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Las expectativas ciertamente no defraudaron. En La casa de citas (1965) la acción irrumpe simultáneamente en todas direcciones y en diferentes planos de la realidad (finamente entrelazados), y permanece animada de esa fuerza centrífuga hasta el desenlace, arrastrando consigo al lector en una especie de fascinación por el vértigo. Se trata de un juego magistral y brillante, tras del cual se advierte un cambio radical de enfoque en la representación: mundo y conciencia, antes enemigos irreconciliables, se entre cruzan en numerosas perspectivas dando origen a una realidad indisolublemente objetiva-subjetiva. Superación cualitativa de la encerrona a que condujo En el laberinto. La libertad ha ganado finalmente la apuesta: esa conciencia que en las novelas anteriores se despojó tan estricta y ascéticamente del lastre reaccionario de la literatura, y que poco a poco también se libró del mundo hasta llegar a creado íntegramente, ahora está en condiciones de participar activamente en él no ya mediante el enfrentamiento y la tensión sino formando un todo inseparable. De este modo, el lenguaje engulle al mundo y lo convierte en una estructura abierta que da lugar a una reflexión sobre el hombre contemporáneo, tan divertida como rigurosa. Aquí encontramos una dialéctica fluida, un perfecto equilibrio mundo-conciencia basado en una relación de armonía. Y el ser humano, hoy en día parte de un mundo estratificado en diversos planos simultáneos, es objeto y sujeto de numerosas lecturas: la realidad ya no es reconocible en una única e indivisible categoría, sino en intrincados laberintos (esterilizados de culpa) y códigos en continuo proceso de mutación.

La casa de citas asume plenamente esa suerte de caos (cultura de masas, audiovisual, cinética, kitsch; estereotipos del erotismo, la violencia, las pasiones, las drogas…) y lo moldea con un aliento expresivo que, como siempre en Robbe-Grillet, tiende a interrogar su sentido último. De ahí un arte verdaderamente combinatorio (ajeno por completo al caduco experimentalismo meramente formal) que en sucesivos pases de prestidigitador privilegia este o aquel plano (no ya como Asmodeo, pues aquí están en juego categorías de la representación), conforme el foco lo ilumina, obligando a una readaptación de los elementos momentáneamente oscurecidos: la clave de un personaje puede radicar de pronto en una viñeta de cómic, o un escenario convertirse en platea y viceversa, etc. Por tanto, la voz narradora no es unívoca y danza al compás de ese mundo al que ahora pertenece de pleno derecho: por ejemplo, los personajes, inmersos en esa vorágine, pueden llegar a perder o confundir algunas letras de su nombre, hecho que quizá resulte fundamental para la acción (o no), pero, en todo caso, la voz narradora (la conciencia) ya no tiene capacidad para enmendar, no posee más fuerza decisoria que ese nombre de pronto modificado: ambos son objeto y sujeto según la situación, en pie de igualdad. Así pues, La casa de citas consigue un perfecto equilibrio a efectos de registrar el mundo actual con plena libertad y sin tergiversarlo.

El rigor de esta novela no perjudica su humorismo. Sirva este ejemplo: en la advertencia inicial el autor se introduce súbitamente en su propia ficción, asegurando que «ha pasado la mayor parte de su vida» en Hong Kong, cuando de hecho no es así (los conocedores de su obra advertirán aquí un guiño de dirección opuesta al de su película El hombre que miente, cuando Trintignant, protagonista del film, irrumpe en un tren en el que viajan Robbe-Grillet -colado circunstancialmente en la trama, a lo Hitchcock- y sus acompañantes, uno de los cuales pregunta quién es -naturalmente, pregunta por el personaje que encarna Trintignant-. Robbe-Grillet contesta: «Es Jean-Louis Trintignant.»). En suma, esta novela reinventa el lugar común y plasma una endiablada casa de los espejos. Como Warhol, la sobrevaloración del lugar común permite a Robbe-Grillet sacarle un nuevo partido y restituirle su capacidad poética.

Por último, apuntar que La casa de citas descubre nítidamente los vínculos de Robbe-Grillet con el surrealismo (es archiconocida su admiración por Magritte). Tres puntos. Uno: en el Primer Manifiesto Breton señala: «Lo que hay de admirable en lo fantástico es que cesa lo fantástico: sólo hay lo real.»Dos: una de las máximas aspiraciones surrealistas fue conseguir una relación armoniosa entre objeto y sujeto. Tres: el surrealismo reivindicó la imaginación creadora como elemento clave para la liberación total del hombre. Pues bien, todo ello, a su manera, está presente en La casa de citas: los poderes del sueño, el deseo y la imaginación, aunados a un perfecto ensamble objeto-sujeto, plantean aquí una saludable duda sobre lo real, y nos animan en la comprensión de nosotros mismos, por lo demás, reactivando enérgicamente aquellos vases communicants tan queridos por Breton.

A La casa de citas (título que alude sin duda al mundo contemporáneo: casa de citas donde las más diversas dimensiones de la realidad confluyen atropelladamente) siguieron una serie de novelas igualmente logradas (Proyecto para una revolución en Nueva York, Topología de una ciudad fantasma, Recuerdos del triángulo de oro, Djinn) , así como una importante filmografía, pero ello excede los límites de estas notas. Sólo nos resta agregar que el conjunto de la obra de Alain Robbe-Grillet constituye un aporte fundamental, en el terreno del arte, a la elucidación del hombre y sus relaciones con el mundo.

Hemos obviado (mal que nos pese) toda interpretación de sentido en tanto consideramos que tal cosa interferiría con el lector de esta novela, determinándolo en algún sentido. A fin de cuentas, lo realmente apasionante sigue siendo leer a Robbe-Grillet y no lo que se ha escrito sobre Robbe-Grillet.