Выбрать главу

– No colará, sabe. Sencillamente no podrá continuar sacándose mentiras del sombrero y esperar que nosotros aplaudamos su ingenio. Lo comprobaremos con su cartero. En un lugar como éste, habrá tenido al mismo cartero durante años, con toda probabilidad es el amigo que dirige la tiendecilla y oficina de correos que está cerca de la iglesia. Sus cartas deben haber sido una fuente de gran interés para él el último par de meses. Seguramente ha escudriñado cada una de ellas atentamente con la esperanza de ser el primero en tener noticias del errante Daniel. No nos persuadirá de que su marido todavía está vivo inventándose cartas, señora Thompson.

Ella echó un vistazo por encima de él hacia donde estaba la mujer policía ocupada en inspeccionar el aparador.

– Pregúntele al cartero, sargento. Descubrirá que le estoy diciendo la verdad -hablaba con sinceridad, pero la mirada en sus ojos era tan penetrante y calculadora como muchas otras que él hubiera visto-. Si hubiese sabido lo que estaban pensando, les habría hablado de la carta la primera vez que vinieron.

McLoughlin se levantó y se inclinó hacia ella, apoyando las manos en los brazos de la silla.

– ¿Por qué se sorprendió tanto al oír lo del cadáver en la casa del hielo? Si sabe que su marido está vivo, no significaría nada para usted.

– Este hombre me está amenazando -le dijo en tono airado a Walsh-. No me gusta -se encogió aún más en las profundidades de su silla.

– Apártese, Andy.

– Encantado.

Sin avisar, la enganchó con la mano por debajo de su brazo y retrocedió bruscamente. La mujer saltó de la silla como un tapón de corcho de una botella de champán, entonces se meneó y escupió indignada. McLoughlin se agarró al brazo que no dejaba de dar sacudidas, esquivó un tortazo que le fue a dar con la mano libre y sintió cómo un salivazo caliente humedecía su mejilla.

– La silla, señor -le dijo a Walsh-. Está escondiendo algo.

– Lo tengo.

McLoughlin agarró los dos brazos de la mujer, arqueando su cuerpo para evitar las patadas que daba con las puntas de sus zapatos.

– ¡Vamos!, ¡pedazo de animales! -les gritó furiosamente a los dos policías-. Me está machacando. ¿Quién tiene las esposas, por Dios?

– ¡Cabrón! -gritó ella-. ¡Maldito y jodido cabrón! – preparó otro salivazo y se lo escupió. Para su inmenso asco, le dio en el labio y chorreó hacia dentro de la boca.

Los policías empezaron a moverse tras superar su helada inactividad, le pusieron rápidamente las esposas y empujaron a la mujer hacia el sofá. Observó los vanos intentos de McLoughlin para librarse del veneno de su saliva y se rió.

– Le está bien empleado, maldita sea. Espero que coja algo.

– Me parece que la he cogido a usted -dijo con severidad. Se volvió hacia Walsh-. ¿Qué es?

Walsh le entregó un fino sobre.

– Debió sacarlo del bolso cuando estábamos mirando boquiabiertos sus malditas bragas -se rió jovialmente-. Fue una pérdida de tiempo, querida. Lo hemos encontrado finalmente.

McLoughlin abrió el sobre. Dentro había dos billetes de avión a nombre del señor y la señora Thompson para coger un vuelo a Marbella aquella noche.

– ¿Dónde se ha estado escondiendo todo este tiempo? -le preguntó.

– ¡Vayase al infierno!

– ¡Señora Thompson! ¡Señora Thompson! -exclamó unavoz sorprendida desde la puerta-. Modérese, haga el favor.

Ella se rió.

– Vaya a burlarse de sí mismo, estúpido enano.

– ¿Está loca? -preguntó el horrorizado vicario.

– Por decirlo así -dijo alegremente el inspector Walsh.

Capítulo 21

Anne se rió cuando McLoughlin le explicó la historia. El color había vuelto a su cara y un alegre placer chispeaba en sus ojos. El único recordatorio visible de que la habían atacado era el llamativo fular blanco de lunares rojos que se había atado, al estilo de los bandidos, sobre el vendaje. Contra los consejos médicos, se había dado el alta el día anterior, sosteniendo que cinco días en el hospital era el máximo que una drogadicta sensible podía tolerar. Sometiéndose a lo inevitable, Phoebe la había llevado a casa tras arrancarle una promesa de que haría exactamente lo que le dijeran. Anne lo prometió de buena gana.

