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En el resto del salón siguen desarrollándose las intrigas locales, como si no pasara nada. A la derecha y en primer plano, por ejemplo, dos mujeres, bastante cerca una de otra y visiblemente unidas por algún asunto momentáneo, aunque no parecen estar conversando, no han visto aún nada y prosiguen la escena iniciada sin preocuparse de lo que ocurre a diez metros de ellas. La mayor, sentada en un sofá de terciopelo rojo -o mejor dicho, de terciopelo amarillo-, observa sonriendo a la más joven, de pie ante ella, pero vuelta de perfil en otra dirección: hacia el hombre de estatura alta que escuchaba hace un momento distraídamente al bebedor de champán, junto al buffet, y que, ahora solo, permanece apartado de la gente frente a una ventana de cortinas corridas. La joven, al cabo de unos segundos, vuelve a mirar hacia la señora sentada; su semblante, de frente, aparece grave, exaltado, bruscamente decidido; da un paso hacia el sofá rojo y, con mucha calma, subiéndose un poco el borde inferior del vestido con un movimiento flexible y grácil del brazo izquierdo, hace una genuflexión ante Lady Ava, que, con mucha naturalidad, sin impresionarse, sin dejar de sonreír, tiende una mano soberana, o condescendiente, hacia la joven arrodillada; y ésta, cogiendo con dulzura la punta de los dedos de uñas esmaltadas, se inclina para poner en ellos sus labios. Con la nuca inclinada, entre los rizos rubios…

Pero la joven se incorpora enseguida con movimiento vivo y, de pie, desviando la mirada, se dirige resuelta hacia Johnson. Después, de golpe, se precipitan las cosas: las cuatro frases convenidas que intercambian, el hombre que se inclina en un saludo ceremonioso ante su interlocutora, cuyos ojos siguen modestamente bajos, la criada eurasiática que entra en la sala apartando la cortina de terciopelo, se detiene a pocos pasos de ellos y se queda mirándolos en silencio, sin que los rasgos de su rostro, tan inmóviles como los de un maniquí de cera, denoten ningún tipo de sentimiento, la copa de cristal que cae al suelo de mármol y se rompe en fragmentos menudos, centelleantes, la joven de cabello rubio que se queda contemplándolos con mirada vacía, la criada eurasiática que avanza como una sonámbula por entre los residuos, precedida por el perro negro que tira de la correa, los finos zapatos dorados que se alejan a lo largo de la línea de tiendas de comercio sospechoso, la escoba de paja de arroz, que, rematando su trayectoria curva, barre la portada ilustrada de la revista hasta la cuneta, cuya agua cenagosa arrastra la imagen de colores haciéndola girar al sol.

La calle, a estas horas del día, está casi desierta. Hace un calor húmedo y bochornoso, aún más agobiante que de ordinario en esta época del año. Los postigos de madera de las tiendecillas están todos cerrados. El gran perrazo negro se para espontáneamente delante de la entrada habituaclass="underline" una escalera angosta y oscura, muy empinada, que arranca exactamente a ras de la fachada, sin ningún tipo de puerta ni pasillo, y que sube directamente hacia unas profundidades en las que la vista se pierde. La escena que se desarrolla entonces carece de precisión… La joven mira rápidamente a derecha e izquierda, como para cerciorarse de que no la vigila nadie, después sube la escalera, todo lo aprisa que le permite el largo traje ceñido; y, casi en el acto, vuelve a bajar llevando junto al pecho un sobre muy grueso y deformado, de papel pardo, que parece atiborrado de arena. Pero ¿qué ha pasado entretanto con el perro? Si, como todo lo indica, no ha subido con la chica, ¿habrá esperado tranquilamente al pie de la escalera, sin necesidad de la correa? ¿O lo habrá atado ella a alguna anilla, alcayata, pomo de pasamano (pero la escalera no tiene pasamano), aldaba (pero no hay puerta), clavo de alas de mosca, de gancho, viejo clavo toscamente curvado hacia arriba, retorcido y oxidado, hundido en la pared en ese lugar? Pero ese clavo no es muy sólido; y la presencia insólita de semejante animal, que distingue la casa sin ambigüedad, expondría inútilmente ésta a la curiosidad de posibles observadores. O acaso el intermediario se hallaba en la oscuridad, casi al comienzo de las escaleras, y la criada eurasiática no ha tenido que subir más que dos peldaños, sin soltar la correa, y alargar la mano hacia el sobre -o el paquete- que le tendía el personaje invisible, para volverse sin perder más tiempo. O más bien, había en efecto un personaje al comienzo de la escalera y estaba realmente allí esperando, pero se ha limitado a acercar la mano para coger el extremo de la correa que le ha dado la criada, mientras ella subía corriendo la exigua escalera para llegar hasta el intermediario, que había permanecido en su cuarto, despacho, oficina o laboratorio.

