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– Somos más lentos y torpes que los espartanos…

– Es la molicie de la paz: ya ni siquiera nos apetece alistarnos para matar lobos…

Otro hombre contemplaba las tablillas con el mismo embrutecido interés que los demás. Por la expresión neutra de su rostro, adosado a una esférica y calva cabeza, hubiérase dicho que sus pensamientos eran torpes o avanzaban despaciosos. Lo que le ocurría, sin embargo, era que apenas había descansado en toda la noche. «Ya es hora de visitar al Descifrador», pensó. Se alejó del Monumento y encauzó sus pasos lentamente hacia el barrio Escambónidai.

¿Qué ocurría con el día?, se preguntó Diágoras. ¿Por qué parecía que todo se arrastraba a su alrededor con torpe y melífera lentitud? [65] El carro del sol estaba paralizado en el labrantío del cielo; el tiempo parecía hidromiel espesa; era como si las diosas de la Noche, la Aurora y la Mañana se hubieran negado a transcurrir y permaneciesen quietas y unidas, fundiendo oscuridad y luz en un atascado color grisáceo. Diágoras se sentía lento y confuso, pero la ansiedad lo mantenía enérgico. La ansiedad era como un peso en el estómago, despuntaba en el lento sudor de sus manos, lo azuzaba como el tábano del ganado, obligándolo a avanzar sin pensar.

El trayecto hasta la casa de Heracles Póntor le pareció interminable como el recorrido de Maratón. El jardín había enmudecido: sólo la lenta cantilena de un cuco adornaba el silencio. Llamó a la puerta con fuertes golpes, aguardó, escuchó unos pasos y, cuando la puerta se abrió, dijo:

– Quiero ver a Heracles Po…

La muchacha no era Pónsica. Su pelo, rizado y revuelto, se hallaba flotando libremente sobre la angulosa piel de su cabeza. No era hermosa, no exactamente hermosa, pero sí rara, misteriosa, desafiante como un jeroglífico en una piedra: ojos claros como el cuarzo, que no parpadeaban; labios gruesos; un cuello delgado. El peplo apenas formaba colpos sobre su busto prominente y… ¡Por Zeus, ahora recordaba quién era ella!

– Pasa, pasa, Diágoras -dijo Heracles Póntor asomando su cabeza por detrás del hombro de la muchacha-. Estaba esperando a otra persona, y por eso…

– No quisiera molestarte… si estás ocupado -los ojos de Diágoras se dirigían alternativamente a Heracles y a la muchacha, como si esperasen una respuesta por parte de ambos.

– No me molestas. Vamos, entra -hubo un instante de torpe lentitud: la muchacha se hizo a un lado en silencio; Heracles la señaló-. Ya conoces a Yasintra… Ven. Hablaremos mejor en la terraza del huerto.

Diágoras siguió al Descifrador a través de los oscuros pasillos; sintió -no quiso volver la cabeza- que ella no venía detrás, y respiró aliviado. Afuera, la luz del día regresó con cegadora potencia. Hacía calor, pero no molestaba. Entre los manzanos, inclinada sobre el brocal de un pozo de piedra blanca, se hallaba Pónsica afanándose en sacar agua con un pesado cubo; sus gemidos de esfuerzo resonaban como débiles ecos a través de la máscara. Heracles condujo a Diágoras hasta el borde del muro del soportal, y lo invitó a sentarse. El Descifrador se hallaba contento, incluso entusiasmado: se frotaba las gruesas manos, sonreía, sus mofletudas mejillas enrojecían -¡enrojecían!-, su mirada poseía un novedoso destello picaro que asombraba al filósofo.

– ¡Ah, esa muchacha me ha ayudado mucho, aunque no te lo creas!

– Claro que me lo creo.

Heracles pareció sorprendido al comprender las sospechas de Diágoras.

– No es lo que imaginas, buen Diágoras, por favor… Permíteme contarte lo que ocurrió anoche, cuando regresé a casa tras haber completado satisfactoriamente todo mi trabajo…

Las coruscas sandalias de Selene ya habían llevado a la diosa más allá de la mitad del surco celeste que labraba todas las noches, cuando Heracles llegó a su casa y penetró en la oscuridad familiar de su jardín, bajo la espesura de las hojas de los árboles, que, plateadas por los efluvios fríos de la luna, se meneaban en silencio sin perturbar el tenue descanso de las ateridas avecillas que dormitaban en las pesadas ramas, congregadas en los densos nidos… [66]

Entonces la vio: una sombra erguida entre los árboles, forjada en relieve por la luna. Se detuvo bruscamente. Lamentó no tener la costumbre (en su oficio a veces era necesario) de llevar una daga bajo el manto.