– Sólo llévame hasta un cigarrillo -dijo- y haré lo que digas.

Lo que no sabía era que Phoebe también había asumido la responsabilidad de su seguridad.

– Si sale del hospital, señora Maybury, la protegeremos -había señalado Walsh-, igual que podemos protegerla a usted. Sencillamente, no tenemos suficientes hombres para vigilar Streech Grange. Le aconsejaré a ella que se quede en el hospital como le he aconsejado a usted que se vaya de Streech.

– No malgaste su aliento, inspector -le dijo desdeñosamente Phoebe-. Streech es nuestro hogar. Si tuviéramos que confiar en ustedes para protegernos, no valdría la pena vivir.

– Es usted muy tonta, señora Maybury -exclamó Walsh, encogiéndose de hombros.

Diana, que estaba con ellos en la habitación, estaba indignada.

– Dios mío, realmente es usted el colmo -saltó-. Hace dos días, no creía ni una palabra de lo que Phoebe le decía. Y ahora, porque el sargento McLoughlin se tomó la molestia de encontrar algunas pruebas, le dice que es tonta por no huir según su maldita opinión. Bueno, déjeme decirle algo, la única cosa que ha cambiado en los últimos días es su parecer -pataleó en señal de exasperación-. ¿Por qué demonios tendríamos que huir hoy cuando no huímos ni ayer ni anteayer? El peligro es el mismo, por Dios. ¿Y quién se imagina que nos ha estado protegiendo todo este tiempo?

– ¿Quién, señora Goode?

Diana le dio la espalda.

– Nos hemos protegido nosotras mismas, por supuesto -dijo fríamente Phoebe-, y seguiremos haciéndolo. Los perros son la mejor guardia que tenemos.

Anne estaba recostada sobre unos cojines en su sillón favorito, con los pies descansando en el taburete tapizado de Phoebe; le abrigaba una vieja chaqueta de lanilla, que pasaba por bata, alrededor de los hombros y un lápiz tras la oreja. Le tenían sin cuidado, pensó McLoughlin, las opiniones de la otra gente. El mensaje era simple: yo soy lo que ve; tómelo o déjelo. Se preguntó si aquella actitud procedía de una suprema confianza en sí misma o de una total indiferencia. Fuera lo que fuese, deseaba compartirlo. Por su parte, todavía necesitaba la aprobación de los demás.

– Así pues ¿dónde se escondía el señor Thompson? -le preguntó.

– No nos lo quería decir, pero no fue muy difícil encontrarlo. Apareció como un corderito para coger el vuelo de las siete y media a Marbella.

– ¿Para huir con el botín?

McLoughlin asintió. Una vez atrapado e identificado por Wally como el hombre del cobertizo, Daniel Thompson había aceptado colaborar. La idea se les había ocurrido, dijo, cuando encontraron un libro en la biblioteca que describía la vida lujosa que disfrutaban los malversadores británicos en la costa española. El negocio de ingeniería de Thompson estaba en crisis y se había quejado a su mujer por la injusticia de tener que romperse los cuernos trabajando para mantenerlo vivo, cuando otros hombres, simplemente se fugaban con el capital y vivían de él tomando el sol. La solución era sencilla, anunció la señora Thompson, ellos también seguirían el sol. No tenían personas a su cargo, a ella nunca le había gustado Inglaterra, en realidad, odiaba East Deller, donde la comunidad era respetable y opresiva, y no tenía ninguna intención de pasarse los siguientes diez años de su vida escatimando y ahorrando para evitar que el negocio de Daniel quebrara.

– Lo más extraordinario -dijo Thompson, pensando en el pasado-, fue lo fácil que fue persuadir a la gente para invertir en radiadores transparentes. Me demostró cuánto dinero y qué poco sentido común corre por el sur.

A McLoughlin le recordó a Arthur Daley.

– ¿De qué se hacen los radiadores transparentes? -había preguntado McLoughlin con curiosidad.