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– ¿Qué propone usted?

McLoughlin, que hacía tres noches que no había dormido nada, se restregó los ojos cansados.

– Vigilancia constante de Streech Grange. Diría que fueran turnos de un mínimo de dos personas. Otro registro a fondo de los jardines, pero concentrándonos cerca de la caseta del guarda. Y, finalmente, acabemos ya con Maybury y pongamos nuestro empeño en seguir la pista de Thompson.

– ¿Con la señora Goode como principal sospechosa?

McLoughlin meditó durante uno o dos minutos.

– No podemos ignorarla, naturalmente, pero no parece seguro.

Walsh se tocó su dolorida nariz con delicadeza.

– A mí me parece muy seguro, muchacho.

La señora Thompson los recibió con una mirada de martirio resignado y los hizo pasar a la habitación prístina carente de personalidad. McLoughlin tuvo la sensación de retroceder en el tiempo, como si los días que habían transcurrido no hubiesen pasado y estuviesen a punto de explorar la misma conversación, de la misma manera y con los mismos resultados. Walsh sacó los zapatos, que ya no estaban en la bolsa de politeno, pero que todavía tenían una fina capa de polvo allí donde se había intentado sacar huellas y se había fracasado. Los puso sobre una mesita de centro para que la mujer los viese.

– Dijo que no eran los zapatos de su marido, señora Thompson -la acusó ligeramente.

Sus manos revolotearon hacia la cruz de su pecho.

– ¿Lo dije? Pero por supuesto que son de Daniel.

Walsh suspiró.

– ¿Por qué nos dijo que no lo eran?

Tremendas lágrimas inundaron sus ojos y resbalaron como la llovizna por sus mejillas.

– El diablo me susurra al oído. -Manoseó con los dedos los botones de su blusa.

– Dame fuerza -murmuró Walsh.

McLoughlin se levantó bruscamente y se dirigió hacia una esquina donde estaba el teléfono.

– Tranquilícese, señora Thompson -ordenó con aspereza-. Si no lo hace, llamaré a una ambulancia y la llevarán al hospital.

Se arrellanó en su silla como si la hubiera abofeteado. Walsh frunció el ceño airadamente mirando al sargento.

– ¿Son éstos los zapatos que el señor Thompson llevaba puestos cuando desapareció? -le preguntó a la mujer amablemente.

La señora Thompson los examinó de cerca.

– No -dijo.

– ¿Está segura? El otro día nos dijo que sólo tenía un par de zapatos marrones y que los llevaba el día en que se fue.

Sus pestañas aletearon incontrolablemente.

– ¿Dije eso? -se quedó boquiabierta-. Qué extraño. Creo que no me encontraba muy bien la última vez que vinieron. A Daniel le encantaban los zapatos marrones. Pueden echar un vistazo en su armario si quieren. Tenía muchísimos pares -agitó la mano hacia la mesita-. No; éstos son los que Daniel le dio al vagabundo.

Walsh cerró los ojos. Su poco fundada sospecha contra Diana se estaba desintegrando.

– ¿Qué vagabundo? -inquirió.

– No le preguntamos cómo se llamaba -explicó-. Vino a pedir. Los zapatos estaban al pie de las escaleras y Daniel dijo que se los podía quedar.

– ¿Cuándo fue eso?

Sacó un pañuelo de encaje y se lo llevó a los ojos.

– El día antes de que se marchase. Lo recuerdo claramente. Daniel era un santo, sabe. A pesar de todos sus problemas, tenía tiempo para un pobre mendigo.

Walsh cogió unos papeles de su cartera y los hojeó rápidamente.

– Informó de la desaparición de su marido la noche del 25 de mayo -dijo-. Por lo tanto, ese vagabundo vino el día anterior, 24.

– Tuvo que ser así -dijo a través de sus lágrimas.

– ¿Qué hora era?

Parecía desamparada.

– Oh, no podría recordar eso. Era de día.

– ¿Por qué estaba su marido en casa si era de día, señora Thompson? -preguntó McLoughlin, mirando su agenda-. El 24 era un miércoles. ¿No debería haber estado en el trabajo?

La mujer puso mala cara.

– Su maldito negocio -dijo con rabia-. Todas sus preocupaciones venían de ahí. No era culpa suya, sabe. La gente esperaba demasiado de él. Se paró antes de rematarlo -admitió de manera poco convincente.