Pero la silueta no se movía: era un volumen piramidal oscuro, de base amplia y quieta y cúspide redonda florecida de cabellos bordados en gris brillante.

– ¿Quién eres? -preguntó él.

– Yo.

Una voz de hombre joven, quizá de efebo. Pero sus matices… La había escuchado antes, de eso estaba seguro. La silueta dio un paso hacia él.

– ¿Quién es «yo»?

– Yo.

– ¿A quién buscas?

– A ti.

– Acércate más, para que pueda verte.

– No.

Él se sintió incómodo: le pareció que el desconocido tenía miedo y, al mismo tiempo, no lo tenía; que era peligroso y, a la vez, inocuo. Razonó de inmediato que tal oposición de cualidades era propia de una mujer. Pero… ¿quién? Pudo advertir, de reojo, que un grupo de antorchas se aproximaba por la calle; sus integrantes cantaban con voces desafinadas. Quizás eran los supervivientes de alguna de las últimas procesiones leneas, pues éstos, en ocasiones, regresaban a sus casas contagiados por las canciones que habían escuchado o entonado durante el ritual, impelidos por la anárquica voluntad del vino.

– ¿Te conozco?

– Sí. No -dijo la silueta.

Aquella enigmática respuesta fue -paradójicamente- la que le reveló por fin su identidad.

– ¿Yasintra?

La silueta demoró un poco en responder. Las antorchas se acercaban, en efecto, pero no parecieron moverse durante todo aquel intervalo.

– Sí.

– ¿Qué quieres?

– Ayuda.

Heracles decidió acercarse, y su pie derecho avanzó un paso. El canto de los grillos pareció desfallecer. Las llamas de las antorchas se movieron con la desidia de pesadas cortinas agitadas por la trémula mano de un viejo. El pie izquierdo de Heracles recorrió otro eleático segmento. Los grillos reanudaron su canto. Las llamas de las antorchas mudaron imperceptiblemente de forma, como nubes. Heracles alzó el pie derecho. Los grillos enmudecieron. Las llamas rampaban, petrificadas. El pie descendió. Ya no existían sonidos. Las llamas estaban quietas. El pie se hallaba detenido sobre la hierba… [67]

Diágoras tenía la impresión de haber estado escuchando a Heracles durante largo tiempo.

– Le he ofrecido mi hospitalidad y he prometido ayudarla -explicaba Heracles-. Está asustada, pues la han amenazado recientemente, y no sabía a quién acudir: nuestras leyes no son benévolas con las mujeres de su profesión, ya sabes.

– Pero ¿quiénes la han amenazado?

– Los mismos que la amenazaron antes de que habláramos con ella, por eso huyó cuando nos vio. Pero no te impacientes, pues voy a explicártelo todo. Creo que disponemos de algún tiempo, porque ahora el asunto consiste en aguardar las noticias… ¡Ah, estos últimos momentos de la resolución del enigma constituyen un placer especial para mí! ¿Quieres una copa de vino no mezclado?

– Esta vez, sí -murmuró Diágoras.

Cuando Pónsica se marchó después de dejar sobre el muro del soportal una pesada bandeja con dos copas y una crátera de vino no mezclado, Heracles dijo:

– Escucha sin interrumpirme, Diágoras: las explicaciones tardarán más si me distraigo.

