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– Pero su coartada sólo es buena para el día 25 y el 26. ¿Y suponiendo que regresara más tarde?

Walsh maniobró y se incorporó al tráfico de una rotonda.

– Pero ¿por qué regresaría, si había llegado al extremo de largarse en primer lugar? Staley cree que planeó matar dos pájaros de un tiro: quitarse de encima a su horrible mujer y eludir la quiebra. Fue al meadero de la estación de Waterloo, le dio la vuelta a su gabardina, se puso un bigote falso y se fue, llevándose cierta cantidad de dinero del negocio que había conseguido ocultar con intención de utilizarlo en el futuro. Por si sirve de algo, el ayudante de Thompson en la empresa de radiadores dijo que no le sorprendió lo más mínimo que se largara, sólo se preguntaba por qué había tardado tanto. Según él, Thompson no tenía cojones y aún menos valor, y desde el momento en que las cosas empezaron a ponerse difíciles, parecía que estaba a punto de echar a correr.

McLoughlin se escarbaba en una uña.

– Y usted debió creer que tenía una buena razón para volver, señor. De lo contrario, ¿cómo podría haberlo matado la señora Goode?

– Sí, bien, la señora Goode es mucho más atractiva, maldita sea, que la estúpida zorra que acabamos de ver. Me pareció posible que representase su desaparición para añadir una atractiva rubia a su parte del botín.

– ¿Pero cuando apareció en el umbral de su puerta, la señora Goode, que tenía 10.000 libras menos, descubrió que no le gustaba tanto como ella creía y le clavó un cuchillo?

– Algo así.

McLoughlin se rió a carcajadas.

– Lo siento, señor -se concentró por un momento-. Los Thompson no tienen hijos, ¿verdad?

– No.

– Bien, supongamos que una mujer ha estado casada con un hombre durante treinta y pico años. Él ha sido la única cosa que le ha importado de su existencia y, de pronto, la abandona. -Hizo una pausa para pensar más allá.

– Siga.

– Necesitaré pensarlo bien, pero la idea es más o menos ésta. Daniel se larga porque el negocio ha caído en picado y no puede arreglárselas. Anda rodando por Londres durante algún tiempo, pero descubre que vivir de su ingenio es peor que afrontar las consecuencias en casa, así que regresa. Entretanto, la señora Thompson ha descubierto, porque la señora Goode telefonea y le dice que se suponía que Daniel tenía que ir a Streech Grange, que su marido ha estado viendo a otra mujer, peor todavía, a una mujer impregnada de pecado. Ya tiene los nervios de punta y esto la desquicia del todo. Recuerde que es una fanática religiosa, su matrimonio ha sido una farsa y ha tenido muchos días para sentarse y darle vueltas en la cabeza. ¿Y qué es lo que hace cuando Daniel llega a casa inesperadamente?

– Sí -recapacitó Walsh-. Eso suena bastante bien. ¿Pero cómo llevó el cadáver a la casa del hielo?

– No lo sé. Quizá le persuadió para ir allí cuando estaba vivo. Pero es completamente lógico que ella dejara el cadáver en algún sitio de Streech Grange, el escenario del pecado de Daniel, y es lógico que lo desnudara y lo descuartizara para que pensáramos que se trataba de David Maybury. Lo consideraría como un castigo justo a esas perversas mujeres, lo más probable es que creyera que todas lo eran. Pues habían arruinado su vida. ¿Tenemos un seguimiento de ese informe sobre alguien que lloraba cerca de las casas de la granja Grange?

– Sí, pero no es muy útil. Ambos grupos de ocupantes de la casa coincidieron en que era después de medianoche porque estaban en la cama y ambos estuvieron de acuerdo con que sucedió durante esa ola de calor que abarcó la última semana de mayo y las dos primeras de junio. Elija lo que más le guste.

– Demasido oscuro. Necesitamos determinar fechas. ¿Registró Staley la casa de los Thompson?

– Dos veces, la noche de su desaparición y, por segunda vez, unas dos semanas más tarde.

