– Claro que no.
– Pues lo mismo pensé yo. Mi razonamiento fue el siguiente: «Si Eunío ha sido el único responsable de su muerte, la Academia no sufrirá daño; la gente, incluso, se alegrará de que el higo enfermo haya sido apartado de los sanos. Pero si hay alguien detrás de la muerte de Eunío ¿cómo evitar el caos, el pánico, la sospecha?». Aún más: piensa en la posibilidad de que a cualquiera de nuestros detractores (y tenemos muchos) se le ocurriera establecer peligrosas comparaciones con la muerte de Trámaco… ¿Te imaginas lo que sucedería si se extendiera la noticia de que alguien está matando a nuestros alumnos?
– Te olvidas de un detalle tonto -sonrió Heracles-: Con tu decisión contribuyes a que el asesinato de Eunío quede impune…
– ¡No! -exclamó Diágoras, triunfal por primera vez-. Ahí te equivocas. Yo pensaba decirte a ti la verdad. De esta forma, tú seguirías investigando en secreto, sin riesgo para la Academia, y atraparías al culpable…
– Un plan magistral -ironizó el Descifrador-. Y dime, Diágoras, ¿cómo lo hiciste? Quiero decir, ¿colocaste también la daga en su mano?
Sonrojándose, el filósofo retornó a su actitud mustia y trascendente.
– ¡No, por Zeus, jamás se me hubiera ocurrido tocar el cadáver!… Cuando el esclavo me llevó hasta el lugar, se hallaban presentes los servidores del astínomo y el propio astínomo. Les expliqué la versión que había ido elaborando por el camino y cité los nombres de antiguos discípulos que, llegado el caso, sabía que confirmarían todo lo que yo dijera… Precisamente, al ver el puñal en su mano y percibir aquel fuerte olor a vino, pensé que mi explicación era plausible… De hecho, ¿por qué no pudo ser así, Heracles? El astínomo, que había examinado el cuerpo, me dijo que todas las heridas estaban al alcance de su mano derecha… No había cortes en la espalda, por ejemplo… En verdad, parece que fue él mismo quien…
Diágoras se calló al advertir un repunte de enojo en la fría mirada del Descifrador.
– Por favor, Diágoras, no ofendas mi inteligencia citando la opinión de un miserable limpiabasuras como el astínomo… Yo soy Descifrador de Enigmas.
– ¿Y qué te hace pensar que Eunío haya sido asesinado? Olía a vino, se había vestido de mujer, sostenía una daga con su mano derecha y podía haberse producido él mismo todas las heridas… Conozco varios casos horribles en relación con los efectos del vino puro en los espíritus jóvenes. Esta misma mañana me vino a la memoria el de un efebo de mi demo, que se emborrachó por primera vez durante unas Leneas y se golpeó la cabeza contra un muro hasta morir… Así pues, pensé…
– Tú empezaste a pensar cosas, como siempre -lo interrumpió Heracles con placidez-, y yo me limité a examinar el cuerpo: ahí tienes la gran diferencia entre un filósofo y un Descifrador.
– ¿Y qué hallaste en el cuerpo?
– El vestido. El peplo que llevaba encima, y que estaba desgarrado por las cuchilladas…
– Sí, ¿y qué?
– Los desgarros no guardaban relación con las heridas que había debajo. Hasta un niño hubiera podido darse cuenta… Bueno, un niño no, pero yo sí. Me bastó un simple examen para comprobar que, sobre el desgarro lineal de la tela, yacía una herida circular, y que el producido por una punción profunda se correspondía, en la piel, con un trayecto rectilíneo y superficial… Es obvio que alguien lo vistió de mujer después de que recibiera las puñaladas… no sin antes desgarrar y manchar la ropa de sangre, claro.
– Increíble -se admiró Diágoras con sinceridad.