– ¿Puede hacerme una descripción de ese vagabundo? -preguntó Walsh.

– Oh, sí -dijo-. Él podrá ayudarles, estoy segura. Llevaba unos pantalones de color rosa y un sombrero viejo de color marrón -se detuvo a pensar-. Tenía unos sesenta años, creo, no tenía demasiado cabello y olía muy mal. Estaba muy borracho -hizo una pausa y una idea se le ocurrió de repente-. Pero ya lo deben haber encontrado -dijo-, si no, ¿cómo tendrían los zapatos?

Walsh los cogió y les dio la vuelta.

– Dijo que su marido no mantenía ninguna relación con las mujeres de Streech Grange; sin embargo, una de ellas, la señora Goode, invirtió dinero en su negocio.

Una sombra cruzó su rostro.

– No lo sabía.

– La señora Goode afirma haberla conocido -prosiguió Walsh.

Hubo un largo silencio.

– Probablemente. Sí, recuerdo haber hablado con alguien que se llamaba así en la calle, hace tres o cuatro meses. Daniel me dijo que era una cliente.

Un destello agudizó su mirada.

– Una mujer rubia descarada, vestida con exageración, con una mirada que decía: «Ven aquí».

– Sí -dijo Walsh, a quien la descripción le pareció estúpida pero divertida.

– Me telefoneó -dijo la señora Thompson, apretando los labios en señal de desaprobación-, quería saber dónde estaba Daniel. Le dije que se preocupara de sus asuntos -maniató al inspector con una feroz mirada de basilisco-. ¿Tuvo algo que ver con la desaparición de Daniel?

– Hemos estado examinando los libros de su marido -dijo locuazmente Walsh-. Nos dimos cuenta de las discrepancias que había. Nos desconcertó.

– No sabía que era una de ellas -se llevó el pañuelo a los ojos secos-. ¿Ahora me dicen que invirtió dinero en su empresa? -Las compuertas se abrieron y esta vez sus lágrimas eran de desolación real-. ¿Cómo pudo hacerlo? -sollozó-. ¿Cómo pudo? Son unas mujeres tan terribles…

Walsh miró a McLoughlin y se levantó.

– Ya nos vamos, señora Thompson. Gracias por su ayuda.

La mujer intentó sin éxito contener el torrente de lágrimas.

– ¿No ha pensado en irse por algún tiempo? -le preguntó McLoughlin.

La señora Thompson dio un suspiro largo y tembloroso.

– El vicario ha planeado unas vacaciones -dijo-. Me voy a un hotel a orillas del mar a finales de esta semana, sólo para descansar unos días. Aunque no me hará ningún bien, no sin Daniel.

McLoughlin parecía meditabundo al cerrar la puerta tras él.

El inspector jefe Walsh hizo rechinar los dientes con furia al pisar el embrague de su novísimo Rover y calarlo en seco.

– ¿Por qué parece tan alegre? Acabamos de perder nuestra única pista prometedora.

McLoughlin esperó hasta que el coche se empezó a mover.

– ¿Quién se ocupaba del caso al principio?

– Si se refiere a la desaparición de Thompson, Staley.

– ¿Investigó a fondo? ¿Comprobó las declaraciones de la señora Thompson?

– Lo comprobó todo. He examinado el expediente.

– ¿Ya sabe lo de nuestro cadáver?

– Sí.

– ¿Y no le ha hecho sospechar?

– No. La coartada de la señora Thompson es demasiado buena. Llevó a su marido a la estación de Winchester donde éste cogió un tren que iba a Londres. Varias personas recordaron haberlo visto durante el viaje y uno se acordó de haberlo visto en el andén de la estación de Waterloo. Después de dejarlo en Winchester, la señora Thompson fue directamente a la iglesia de East Deller donde participó en un ayuno de un día con otros miembros de la congregación. El santo Daniel debía encontrarse allí con ella a las seis al volver de Londres; a propósito, se suponía que tenía que ir a Londres para conseguir un préstamo para mantener el negocio a flote. Nunca regresó. A las diez, la esposa del vicario llevó a la señora Thompson a casa, a Larkfield, y esperó con ella mientras telefoneaba a la oficina, a amigos y conocidos. Casi a medianoche, la mujer del vicario telefoneó a la policía y se quedó con ella, que para entonces ya estaba bastante histérica, aquella noche así como la mayor parte del día siguiente. A Daniel no se le ha vuelto a ver desde que se bajó del tren en Londres.