Se despidieron de Antiso con rapidez. La discusión se inició antes de salir del edificio.
– ¡Es mi dinero! -exclamó Diágoras, irritado-. ¿Lo has olvidado?
– Pero se trata de mi trabajo, Diágoras. No olvides eso tampoco.
– ¿Qué me importa a mí tu trabajo? ¿Puedes explicarme a qué ha venido esa salida de tono? -Diágoras se enfadaba cada vez más. Su calva cabeza se hallaba enrojecida por completo. Inclinaba mucho la frente, como si estuviera preparándose para embestir a Heracles-. ¡Has ofendido a Antiso!
– He disparado una flecha a ciegas y he dado en la diana -dijo el Descifrador con absoluta calma.
Diágoras lo detuvo, tirando con violencia de su manto.
– Voy a decirte algo. No me importa si consideras a las personas únicamente como papiros escritos donde leer y resolver complicados acertijos. No te pago para que ofendas, en mi nombre, a uno de mis mejores discípulos, un efebo que lleva la palabra «Virtud» escrita en cada uno de sus hermosos rasgos… ¡No apruebo tus métodos, Heracles Póntor!
– Me temo que yo tampoco los tuyos, Diágoras de Medonte. Parecía que, en vez de interrogarlos, estabas componiendo un ditirambo en honor de los dos muchachos, y todo porque te parecen muy bellos. Creo que confundes la Belleza con la Verdad…
– ¡La Belleza es una parte de la Verdad!
– Oh -dijo Heracles, e hizo un gesto con la mano indicando que no quería iniciar en aquel momento una conversación filosófica, pero Diágoras volvió a tirar de su manto.
– ¡Escúchame! Tú eres tan sólo un miserable Descifrador de Enigmas. Te limitas a observar las cosas materiales, juzgarlas y concluir: esto ocurrió de este modo o de este otro, por tal o cual motivo. Pero no llegas, ni llegarás nunca, a la Verdad en sí. No la has contemplado, no te has saciado con su visión absoluta. Tu arte consiste únicamente en descubrir las sombras de esa Verdad. Antiso y Eunío no son criaturas perfectas, como tampoco lo era Trámaco, pero yo conozco el interior de sus almas, y puedo asegurarte que en ellas brilla una porción nada desdeñable de la Idea de Virtud… y ese brillo despunta en sus miradas, en sus hermosos rasgos, en sus armónicos cuerpos. Nada en este mundo, Heracles, puede resplandecer tanto como ellos sin poseer, al menos, un poco de la dorada riqueza que sólo otorga la Virtud en sí -se detuvo, como avergonzado del arrebato de sus propias palabras. Sus ojos pestañearon varias veces en un semblante completamente enrojecido. Entonces, más calmado, agregó-: No ofendas a la Verdad con tu inteligencia, Heracles Póntor.
Alguien carraspeó en algún lugar de la destrozada y vacía palestra, cubierta de escombros: [25] era Eumarco. Diágoras se apartó de Heracles, dirigiéndose impetuosamente a la salida.
– Te espero fuera -dijo.
– Por Zeus Tonante, que jamás había visto discutir así a dos personas, salvo a los maridos con las mujeres -comentó Eumarco cuando el filósofo se marchó. A través de la hoz negra de su sonrisa se observaba la obstinada persistencia de un diente, curvo como un pequeño cuerno.
– Y no te sorprenda, Eumarco, si mi amigo y yo terminamos casándonos -repuso Heracles, divertido-: Somos tan diferentes que me parece que lo único que nos une es el amor -ambos compartieron, de buen grado, una breve carcajada-. Y ahora, Eumarco, si no te molesta, vamos a dar un pequeño paseo mientras te cuento la razón de haberte hecho esperar…
Caminaron por el interior del gimnasio, sembrado de las ruinas de la destrucción reciente: veíanse, aquí y allá, paredes agrietadas por embestidas violentas, muebles arrasados que se mezclaban con jabalinas y discóbolos, arenas holladas por pisadas colosales, baldosas cubiertas por la piel desprendida de los muros en forma de enormes flores de piedra caliza del color de los lirios. Sepultados bajo los escombros yacían los pedazos de una vasija rota: uno de ellos mostraba el dibujo de las manos de una muchacha, los brazos alzados, las palmas hacia arriba, como reclamando ayuda o intentando advertir a alguien de un inminente peligro. Una nube moteada de polvo se retorcía en el aire. [26]
– Ah, Eumarco -dijo Heracles cuando terminaron de hablar-, ¿cómo te pagaría este favor?
– Pagándomelo -replicó el viejo. Volvieron a reír.
– Una cosa más, buen Eumarco. He podido observar que en la repisa de Eunío, el amigo de tu pupilo, hay una pequeña jaula con un pájaro. Se trata de un gorrión, el típico regalo de un amante a su amado. ¿Sabes quién es el amante de Eunío?
– ¡Por Febo Apolo que de Eunío no sé nada, Heracles, pero Antiso posee un regalo idéntico, y puedo decirte quién se lo hizo: Menecmo, el escultor poeta, que anda loco por él! -Eumarco tiró del manto de Heracles y bajó la voz-. Esto me lo contó Antiso hace tiempo, y me hizo jurar por los dioses que no se lo diría a nadie…
Heracles meditó un instante.
