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McLoughlin consideró si era ético dar a Wally los medios para que volviera la espalda a Heaven's Gate y concluyó que Wally estaba a punto de marcharse pasara lo que pasara. No se le pueden enseñar trucos nuevos a un perro viejo. Por lo menos para empezar, diez libras le ayudarían.

– Hecho -dijo-. ¿Qué pasó cuando entró en ese cobertizo?

– Busqué algo para sentarme, para estar cómodo mientras estuviese allí. Encontré a este tipo escondiéndose en el fondo, detrás de unas cajas. Cuando se dio cuenta de que lo había visto, salió, muy presumido, y me mandó que me fuera de su propiedad. Pregunté, de manera razonable, por qué tenía que imaginar que era el dueño cuando estaba escondiéndose en el cobertizo igual que yo. Se puso muy nervioso y me llamó unas cuantas cosas. En medio de todo aquello, salió una mujer por la puerta de la cocina para averiguar qué ruido era aquél. Le expliqué la situación y me dijo que aquel tío era su marido y que estaba buscando un pincel en el cobertizo -puso cara de desagrado-. Debieron pensar que yo me chupaba el dedo. Todos los pinceles estaban sobre un banco de trabajo, ordenados y limpios. El tío se estaba escondiendo, sin duda. De todas maneras, vi mi oportunidad. Querían librarse de mí y pagaron para que me marchase. Conseguí una botella de whisky, un decente par de zapatos y veinte libras. Intenté sacarles más, pero se pusieron antipáticos y creí que era el momento de salir pitando. ¿Es éste el tipo que está buscando?

McLoughlin asintió con la cabeza.

– Eso parece. ¿Puede describirlo?

Wally arrugó la frente.

– Unos cincuenta, gordo, pelo gris. Tenía pies de maricón. Para que no le apretasen los zapatos que me dio…

– ¿Cómo era la mujer?

– Pequeñita, ratonil, de ojos tristes, pero ¡Dios!, tenía temperamento. Nos echó una bronca a mí y a su marido, algo infame, por hacer ruido -de repente, se quedó pensando-. Y no es que estuviéramos haciendo ruido, en realidad. Durante todo el tiempo hablamos susurrando -negó con la cabeza-. Mal de la azotea, los dos.

McLoughlin estaba alborozado. «Ya te tengo, señora Thompson», pensó.

– ¿Dónde fue luego?

Una expresión abstraída cruzó el rostro de Wally.

– Hay un dicho, hijo. «Más vale pájaro en mano, que ciento volando». Había dejado de llover, pero tenía el presentimiento de que volvería a haber tormenta. Me dije: «Tengo una botella de whisky, pero no tengo ningún lugar acogedor donde beberla. Si me pongo en camino, quién dice que encontraré un sitio seco para pasar la noche». Así que volví a la cueva del caserón y pasé una noche más o menos en condiciones -examinó a McLoughlin con el rabillo del ojo-. Al día siguiente, pensé que tenía unas cuantas libras en el bolsillo y no había comido nada decente en dos días, así que me dirigí a Silverbone. Hay un bonito café en la carretera…

– ¿Dejó algo atrás? -preguntó McLoughlin, interrumpiéndole.

– ¿Como qué? -dijo el viejo bruscamente.

– ¿Como los zapatos?

– Los tiré en el bosque -dijo desdeñosamente Wally-. Los condenados me hicieron callos y me dejaron derrotado. Hasta ahí llega la experiencia. Un joven hubiese tirado el par viejo antes de probarse el nuevo como es debido. Y habría sufrido el dolor hasta que hubiese encontrado otros.

McLoughlin se metió el bloc de notas en el bolsillo.

– Ha sido una gran ayuda, Wally.

– ¿Es eso todo?

McLoughlin asintió.

– ¿Dónde están mis diez libras?

El sargento sacó un billete de diez libras de su cartera y lo estiró entre sus dedos.

– Escúcheme, Wally. Le voy a dar diez libras ahora en señal de buena fe, pero quiero que se quede aquí otra noche porque quizá quiera volver a hablar con usted. Si lo hace, vendré mañana por la mañana con otras diez, en total serán veinte -le ofreció el billete-. ¿Trato hecho?

Wally se levantó y se precipitó sobre el billete, ocultándolo como un secreto en las profundidades de su camisa.

– ¿Es usted honrado, hijo?

