Alguien llamaba a la puerta de su casa con fuertes golpes.
– ¿Qué…?
No estaba soñando: la llamada era apremiante. Tanteó hasta encontrar su manto, doblado pulcramente sobre un asiento cercano al lecho. Por el leve rasguño del ventanuco de su dormitorio se filtraba, apenas, la mirada vigilante del Alba. Cuando salió al pasillo, un rostro ovalado que consistía tan sólo en las aberturas negras de los ojos se acercó flotando en el aire.
– ¡Pónsica, abre la puerta!… -dijo.
Al principio, neciamente, le inquietó que ella no le respondiera. «Por Zeus, aún estoy dormido: Pónsica no puede hablar.» La esclava ejecutó nerviosos gestos con su mano derecha; con la izquierda sostenía una lámpara de aceite.
– ¿Qué?… ¿Miedo?… ¿Tienes miedo?… ¡No seas estúpida!… ¡Debemos abrir la puerta!
Rezongando, apartó a la muchacha de un empellón y se dirigió al zaguán. Los golpes se repitieron. No había luces -recordó que la única lámpara la llevaba ella-, de modo que al abrir, el espantoso sueño que había tenido hacía sólo unos instantes -tan parecido al de la noche previa- rozó su memoria de igual forma que una telaraña acaricia los ojos inadvertidos de aquel que, sin vigilar sus pasos, avanza por la penumbra de una antigua casa. Pero en el umbral no le aguardaba ninguna mano oprimiendo un corazón palpitante, sino la silueta de un hombre. Casi al mismo tiempo, la llegada de Pónsica con la luz desveló su rostro: mediana edad, ojos vigilantes y legañosos; vestía el manto gris de los esclavos.
– Me envía mi amo Diágoras con un mensaje para Heracles de Póntor -dijo, con fuerte acento beocio.
– Yo soy Heracles Póntor. Habla.
El esclavo, un poco intimidado por la presencia inquietante de Pónsica, obedeció, indeciso:
– El mensaje es: «Ven cuanto antes. Ha habido otra muerte». [47]
VI [48]
El cadáver era el de una muchacha: llevaba un velo en el rostro, un peplo que cubría también sus cabellos y un manto alrededor de sus brazos; se hallaba tendida de perfil sobre el infinito garabato de los escombros, y, por la posición de sus piernas, desnudas hasta los muslos y en modo alguno indignas de contemplar, aun en aquellas circunstancias, hubiérase dicho que la muerte la había sorprendido mientras corría o daba saltos con el peplo alzado; la mano izquierda la mostraba cerrada, como en los juegos en que los niños ocultan cosas, pero la derecha sostenía una daga cuya hoja, de un palmo de longitud, parecía hecha de sangre forjada. Estaba descalza. Por lo demás, no parecía existir lugar en su esbelta anatomía, desde el cuello hasta las pantorrillas, que las heridas no hubieran hollado: cortas, largas, lineales, curvas, triangulares, cuadradas, profundas, superficiales, ligeras, graves; todo el peplo se hallaba arrasado por ellas; la sangre ensuciaba el borde de los desgarros. La visión, triste, no dejaba de ser un preámbulo: una vez desnudo, el cuerpo mostraría, sin duda, las pavorosas mutilaciones entrevistas por los abultamientos grotescos del vestido, bajo los cuales los humores se acumulaban en sucias excrecencias semejantes a plantas acuáticas observadas desde la superficie de un agua cristalina. No parecía que aquella muerte revelara otra sorpresa.
Pero, de hecho, había otra sorpresa: porque al apartar el velo de su rostro, Heracles se encontró con las facciones de un hombre.
– ¡Ah, te asombras, Descifrador! -chilló el astínomo, afeminadamente complacido-. ¡Por Zeus, que no te censuro! ¡Yo mismo no lo quise creer cuando mis servidores me lo contaron!… Y ahora, permíteme una pregunta: ¿qué haces aquí? Este amable individuo -señaló al hombre calvo- me aseguró que estarías interesado en ver el cuerpo. Pero no entiendo por qué. ¡No hay nada que descifrar, creo yo, salvo el oscuro motivo que impulsó a este efebo…! -se volvió de repente hacia el hombre calvo-. ¿Cómo me dijiste que se llamaba?…
– Eunío -dijo Diágoras como si hablara en sueños.
– … el oscuro motivo que impulsó a Eunío a disfrazarse de cortesana, emborracharse y hacerse estas espantosas heridas… ¿Qué buscas?
Heracles levantaba suavemente los bordes del peplo.
– Ta, ta, ta, ba, ba, ba -canturreaba.
El cadáver parecía asombrado por aquella humillante exploración: contemplaba el cielo del amanecer con su único ojo (el otro, que había sido arrancado y pendía de una sutil viscosidad, miraba el interior de una de las orejas); por la boca abierta sobresalía, burlón, el músculo de la lengua partido en dos trozos.