– Menecmo… Sí, la última vez que vi a ese estrafalario artista fue en el funeral de Trámaco, y recuerdo que su presencia me sorprendió. Así que Menecmo le regaló a Antiso un pequeño gorrión…
– ¿Y te extraña? -chilló el viejo con su voz rasposa-. ¡Por los ojos zarcos de Atenea, que ese bello Alcibíades de pelo dorado recibiría de mi parte un nido completo, aunque debido a mi condición de esclavo y a mi edad, de nada me sirviera regalárselo!
– Bien, Eumarco -Heracles parecía de repente mucho más feliz-, ahora debo marcharme. Pero haz lo que te he dicho…
– Si sigues pagándome como hasta ahora, Heracles Póntor, tu orden será como decirle al soclass="underline" «Sal todos los días».
Dieron un rodeo para no tener que regresar por el ágora, que a esas horas de la tarde estaría abarrotada debido a las fiestas Leneas, pero aun así la aglomeración de los juegos públicos, los obstáculos de las farsas improvisadas, el laberinto de la diversión y la lenta violencia de la multitud que les embestía dificultaron su marcha. No hablaron durante el camino, sumido cada uno en sus propios pensamientos. Al fin, cuando llegaron al barrio de Escambónidai, donde Heracles vivía, éste dijo:
– Acepta mi hospitalidad por una noche, Diágoras. Mi esclava Pónsica no cocina excesivamente mal, y una cena tranquila al final del día es la mejor manera de recobrar fuerzas para el siguiente.
El filósofo aceptó la invitación. Cuando penetraban en el oscuro jardín de la casa de Heracles, Diágoras dijo:
– Quería pedirte excusas. Creo que pude haber mostrado mi desacuerdo en el gimnasio de manera mucho más discreta. Lamento haberte herido con ofensas innecesarias…
– Eres mi cliente y me pagas, Diágoras -replicó Heracles con la misma calma de siempre-: Todos los problemas que tengo contigo los considero dentro del negocio. En cuanto a tus excusas, las asumo como un rasgo de amistad. Pero también son innecesarias.
Mientras avanzaban por el jardín, Diágoras pensó: «Qué hombre tan frío. Nada parece rozar su alma. ¿Cómo puede llegar a descubrir la Verdad alguien a quien la Belleza no le importa y la Pasión, ni siquiera de vez en cuando, le arrebata?».
Mientras avanzaban por el jardín, Heracles pensó: «Aún no he determinado con exactitud si este hombre es tan sólo un idealista o si además es idiota. En cualquier caso, ¿cómo puede presumir de haber descubierto la Verdad, si todo cuanto sucede a su alrededor se le pasa desapercibido?». [27]
De repente, la puerta de la casa se abrió con violenta embestida y apareció la oscura silueta de Pónsica. Su máscara sin rasgos permanecía inexpresiva, pero sus delgados brazos se movían con ímpetu inusual frente a su amo.
– ¿Qué ocurre?… Un visitante… -descifró Heracles-. Cálmate… ya sabes que no puedo leerte bien cuando estás nerviosa… Comienza de nuevo… -entonces se escuchó un desagradable bufido proveniente de la oscuridad de la casa; enseguida, ladridos agudísimos-. ¿Qué es eso? -Pónsica movía las manos frenéticamente-. ¿El visitante?… ¿Me visita un perro?… Ah, un hombre con un perro… Pero ¿por qué lo has dejado pasar en mi ausencia?
– Tu esclava no ha tenido la culpa -bramó desde la casa una voz potente con extraño acento-. Pero si deseas castigarla, dímelo y me marcharé.
– Esa voz… -murmuró Heracles-. ¡Por Zeus y Atenea Portaégida…!
El hombre, inmenso, surgió con ímpetu del umbral. No podía saberse si sonreía, pues su barba era muy espesa. Un perro pequeño, aunque espantoso y de cabeza deforme, apareció ladrando a sus pies.
– Quizá no reconozcas mi rostro, Heracles -dijo el hombre-, pero supongo que no has olvidado mi mano derecha…
Alzó la mano con la palma abierta: un poco por encima de la muñeca se retorcía la piel, horadada por un violento nudo de cicatrices, como el lomo de un viejo animal.
[25] La intensidad de la eidesis en este capítulo afecta por completo al lugar en que se desarrollan las escenas: la palestra ha quedado destrozada y «cubierta de escombros» por el paso de la «bestia» literaria, y el público que la abarrotaba parece haber desaparecido. Jamás había visto una catástrofe eidética de tal naturaleza en toda mi vida de traductor. Es evidente que al anónimo autor de
[26] Le gusta jugar, al autor, con sus lectores. ¡Aquí está, disimulada pero identificable, la prueba de que yo tenía tazón: la «muchacha del lirio» es otra importantísima imagen eidética de la obra! No sé lo que significa, pero aquí está (su presencia es inequívoca: véase la proximidad de la palabra «lirios» junto a la detallada descripción del gesto de esa «muchacha» pintada en un pedazo de vasija enterrado). El hallazgo me ha conmovido hasta las lágrimas, debo reconocerlo. He interrumpido la traducción y me he dirigido a casa de Elio. Le he comentado la posibilidad de acceder al manuscrito original de
– Una muchacha pide ayuda en el texto -le dije.
– ¿Y tú la vas a salvar? -fue su burlona réplica. (N. del T.)
[27] He gozado traduciendo este pasaje, pues creo que tengo algo de ambos protagonistas. Y me pregunto: ¿puede llegar a descubrir la Verdad una persona como yo, a quien la Belleza le