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Su curiosidad no tenía límites. Mostraba un interés devorador por las costumbres y los usos de la ciudad, se informaba con lujo de detalles sobre vidas y muertes. Quería saberlo todo: quiénes eran los más ricos, y por qué, y desde cuándo; si el prefecto, el alcalde y el obispo eran íntegros y queridos y cuáles eran las diversiones de la gente, qué adulterios, qué escándalos conmovían a las beatas y a los curas, cómo cumplían los vecinos con la religión y la moral, qué formas adoptaba el amor en la ciudad.

Iba todos los domingos al Coliseo y se exaltaba en los combates de gallos como un viejo aficionado, en las noches era el último en abandonar la cantina de La Estrella del Norte, jugaba a las cartas con elegancia, apostando fuerte, y sabía ganar y perder sin inmutarse. Así conquistó la amistad de comerciantes y hacendados y se hizo popular. Los principales lo invitaron a una cacería en Chulucanas y él deslumbró a todos con su puntería. Al cruzarlo en la calle, los campesinos lo llamaban familiarmente por su nombre y él les daba palmadas rudas y cordiales. Las gentes apreciaban su espíritu jovial, la desenvoltura de sus maneras, su largueza. Pero todos vivían intrigados por el origen de su dinero y por su pasado. Empezaron a circular pequeños mitos sobre éclass="underline" cuando llegaban a sus oídos, Anselmo los celebraba a carcajadas, no los desmentía ni los confirmaba. A veces recorría con amigos las chicherías mangaches y terminaba siempre en casa de Angélica Mercedes, porque allí había un arpa y él era un arpista consumado, inimitable. Mientras los otros zapateaban y brindaban, él hora tras hora, en un rincón, acariciaba las hebras blancas que le obedecían dócilmente y, a su mando, podían susurrar, reír, sollozar.

Los vecinos deploraban solamente que Anselmo fuera grosero y mirase a las mujeres con atrevimiento cuando estaba borracho. A las sirvientas descalzas que atravesaban la plaza de Armas en dirección al Mercado, a las vendedoras que, con cántaros o fuentes de barro en la cabeza, iban y venían ofreciendo jugos de lúcuma y de mango y quesillos frescos de la sierra, a las señoras con guantes, velos y rosarios que desfilaban hacia la iglesia, a todas les hacía propuestas a voz en cuello, y les improvisaba rimas subidas de color. «Cuidado, Anselmo», le decían sus amigos, «los piuranos son celosos. Un marido ofendido, un padre sin humor lo retará a duelo el día menos pensado, más respeto con las mujeres». Pero Anselmo respondía con una carcajada, levantaba su copa y brindaba por Pinta.

El primer mes de su estancia en la ciudad, nada ocurrió.