– Pero ¿se puede saber qué miras? -exclamó el astínomo, impaciente, pues deseaba terminar con su trabajo. El era el encargado de limpiar la ciudad de excrementos y basuras, y de vigilar el destino de los muertos que brotaban sobre ella, y la aparición madrugadora de aquel cadáver en un solar lleno de escombros y desperdicios en el barrio Cerámico Interior era responsabilidad suya.
– ¿Por qué estás tan seguro, astínomo, de que fue el propio Eunío quien se hizo todo esto? -dijo Heracles, ocupado ahora en abrir la mano izquierda del cadáver.
El astínomo saboreó su gran momento. Su pequeña y tersa cara se ensució con una grotesca sonrisa.
– ¡No he necesitado contratar a un Descifrador para saberlo! -chilló-. ¿Has olido sus asquerosas ropas?… ¡Apestan a vino!… Y hay testigos que vieron cómo se mutilaba él mismo con esa daga…
– ¿Testigos? -Heracles no parecía impresionado. Había encontrado algo (un pequeño objeto que el cadáver albergaba en la mano izquierda) y lo había guardado en su manto.
– Muy respetables. Uno de ellos, aquí presente…
Heracles alzó la vista.
El astínomo señalaba a Diágoras. [49]
Dieron el pésame a Trisipo, el padre de Eunío. La noticia había cundido con rapidez y había mucha gente cuando llegaron, en su mayoría familiares y amigos, pues Trisipo era muy respetado: como estratego, se le recordaba por sus hazañas en Sicilia, y, aún más importante, era de los pocos que habían regresado para contarlo. Y por si alguien lo dudaba, su historia estaba escrita en sucias cicatrices sobre el cementerio de su rostro, «que se ennegreció en el sitio de Siracusa», como solía decir: de una en especial se hallaba más orgulloso que de todos los honores recibidos en su vida, y era ésta una hendidura tajante, oblicua, que se dirigía desde la zona izquierda de su frente hasta la mejilla derecha, infectando en su descenso la húmeda pupila, producto de un golpe de espada siracusano; su aspecto, con aquella grieta blanca sobre la piel tostada y el globo ocular tan semejante a la clara de los huevos, no resultaba muy agradable de contemplar, pero era honroso. Muchos jóvenes guapos le tenían envidia.
En casa de Trisipo había un gran revuelo. Daba, empero, la sensación de que siempre lo había, no importaba que el día fuera excepcionaclass="underline" cuando Diágoras y el astínomo llegaron (el Descifrador venía detrás, pues, por algún motivo, no había querido unirse a ellos), un par de esclavos intentaban salir cargando con abultadas cestas de desperdicios, resultado quizá de algún cuantioso banquete de los muchos que ofrecía el militar a los prohombres de la Ciudad. La puerta se hallaba casi impracticable debido a los numerosos montoncitos de gente depositados frente a ella: preguntaban; no entendían; opinaban sin saber; observaban; se lamentaban cuando los gritos rituales de las mujeres detenían sus conversaciones. Había algo más que la muerte en el tema de aquella animada reunión: estaba también, y sobre todo, el hedor. La muerte de Eunío hedía. ¿Vestido de cortesana? Pero… ¿Borracho?… ¿Loco?… ¿El hijo mayor de Trisipo?… ¿Eunío, el hijo del estratego?… ¿El efebo de la Academia?… ¿Un cuchillo?… Pero… Aún era demasiado pronto para proponer teorías, explicaciones, enigmas: el interés general, por ahora, se concentraba en los hechos. Los hechos eran algo así como basura bajo la cama: nadie sabía exactamente cuáles habían sido, pero todos podían percibir su mal olor.
Trisipo, sentado como un patriarca en una silla del cenáculo y rodeado de familiares y amigos, recibía las muestras de condolencia sin preocuparse por quién se las daba: extendía una mano o las dos, erguía la cabeza, agradecía, se mostraba confuso, ni triste ni irritado sino confuso (eso era lo que le hacía digno de compasión), como si la presencia de tanta gente hubiera acabado por desconcertarlo, y se preparaba para alzar la voz e improvisar un discurso fúnebre. La emoción había oscurecido aún más la broncínea piel de su rostro, del que pendía una barba gris y deshecha, acentuando la sucia blancura de su cicatriz y otorgándole una extraña apariencia de hombre mal construido, elaborado a trozos. Por fin pareció hallar las palabras adecuadas y, tras imponer débilmente el silencio, dijo:
[47] Aquí concluye el capítulo quinto. He terminado de traducirlo después de mi conversación con el profesor Arístides. Arístides es un hombre bonachón y cordial, de amplios ademanes y sonrisa escueta. Como el personaje de Pónsica en este libro, más parece hablar con las manos que con el rostro, cuyas expresiones mantiene bajo una férrea disciplina. Quizá sean sus ojos… iba a decir «vigilantes»… (la eidesis se ha infiltrado también en mis pensamientos)… quizá sean sus ojos, digo, el único detalle móvil y humano en ese yermo de facciones regordetas y barbita negra y picuda al estilo oriental. Me recibió en el amplio salón de su casa. «Bienvenido», me dijo tras su breve sonrisa, y señaló una de las sillas que había frente a la mesa. Comencé por hablarle de la obra. Arístides no sabía de la existencia de ninguna
Cuando le mencioné la eidesis, adoptó una expresión más concentrada.