– Consiste, tan sólo, en saber ver las cosas -replicó el Descifrador, indiferente-. Por si fuera poco, nuestro asesino se equivocó también en otro detalle: no había sangre cerca del cadáver. Si Eunío se hubiera provocado a sí mismo esos salvajes cortes, los escombros y desperdicios cercanos mostrarían un reguero de sangre, por lo menos. Pero no había sangre en los escombros: eran basura limpia, valga la expresión. Lo cual significa que Eunío no recibió allí las puñaladas, sino que fue herido en otro lugar y trasladado después a esa zona en ruinas del Cerámico Interior…
– Oh, por Zeus…
– Y quizás este último error haya sido decisivo -Heracles entrecerró los ojos y se atusó la pulcra barba plateada mientras meditaba. Entonces dijo-: En todo caso, aún no entiendo por qué vistieron a Eunío de mujer y le colocaron esto en la mano…
Extrajo el objeto de su manto. Ambos lo contemplaron en silencio.
– ¿Por qué crees que fue otro quien lo puso? -preguntó Diágoras-. Eunío pudo haberlo cogido antes de…
Heracles negó con la cabeza, impaciente.
– El cadáver de Eunío ya no manaba sangre y estaba rígido -explicó-. Si Eunío hubiera tenido esto en la mano cuando murió, la contractura de los dedos habría impedido que yo se lo quitara con tanta facilidad como lo hice. No: alguien lo disfrazó de muchacha y se lo introdujo entre los dedos…
– Pero, por los sagrados dioses, ¿por qué razón?
– No lo sé. Y me desconcierta. Es la parte del texto que aún no he traducido, Diágoras… Aunque puedo asegurarte, modestamente, que no soy mal traductor -y de repente Heracles dio media vuelta y comenzó a bajar por las escalinatas de la Stoa-. ¡Pero, ea, ya está todo dicho! ¡No perdamos más tiempo! ¡Nos queda por realizar otro Trabajo de Hércules!
– ¿Adónde vamos?
Diágoras tuvo que apresurar el paso para alcanzar a Heracles, que exclamó:
– ¡A conocer a un individuo muy peligroso que quizá nos ayude!… ¡Vamos al taller de Menecmo!
Y, mientras se alejaba, volvió a guardar en su manto el marchito lirio blanco. [51]
En la oscuridad, una voz preguntó: -¿Hay alguien aquí? [52]
En la oscuridad, una voz preguntó:
– ¿Hay alguien aquí?
El lugar era tenebroso y polvoriento; el suelo estaba repleto de escombros y quizá también de basura, cosas que sonaban y se dejaban pisar como si fueran piedras y cosas que sonaban y se dejaban pisar como si fueran restos blandos o quebradizos. La oscuridad era absoluta: no se sabía por dónde se avanzaba ni hacia dónde. El recinto podía ser enorme o muy pequeño; quizás existía otra salida además del pórtico de entrada, o quizás no.
– Heracles, aguarda -susurró otra voz-. No te veo.
Por ello, el más débil de los ruidos representaba un irrefrenable sobresalto.
– ¿Heracles?
– Aquí estoy.
– ¿Dónde?
– Aquí.
Y por ello, descubrir que en verdad había alguien era casi gritar.
– ¿Qué ocurre, Diágoras?
– Oh dioses… Por un momento pensé… Es una estatua.
Heracles se acercó a tientas, extendió la mano y tocó algo: si hubiera sido el rostro de un ser vivo, sus dedos se hubieran hundido directamente en los ojos. Palpó las pupilas, reconoció la pendiente de la nariz, el contorno ondulado de los labios, el demediado promontorio de la barbilla. Sonrió y dijo:
– En efecto, es una estatua. Pero debe de haber muchas por aquí: se trata de su taller.
– Tienes razón -admitió Diágoras-. Además, casi puedo verlas ya: los ojos se me están acostumbrando.
Era cierto: el pincel de las pupilas había comenzado a dibujar siluetas de color blanco en medio de la negrura, esbozos de figuras, borradores discernibles. Heracles tosió -el polvo lo asediaba- y removió con la sandalia la suciedad que yacía bajo sus pies: un ruido semejante a agitar un cofre lleno de abalorios.
– ¿Dónde se habrá metido? -dijo.
– ¿Por qué no lo aguardamos en el zaguán? -sugirió Diágoras, incómodo por la inagotable penumbra y el lento brotar de las esculturas-. No creo que tarde en venir…
– Está aquí-dijo Heracles-. Si no, ¿por qué iba a dejar la puerta abierta?