– Le daré un pagaré si quiere.

Wally hizo como si fuera a escupir en la moqueta, entonces se lo pensó mejor.

– Me serviría tanto como un vaso de agua -dijo-. Bien, hijo, trato hecho. Pero si no viene a primera hora, me voy -entrecerró los ojos-. No vaya diciéndoselo a la señora de la casa, por cierto. Estoy harto de buenas acciones esta semana. No saben cuándo dejar a un tipo tranquilo en este lugar.

McLoughlin se rió entre dientes.

– Su secreto está a salvo conmigo, Wally.

– Vi la pauta -le dijo McLoughlin a Walsh, con un matiz de ironía que hizo brillar los ojos del hombre mayor-, cuando marqué las casas en las que varias personas dijeron haber visto al vagabundo -señaló unas crucecitas rojas en el mapa delante de ellos-. Si recuerda, Nick Robinson obtuvo dos informaciones. Una de una mujer de Clementine Cottage, que dijo que el vagabundo pasó por su casa y fue al pub, lo cual significaba que venía de Winchester. La siguiente fue la del dueño del pub, que dijo que se quedó hasta que cerraron, y entonces se fue andando al abrigo del muro que rodea la propiedad de Grange, en otras palabras, en dirección a East Deller -recorrió con el dedo la carretera dibujada-. Los siguientes informes que tuvimos de él fueron los del policía Williams. Dijo que una mujer anciana había dado un bocadillo al vagabundo y una mujer joven lo había echado porque era el cumpleaños de su hijo. Ambas viven en la propiedad municipal que está al oeste de Streech, en la carretera de East Deller. La fecha que la mujer joven dio fue el 27 de mayo. Pero cuando hablamos con la señora Thompson, nos dijo que a ellos les había visitado en East Deller el 24. Eso habría significado que el vagabundo habría vuelto sobre sus pasos, por alguna razón, para atravesar Streech tres días más tarde procedente de la dirección de Winchester.

Walsh recogió los restos de su autoridad y los abrochó a su alrededor con tanta dignidad como pudo.

– Examiné a fondo todo esto yo mismo -mintió-. El hecho de que encontrásemos los zapatos en Grange implica que precisamente hizo eso.

– Estoy de acuerdo, por eso necesitábamos otra localización del vagabundo en East Deller, con una fecha, a ser posible. Jones fue allí a ver qué podía desenterrar. Tuvo una charla con el vicario que le dijo a Jones que estaba escribiendo un sermón cuando el vagabundo llamó a la vicaría. El vicario no pudo dar una fecha, pero siempre escribe sus sermones en domingo. Bien, sólo dos personas han dado una fecha determinada, 24 de mayo, facilitada por la señora Thompson, un miércoles, y 27 de mayo, el día de la fiesta de cumpleaños, un sábado. Wally reiteró sin ningún género de dudas que fue de la propiedad municipal de Streech a la vicaría y a casa de los Thompson de East Deller, lo cual lo sitúa a él allí el sábado, 27 de mayo. Así que ¿por qué mintió la señora Thompson acerca de la fecha?

– Vamos, prosiga -ordenó impacientemente Walsh.

– Porque, ante su evidente mentira, habíamos demostrado que los zapatos eran de su marido y tuvo que explicar por qué ya no estaban bajo su posesión. Esta vez optó por decir la verdad, o por acercarse a la verdad tanto como para echarla a perder, y nos invitó a corroborar la historia dándonos una descripción del vagabundo -puso en orden sus pensamientos-. Ahora bien, podía estar segura de que si encontrábamos al vagabundo, diría que había visto a su marido. De manera que darnos el verdadero día de su visita habría sido equivalente a decirnos que su marido estaba vivo, perfectamente bien y viviendo en East Deller después de haber informado de su desaparición. ¡Pum!, adiós coartada. Así que adelantó la visita del vagabundo tres días. Fue una jugada arriesgada, pero casi mereció la pena, maldita sea. Wally no tiene ni idea de cuándo ocurrió y si no fuera por el cumpleaños del niño, tampoco lo sabríamos nosotros. Nadie más puede recordar la fecha -hizo una pausa-. La señora Thompson va a recibir una desagradable sorpresa cuando le digamos dónde tiró Wally los zapatos. Ni en sus pesadillas más espantosas podría creer que sería en la escena de su crimen intencionado.