Lo malo es que se presenta de nuevo, con toda su fuerza, la objeción del perro demasiado vistoso. Y, de todos modos, falla el final del episodio, puesto que no se trataba de recoger un sobre sino a una muchacha muy joven, que, a juzgar por su cara, debe de ser más bien japonesa que china. Los tres están ahora en la acera de losas brillantes, cerca de la entrada cada vez más oscura: la criada de traje ceñido con abertura lateral, la japonesita con larga falda negra plisada y blusa blanca de colegiala, como se ven a miles por las calles de Tokyo o de Osaka, y el perrazo que se acerca a la recién llegada para olfateada insistentemente levantando el hocico. En todo caso, este fragmento de escena no admite duda: la boca del perro que olfatea a la adolescente presa de miedo, arrinconada en la pared, contra la cual ha de sufrir los roces del hocico inquietante desde los muslos hasta el vientre, y la criada que mira a la chica con ojos fríos, dejando la trenza de cuero lo bastante floja para permitir al animal movimientos libres de la cabeza y el cuello, etc.

Creo haber dicho que Lady Ava ofrecía representaciones a sus invitados en el escenario del teatrito particular de la Villa Azul. Sin duda se trata aquí de ese escenario. Los espectadores están a oscuras. Sólo brillan las luces de las candilejas cuando el pesado telón se abre por el centro para descubrir con lentitud un nuevo decorado: la alta pared y la escalera, estrecha y empinada, que desemboca en ella, bajando directamente de no se sabe dónde, ya que la mirada se pierde en la sombra al cabo de unos diez peldaños. La pared, de gruesos sillares rugosos, da una impresión de sótano, o incluso de mazmorra subterránea, debido a las dimensiones exiguas que sugieren las paredes laterales, a derecha e izquierda. El suelo, toscamente enlosado, brilla a trechos por el desgaste o la humedad. La única abertura es la de la escalera, estrecha y abovedada, que corta la pared aproximadamente a un tercio de su longitud, a partir del ángulo de la derecha. Aquí y allá, irregularmente repartidas por los tres lados visibles de la mazmorra, varias argollas están fijadas a las piedras, a distintos niveles. De algunas de ellas cuelgan gruesas cadenas oxidadas, una de las cuales, más larga, baja hasta el suelo, donde forma una especie de S bastante alargada. Una de las argollas, situada justo a la derecha de la escalera, ha servido para atar el extremo libre de la correa del perro, que se ha echado delante del último peldaño, con la cabeza erguida, como si guardara la entrada de aquel lugar. Los focos concentran insensiblemente sus luces en el animal. Cuando no se le ve más que a él, y el resto del escenario ha quedado sumido en la oscuridad, se enciende una luz, bastante viva pero lejana, en lo alto de la escalera, y se descubre entonces que ésta termina en una reja de hierro, cuyo dibujo sin adornos se recorta ahora sobre el fondo claro en líneas negras verticales.

El perro se ha puesto inmediatamente en pie gruñendo. Aparecen en este momento dos mujeres jóvenes detrás de la reja, que una de ellas -la más alta- abre para poder pasar ambas y empuja a su compañera hacia adelante; la puerta se cierra luego con ruidos metálicos de goznes chirriantes, portazo y candado. Pronto no se distingue a nadie, las dos muchachas han sido absorbidas por la oscuridad, una tras otra, a partir de las piernas, en cuanto han empezado a bajar la escalera: no vuelven a aparecer hasta el final de ésta, con la claridad de los focos: son, naturalmente, la criada eurasiática y la adolescente japonesa. La primera desata sin esperar el extremo de la trenza de cuero -que no soltará de la mano durante todo el cuadro-, mientras la recién llegada, asustada por los gruñidos amenazadores del animal, se refugia en la pared del fondo, en la parte situada a la izquierda de la escalera, pegándose de espaldas a la piedra. El perro, que ha sido especialmente adiestrado para ello, debe desnudar por completo a la prisionera que le señala la criada con el brazo libre, extendido hacia la falda plisada; hasta el último triángulo de seda, rasga con sus colmillos las distintas prendas y las arranca a jirones, poco a poco, sin herir la carne. Los accidentes, cuando los hay, siempre son superficiales y de poca gravedad; no disminuyen el interés del número, sino todo lo contrario.