– Es un lugar tan extraño…
– Es un taller de artista, simplemente. Lo extraño es que las ventanas estén clausuradas. Vamos.
Avanzaron. Ya era más fácil hacerlo: sus miradas amanecían paulatinamente sobre las islas de mármol, los bustos asentados en altas repisas de madera, los cuerpos que aún no habían escapado de la piedra, los rectángulos donde se grababan frisos. El mismo espacio que los contenía empezaba a ser visible: era un taller bastante amplio, con una entrada en un extremo, tras un zaguán, y lo que parecían pesadas colgaduras o cortinajes en el extremo opuesto. Una de las paredes se hallaba arañada por filamentos de oro, débiles manchas resplandecientes que discurrían por la madera de enormes postigos cerrados. Las esculturas, o los bloques de piedra en las cuales se gestaban, se distribuían a intervalos irregulares por todo el lugar, sobresaliendo entre los desperdicios del arte: residuos, esquirlas, guijarros, arenisca, herramientas, escombros y pedazos desgarrados de tela. Frente a los cortinajes se erguía un podio de madera bastante grande al que se accedía por dos escaleras cortas situadas a los costados. Sobre el podio se vislumbraba una cordillera de sábanas blancas asediada por un vertedero de cascotes. Hacía frío entre aquellos muros, y, por extraño que parezca, olía a piedra: un aroma inesperadamente denso, sucio, semejante a olfatear el suelo aspirando con fuerza hasta atrapar también la picante levedad del polvo.
[51] Yo podría ayudarte, Heracles, pero ¿cómo decirte todo lo que sé? ¿Cómo vas a saber, por muy listo que seas, que esto no es una pista
[52] Interrumpo la traducción pero sigo escribiendo: de este modo, suceda lo que suceda, dejaré constancia de mi situación. En pocas palabras:
Acabo de regresar de mi exploración particular: no había nadie, ni he notado nada fuera de lo común. No creo que me hayan robado. La puerta principal no ha sido forzada. Es verdad que la puerta de la cocina, que da a un patio exterior, estaba abierta, pero quizá la dejé así yo mismo, no lo recuerdo. Lo cierto es que exploré todos los rincones. Distinguí las formas familiares de mis muebles en la oscuridad (pues no quise brindarle a mi visitante la oportunidad de saber dónde me encontraba, y no usé ninguna luz). Fui al zaguán y a la cocina, a la biblioteca y al dormitorio. Pregunté varias veces: -¿Hay alguien aquí?
Después, más tranquilo, encendí algunas luces y comprobé lo que acabo de referir: que todo parece haber sido una falsa alarma. Ahora, sentado en mi escritorio otra vez, mi corazón se tranquiliza paulatinamente. Pienso: un simple azar. Pero también pienso: anoche
Pienso ahora en Montalo. Hice más averiguaciones en los últimos días. En resumen, puede decirse que su exacerbada soledad no era tan extraña: a mí me ocurre lo mismo. Ambos escogimos el campo para vivir, y casas amplias, cuadriculadas por patios interiores y exteriores, como las antiguas mansiones griegas de los ricos de Olinto o Trecén. Y ambos nos hemos dedicado a la pasión de traducir los textos que la Hélade nos legó. No hemos disfrutado (o sufrido) el amor de una mujer, no hemos tenido hijos, y nuestros amigos (Arístides, por ejemplo, en su caso; Helena -con obvias diferencias- en el mío) han sido sobre todo compañeros de profesión. Surgen algunas preguntas: ¿qué pudo sucederle a Móntalo en los últimos años de su vida? Arístides me dijo que estaba obsesionado con probar la teoría de las Ideas de Platón mediante un texto eidético… ¿Quizá La caverna contiene la prueba que buscaba, y eso lo enloqueció? ¿Y por qué, si era experto en obras eidéticas, no advierte en su edición que La caverna lo es?
Aunque no sé muy bien el motivo, cada vez estoy más seguro de que la respuesta a estos interrogantes se oculta en el texto. Debo seguir traduciendo. Pido disculpas al lector por la interrupción. Comienzo de nuevo en la frase: «En la oscuridad, una voz preguntó».