– Es curioso -dijo-, pero Montalo dedicó sus últimos años de vida a estudiar los textos eidéticos: tradujo una buena cantidad de ellos y elaboró la versión definitiva de varios originales. Yo diría, incluso, que llegó a obsesionarse con la eidesis. Y no es para menos: conozco compañeros que han empleado toda la vida en descubrir la clave final de una obra eidética. Te aseguro que pueden convertirse en el peor veneno que ofrece la literatura -se rascó una oreja-. No creas que exagero: yo mismo, al traducir algunas, no podía evitar soñar con las imágenes que iba desvelando. Y a veces te juegan malas pasadas. Recuerdo un tratado astronómico de Alceo de Quiridón donde se repetía, en todas sus variantes, la palabra «rojo» acompañada casi siempre por otras dos: «cabeza» y «mujer». Pues bien: comencé a soñar con una hermosa mujer pelirroja… Su rostro… incluso llegué a verlo… me atormentaba… -hizo una mueca-. Al fin supe, por otro texto que cayó en mis manos casualmente, que una antigua amante del autor había sido condenada a muerte en un juicio injusto: el pobre hombre había ocultado bajo eidesis la imagen de su decapitación. Podrás imaginarte qué terrible sorpresa me llevé… Aquel hermoso fantasma de pelo rojo… transformado de repente en una cabeza recién cortada manando sangre… -enarcó las cejas y me miró, como invitándome a compartir su desilusión-. Escribir es extraño, amigo mío: en mi opinión, la primera actividad más extraña y terrible que un hombre puede realizar -y añadió, regresando a su económica sonrisa-: Leer es la segunda.
– Pero hablando de Montalo…
– Sí, sí. Él fue mucho más lejos en su obsesión por la eidesis. Opinaba que los textos eidéticos podían constituir una prueba irrefutable de la Teoría de las Ideas de Platón. Supongo que la conoces…
– Naturalmente -repliqué-. Todo el mundo la conoce. Platón afirmaba que las ideas existen con independencia de nuestros pensamientos. Decía que eran entes reales, incluso mucho más reales que los seres y los objetos.
No pareció hallarse muy complacido con mi resumen de la obra platónica, pero su pequeña y regordeta cabeza se movió en un gesto de asentimiento.
– Sí… -titubeó-. Montalo creía que, si un texto eidético cualquiera evoca en
– Esto último no lo he cogido -dije.
– Es una consecuencia derivada de lo anterior: si todos encontramos la misma idea en una obra eidética, las Ideas existen, y si las Ideas existen, el mundo es racional, tal como Platón y la mayoría de los antiguos griegos lo concebían; y un mundo racional, hecho a medida de nuestros pensamientos e ideales, ¿qué es sino un mundo bueno, hermoso y justo?
– Por lo tanto -murmuré, asombrado-, para Montalo, un texto eidético era poco menos que… la clave de la existencia.
– Algo así -Arístides lanzó un breve suspiro y se contempló las pulcras uñitas de sus dedos-. Excuso decirte que nunca encontró la prueba que buscaba. Quizás esta frustración fue la principal responsable de su enfermedad…
– ¿Enfermedad?
Levantó una ceja con curiosa destreza.
– Montalo se volvió loco. Sus últimos años de vida los pasó encerrado en su casa. Todos sabíamos que estaba enfermo y que no aceptaba visitas, así que lo dejamos declinar en paz. Y un día, su cuerpo apareció devorado por las alimañas… en el bosque de los alrededores… Seguramente había estado vagando sin rumbo fijo, durante uno de sus accesos de locura, y al final se desmayó y… -su voz fue extinguiéndose poco a poco, como si con aquel tono quisiera representar (¿eidéticamente?) el triste final de su amigo. Por último, concluyó con una sola frase, en el límite de la audición humana-: Qué muerte más horrible…
– ¿Sus brazos se hallaban ilesos? -pregunté, estúpidamente.
[48] «Sucio, plagado de correcciones y manchas, frases ilegibles o corruptas», afirma Móntalo acerca del papiro del sexto capítulo.
[49] «Las frases parecen perseguir adrede la vulgaridad. La prosa ha perdido el lirismo de los capítulos previos: ha aparecido la sátira, la vacua burla de la comedia, la mordacidad, la repugnancia. El estilo es como un residuo del original, un desperdicio arrojado a este capítulo», afirma Móntalo, y participo por completo de su opinión. Añadiría que las imágenes de «suciedad» y «escombros» parecen presagiar que el Trabajo oculto es el de los Establos de Augías, donde el héroe debe limpiar de excrementos las cuadras del rey de la Elide. Es, más o menos, lo que ha tenido que hacer Móntalo: «He limpiado el texto de frases corruptas y pulido algunas expresiones; el resultado no resplandece, pero, al menos, resulta más higiénico».