No es para tanto y, además, todo se arreglaba en este mundo, el sol centellea en los ojos de Julio Reátegui y las botellas están en una tinaja llena de agua. Él mismo sirve los vasos; la espuma blanca burbujea, se infla y rompe en cráteres: no debían preocuparse y, ante todo, otro vasito de cerveza. Manuel Águila, Pedro Escabino y Arévalo Benzas beben, se secan los labios con las manos. A través de la tela metálica de las ventanas se divisa la plaza de Santa María de Nieva, un grupo de aguarunas muele yucas en unos recipientes barrigudos, varios chiquillos corretean alrededor de los troncos de capirona. Arriba, en las colinas, la residencia de las madres es un rectángulo ígneo y, en primer lugar, era un proyecto a largo plazo y aquí los proyectos no prosperaban, Julio Reátegui creía que se alarmaban en vano. Pero Manuel Águila no, nada de eso, gobernador, se pone de pie, ellos tenían pruebas, don julio, un hombrecillo bajo y calvo, de ojos saltones, ese par de tipos los habían maleado. Y Arévalo Benzas también, don julio, se pone de pie, dejaba constancia, él había dicho detrás de esas banderas y de esas cartillas hay otra cosa y él se opuso a que los maestros vinieran, don Julio, y Pedro Escabino golpea la mesa con su vaso, don julio: la cooperativa era un hecho, los aguarunas iban a vender ellos mismos en Iquitos, se habían reunido los caciques en Chicais para hablar de eso y ésa era la verdadera situación y lo demás ceguera. Sólo que Julio Reátegui no conocía un solo aguaruna que supiera lo que es Iquitos o una cooperativa, ¿de dónde había sacado semejante historia Pedro Escabino?, y les rogaba que hablaran uno por uno, señores. El vaso suena seco y sordo de nuevo contra la mesa, don Julio, él se pasaba mucho tiempo en Iquitos, tenía muchos negocios y no se daba cuenta que la región andaba agitada desde que vinieron ese par de tipos. La voz de Julio Reátegui es siempre suave, don Pedro, la Gobernación le había hecho perder tiempo y plata, pero sus ojos se han endurecido y él no quería aceptarla y Pedro Escabino fue uno de los que más insistió, que le hiciera el favor de medir sus palabras. Pedro Escabino sabía cuánto le debían y no quería ofenderlo: sólo que acababa de llegar de Urakusa y, por primera vez en diez años, don julio, seco y sordo dos veces contra la mesa, los aguarunas no quisieron venderle ni una bolita de jebe, pese a los adelantos y Arévalo Benzas: hasta le enseñaron la cooperativa. Don julio, que no se riera, habían hecho una cabaña especial y la tenían repleta de jebe y de cueros y a Escabino no quisieron venderle y le dijeron que iban a vender a Iquitos. Y Manuel Águila, bajo y calvo tras sus ojos saltones: ¿veía el gobernador? Esos tipos no debieron ir nunca a las tribus, Arévalo tenía razón, sólo querían malearlos. Pero no vendrían más, señores, y Julio Reátegui llena los vasos. Él no iba a Iquitos sólo por sus asuntos, también por los de ellos y el Ministerio, había anulado el plan de extensión cultural selvícola, y se habían acabado las brigadas de maestros. Pero Pedro Escabino seco y sordo por tercera vez: ya habían venido y el mal estaba hecho, don Julio. ¿Así que no podrían ni entenderse con los chunchos? Ya veía que se entendieron muy bien y ellos le habían traído al intérprete que ese par de tipos se llevaron a Urakusa y él mismo se lo contaría, don julio, y vería. El hombre cobrizo y descalzo que está en cuclillas junto a la puerta se incorpora, avanza confuso hacia el gobernador de Santa María de Nieva y Bonino Pérez a cuánto le compraban el kilo de jebe, que le preguntara eso. El intérprete comienza a rugir, mueve mucho las manos, escupe y Jum escucha en silencio, los brazos cruzados sobre el pecho desnudo. Dos aspas finas, rojizas, decoran sus pómulos verdosos y en su nariz cuadrada hay tatuadas tres barras horizontales, delgadas como gusanitos, su expresión es seria, solemne su postura: los urakusas apiñados en el claro están inmóviles y el sol alancea los árboles, las cabañas de Urakusa. El intérprete calla y Jum y un viejo diminuto gruñonamente gesticulan y mascullan y el intérprete de buena calidad dos, de regular un sol el kilo, patrón, diciendo, y Teófilo Cañas pestañea, costando, un perro ladra a lo lejos. Bonino Pérez lo sabía, hermano, la puta que los parió, qué cabrones tan cabrones, y al intérprete: malos peruanos, ellos lo vendían a veinte el kilo, los patrones cojudeándolos, que no se dejaran, hombre, que llevaran el caucho y las pieles a Iquitos, nunca más comercio con esos patrones: tradúcele eso. Y el intérprete ¿diciéndoles?, y Bonino sí, ¿patrones robándoles diciéndoles?, y Teófilo sí, ¿malos peruanos diciéndoles?, sí, sí, ¿patrón cojudeando diciendo? y ellos sí, sí, carajo, sí: diablos, ladrones, malos peruanos, que no se dejaran, sí, carajo, sin miedo, traduciendo eso. El intérprete gruñe, ruge, lanza escupitajos y Jum gruñe, ruge, lanza escupitajos y el viejo se golpea el pecho, su piel tiene plieguecillos ásperos y el intérprete Iquitos no viniendo nunca, patrón Escabino viniendo, trayendo cuchillo, machete, telita y Teófilo Cañas es por gusto, hermano, creen que Iquitos es un hombre, no sacarían nada, Bonino, y el intérprete diciendo, cambiando con jebe. Pero Bonino Pérez se acerca a Jum, señala el cuchillo que éste tiene en la cintura, a ver, cuántos kilos de caucho le costó: pregúntale eso. Jum saca su cuchillo, lo eleva, el sol inflama la hoja blanca, disuelve sus bordes y Jum sonríe con arrogancia y detrás de él los urakusas sonríen y muchos sacan cuchillos, los elevan y el sol los enciende y los deshace y el intérprete: veinte bolas el de Jum, diciendo, los otros diez, quince bolas, costando y Teófilo Cañas quería regresarse a Lima, hermano. Tenía fiebre, Bonino, y estas injusticias y éstos que no comprendían, mejor olvidarse y Bonino Pérez suma y resta con sus dedos, Teófilo, nunca le entraron los números, ¿salía a unos cuarenta soles el cuchillo de Jum, no?, y el intérprete ¿diciendo?, ¿traduciendo? y Teófilo no, y Bonino más bien esto: patrón diablo, ese cuchillo no costaba ni una bola, se recogía en la basura, Iquitos no era patrón sino ciudad, río abajo, Marañón abajo, que llevaran allá el jebe, lo venderían cien veces mejor, se comprarían los cuchillos que quisieran, o lo que fuera y el intérprete ¿señor?, no entendía, repitiendo despacito y Bonino tenía razón: hay que explicarles todo, hermano, desde el principio, no te me desmoralices, Teófilo y tal vez tendrían razón pero Julio Reátegui insistía: no había que perder la cabeza. ¿No se habían ido esos tipos? Nunca volverían y sólo eran los aguarunas los que andaban alzados, él había hecho comercio con los shapras como siempre y, además, todo tenía remedio. Sólo que él creía que iba a terminar su gestión de gobernador tranquilo, señores, y que vieran y Arévalo Benzas: eso no era todo, don Julio. ¿No sabía lo que pasó en Urakusa con un cabo, un práctico y un sirviente de la guarnición de Borja? La semanita pasada, nomás, don Julio y él qué, qué había pasado.

– Pónganse contentos, ya estamos en la Mangachería -dijo José.