McLoughlin frunció el ceño.

– ¿Por qué motivo la segunda vez?

– Bueno, eso es interesante. Obtuvo una información anónima de que la señora Thompson había perdido la chaveta, había hecho una carnicería con Daniel y lo había escondido debajo de las tablas del entarimado de su casa. Se presentó en la casa un día como llovido del cielo, ya habían pasado un par de semanas y era junio, y la registró con una lupa. No encontró nada excepto una mujercita hambrienta de sexo que no dejaba de perseguirlo de una habitación a otra y de hacerle insinuaciones. Está convencido de que fue la propia señora Thompson quien le hizo llegar tal información.

– ¿Por qué?

Walsh se rió entre dientes.

– Cree que él le gusta.

– Quizá le remordía la conciencia.

Walsh subió el coche al bordillo fuera de la comisaría de policía.

– Todo eso está muy bien, Andy, pero ¿dónde encajan esos malditos zapatos? Si Daniel los llevaba puestos, ¿por qué los dejó su mujer en los jardines? Y si no los llevaba, ¿cómo llegaron allí?

– Sí -razonó McLoughlin-. Me he estado preguntado eso. No puedo evitar sentir que está diciendo la verdad acerca de los zapatos. Tuvo que haber un vagabundo, ya sabe. La descripción fue demasiado buena y concuerda con la de Nick Robinson. Recuerdo los pantalones de color rosa -hizo una pausa y alzó una ceja interrogativa-. Podría intentar localizarlo.

– Una pérdida de tiempo -murmuró Walsh-. Aunque lo encontrara, ¿qué podría decirle?

– Si la señora Thompson está mintiendo o no.

– ¡Hummm…! -Walsh encorvó la espalda sobre el volante-. Se me ha ocurrido una idea horrible.

– Parecía mareado.

McLoughlin lo miró.

– No supondrá que esas malditas mujeres tenían razón desde el principio, ¿verdad? ¿No supondrá que ese desgraciado vagabundo se metió en la casa del hielo y tuvo un ataque al corazón?

– ¿Y qué les pasó a sus pantalones de color rosa?

La cara de Walsh se despejó.

– Sí, sí, claro. Bien, entonces, vea si puede encontrarlo.

– Tendré que dejar el expediente de Maybury.

– Temporalmente -gruñó Walsh.

– Y quiero llevar un equipo para registrar los jardines de Streech otra vez -vio nubarrones de tormenta que se acumulaban en el rostro del inspector-. Con objeto de relacionar a la señora Thompson con la casa del hielo -acabó la frase desapasionadamente.

Elizabeth estaba de pie en su posición favorita, junto al ancho ventanal de la habitación de su madre, observando cómo se prolongaban las sombras en la terraza. Se preguntaba cuántas veces había estado en aquella posición precisamente en aquel lugar, contemplando la vista.

– Tendré que regresar -dijo por fin-. No me reservarán el puesto de trabajo indefinidamente.

– ¿No te deben vacaciones? -preguntó Diana, contenta de que el silencio se hubiese roto finalmente.

– No me quedan días disponibles. Me voy dos semanas a Estados Unidos a finales de septiembre. Por eso no dispongo de más días -se volvió-. Lo siento, mamá.

Diana negó con la cabeza.

– No tienes por qué sentirlo. ¿Irás a ver a tu padre?

Elizabeth asintió.

– Hace tres años que no lo veo -se excusó- y el vuelo ya está reservado.

¡Qué cúmulo de desavenencia se extendía entre ellas!, pensó Diana, y todo porque encontraban muy difícil hablarse. Cuando recordaba los años que habían pasado, se daba cuenta de que sus conversaciones habían sido amables pero prudentes, sin tocar nada que pudiese turbarlas. En cierto modo, Phoebe había tenido suerte. No había habido división de lealtades en sus hijos, ni amor persistente hacia su padre, ni necesidad de que Phoebe justificara por qué los había abandonado.