarquía, aristocracia, comerciantes y campesinado. Sin embargo, al mirar por la ventanilla del tren, como en esos precisos momentos, veía que la sombra de una seria amenaza pendía sobre las costumbres tradicionales de la sociedad británica, una amenaza mayor que cualquiera de las que se hubiesen cernido sobre ella en los cuatrocientos años anteriores. Cubriendo por completo las laderas de los montes, otrora tan verdes, extendiéndose como una plaga de manchas grisáceas en las hojas de los rododendros, surgían las casas de los mineros del carbón. En aquellas mugrientas casuchas se hablaba de republicanismo, de ateísmo y de revolución. Solo había pasado un siglo más o menos desde que habían llevado a la nobleza francesa en carretas hasta la guillotina, y lo mismo ocurriría allí si algunos de aquellos mineros musculosos con la cara tiznada lograban salirse con la suya.

Fitz estaría encantado de renunciar a las ganancias que obtenía del carbón, se dijo, con tal de que Gran Bretaña volviese a la sencillez de otros tiempos. La familia real era un poderoso bastión contra la insurrección. Sin embargo, además de hacerle sentirse orgulloso, la visita del monarca también le provocaba cierta inquietud, pues había muchas cosas que podían salir mal. Con la realeza, cualquier descuido podía ser una señal de negligencia y, por tanto, una falta de respeto. Hasta el último detalle del fin de semana sería comentado posteriormente, por los sirvientes de los visitantes a otros sirvientes y, de estos, a los señores de dichos sirvientes, por lo que todas las damas de la alta sociedad londinense acabarían sabiendo si, durante su estancia en Ty Gwyn, al rey le habían dado una almohada demasiado dura, una patata podrida o la botella de champán equivocada.

El Rolls-Royce Silver Ghost de Fitz estaba esperándolos en la estación de ferrocarril de Aberowen. Se sentó junto a Bea y el chófer los condujo a lo largo de un kilómetro y medio hasta Ty Gwyn, su casa de campo. Estaba cayendo una llovizna fina pero pertinaz, como era habitual en Gales.

«Ty Gwyn» significaba «Casa Blanca» en galés, pero el nombre había acabado resultando un tanto irónico porque, como todo lo demás en aquel rincón del mundo, el edificio estaba cubierto por una capa de polvo de carbón, y los bloques de piedra que en otros tiempos habían sido de un blanco inmaculado ofrecían en esos momentos un color gris oscuro que emborronaba las faldas de las señoras que, en un descuido, rozaban las paredes.

Pese a todo, era un edificio magnífico que llenaba a Fitz de orgullo a medida que el vehículo avanzaba por el camino de entrada a la casa. La mansión privada más grande de todo el País de Gales, Ty Gwyn contaba con doscientas habitaciones. Una vez, de pequeño, él y su hermana, Maud, contaron las ventanas hasta sumar un total de 523. Había sido construida por su abuelo, y en el diseño de las tres plantas se apreciaba una agradable armonía. Los ventanales de la planta noble eran altos y dejaban entrar una gran cantidad de luz en los majestuosos salones. En la planta superior había multitud de habitaciones de invitados, mientras que en la buhardilla se hallaban los innumerables dormitorios del servicio que, aun siendo minúsculos, eran evidentes por las largas hileras de lucernarios que poblaban los tejados en pendiente.

Las veinte hectáreas de jardines eran la debilidad de Fitz; él mismo se encargaba de supervisar la labor de los jardineros, tomando decisiones sobre la selección de variedades que debían plantarse, sobre la poda y el emplazamiento de cada una de ellas.

– Una casa digna de la visita de un monarca – comentó cuando el vehículo se detuvo en el majestuoso pórtico.

Bea no dijo nada; los viajes la ponían de mal humor.

Al bajarse del coche, Gelert, su perro de montaña de los Pirineos, acudió a su encuentro, un animal del tamaño de un oso que le lamió la mano y luego empezó a correr alegremente alrededor del patio para celebrar la llegada de su amo.

Una vez en el vestidor, Fitz se despojó de su ropa de viaje y se puso un traje de tweed marrón claro. A continuación, atravesó la puerta que comunicaba con los aposentos de Bea.

La sirvienta rusa, Nina, estaba quitando los alfileres del elaborado sombrero que su señora se había puesto para el viaje. Fitz vio el rostro de Bea reflejado en el espejo del tocador y se le aceleró el corazón. Retrocedió cuatro años en el tiempo, hasta el salón de baile de San Petersburgo donde había visto por primera vez aquel rostro de belleza deslumbrante, rodeado por una cascada de tirabuzones rubios imposibles de domeñar. En aquel lejano día, al igual que en esos momentos, su cara mostraba un mohín enfurruñado que a él le resultaba extrañamente atractivo. No le costó más que un instante decidir que era ella, de entre todas las mujeres, a la que quería convertir en su esposa.

Nina era una mujer de mediana edad y, en esos instantes, le temblaba el pulso. Bea ponía nerviosas a sus doncellas a menudo. Mientras Fitz la miraba, uno de los alfileres se clavó en el cuero cabelludo de su mujer, quien soltó un chillido. Nina palideció.

– ¡Lo siento muchísimo, su alteza! – se disculpó en ruso.

Bea cogió un alfiler de la superficie del tocador.

– ¡A ver si te gusta! – exclamó y pinchó a la sirvienta en el brazo.

Nina rompió a llorar y salió corriendo de la habitación.

– Deja que te ayude – le dijo Fitz a su esposa en tono apaciguador. Sin embargo, ella no pensaba calmarse.

– Lo haré yo sola.

Fitz se aproximó a la ventana. Abajo, había un ejército de jardineros podando los setos, cortando el césped y rastrillando la gravilla. Había varios arbustos en flor: viburnos de invierno, jazmines amarillos, hamamelis y fragante madreselva. Al otro lado del jardín se divisaba la suave ondulación verde de la ladera de la montaña.

Tenía que ser paciente con Bea y no olvidar que era extranjera, que estaba aislada en un país extraño, lejos de su familia y de todo aquello que le proporcionaba seguridad. Había sido fácil en los primeros meses de su matrimonio, cuando él aún estaba embriagado por su belleza física, por su olor y por el tacto de su piel suave. Ahora le costaba cierto esfuerzo.

– ¿Por qué no descansas? – sugirió -. Yo iré a hablar con Peel y la señora Jevons y veré cómo marchan los preparativos. – Peel era el mayordomo y la señora Jevons el ama de llaves. En teoría, era Bea la encargada de organizar al personal, pero Fitz estaba lo suficientemente nervioso con la visita del rey como para no desperdiciar la ocasión de participar más activamente en los planes -. Ya te informaré más tarde, cuando estés descansada. – Extrajo su cigarrera.

– No fumes aquí dentro – lo reconvino ella.

Él lo interpretó como un consentimiento y se dirigió a la puerta. Deteniéndose de camino, dijo:

– Escucha, ¿no irás a comportarte así delante del rey y la reina, verdad? Me refiero a lo de maltratar al servicio.

– Yo no la he maltratado, le he clavado una aguja para que aprenda.