Y empezó a hablar mientras se desplazaba de un lugar a otro del porche con lentos y torcidos pasos, dirigiéndose ora a las paredes, ora al reluciente huerto, como si estuviera ensayando un discurso destinado a la Asamblea. Sus obesas manos envolvían las palabras en morosos ademanes. [68]

Trámaco, Antiso y Eunío conocen a Menecmo. ¿Cuándo? ¿Dónde? No se sabe, pero tampoco importa. Lo cierto es que Menecmo les ofrece posar como modelos para sus esculturas e intervenir en sus obras de teatro. Pero, además, se enamora de ellos y los invita a participar en sus fiestas licenciosas con otros efebos. [69] Sin embargo, prodiga más atenciones a Antiso que a los otros dos. Estos empiezan a sentir celos, y Trámaco amenaza a Menecmo con contarlo todo si el escultor no reparte su cariño de forma más equitativa. [70] Menecmo se asusta, y arregla una cita con Trámaco en el bosque. Trámaco finge que se marcha a cazar, pero en realidad se dirige al lugar convenido y discute con el escultor. Este, bien premeditadamente, bien en un momento de ofuscación, le golpea hasta dejarlo muerto o inconsciente y abandona su cuerpo para que las alimañas lo devoren. Antiso y Eunío se atemorizan al saber la noticia, y, una noche, confrontan a Menecmo y le piden explicaciones. Menecmo confiesa el crimen con frialdad, quizá para amenazarles, y Antiso decide huir de Atenas so pretexto de su reclutamiento. Eunío, que no puede escapar del dominio de Menecmo, se asusta y quiere delatarle, pero el escultor también lo liquida. Antiso lo presencia todo. Menecmo, entonces, decide acuchillar salvajemente el cadáver de Eunío, y después lo rocía de vino y lo viste de muchacha, con el fin de hacer creer que se trata de un acto de locura del ebrio adolescente. [71]

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[65] ¡Es la eidesis, idiota, la eidesis, la EIDESIS! La eidesis lo modifica todo, se introduce en todo, influye en todo: ahora es la idea de «lentitud», que oculta, a su vez, otra idea… (N. del T.)

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[66] Lo siento, pero no lo soporto. La eidesis se ha infiltrado también en las descripciones, y el encuentro de Heracles con Yasintra está narrado con exasperante lentitud. Abusando de mi privilegio de traductor, intentaré condensarlo para ir más rápido, limitándome a narrar lo esencial. (N. del T.)

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[67] Aquí me detengo yo. El resto del larguísimo párrafo es una agobiante descripción de cada uno de los pasos de Heracles acercándose a Yasintra: sin embargo, paradójicamente, el Descifrador nunca llega a alcanzarla -lo que recuerda al «Aquiles nunca alcanzará a la tortuga» de Zenón de Elea (de ahí la expresión «eleático segmento»)-. Todo esto sugiere, junto a la frecuencia con que se repiten términos como «lento», «pesado» o «torpe» y las metáforas sobre labranza, el Trabajo de los Bueyes de Geriones, el lento ganado que Hércules debe robarle al monstruo del mismo nombre. El «torcido paso» que se menciona a veces es homérico, pues los bueyes, para el autor de la Ilíada, son animales de «torcido paso»… Y hablando de pesadez y lentitud, debo anotar aquí que por fin he podido hacer mis necesidades completas, lo cual me ha puesto de buen humor. Quizás el cese de mi estreñimiento sea señal de buen augurio, de rapidez y de obtención de metas. (N. del T.)

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[68] La densa explicación que Heracles Póntor ofrece del misterio constituye otro refuerzo de la eidesis, pues el Descifrador, de ordinario tan parco, se extiende aquí en largas y bizarras digresiones que avanzan con la lentitud de los bueyes geriónicos. He decidido elaborar una versión resumida. Anotaré, cuando me parezca oportuno, algunos comentarios originales. (N. del T.)

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[69] «Podemos imaginar sus risas nocturnas», dice Heracles, «los sutiles contoneos frente al lento cincel de Menecmo, las espaciosas travesuras del amor, los núbiles cuerpos enrojecidos por las antorchas…». (N. del T.)

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[70] «Y, tras el hechizante sorbo de vino del placer, el agrio poso de las discusiones», dice Heracles. (N. del T.)

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[71] «¡Observa la astucia de Menecmo!», advierte Heracles. «No en vano es un artista: sabe que el aspecto, la apariencia, es un cordial de poderoso efecto. Cuando vimos a Eunío apestando a vino y vestido de mujer, nuestro primer pensamiento fue: "Un joven que se emborracha y se disfraza así es capaz de cualquier cosa". ¡He aquí la trampa: los hábitos de nuestro juicio moral niegan por completo las evidencias de nuestro juicio racional!» (N. del T.)