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– … Eumarco le amenaza. Muy bien. Entonces…

– ¡… significa enseñar, y enseñar es un deber sagrado…!

– … luchan, y Eumarco cae, claro está…

– ¡… enseñar significa moldear las almas…!

– … Antiso, quizá, quiere proteger a Eumarco…

– ¡… un buen mentor conoce a sus discípulos…!

– … de acuerdo, pero entonces, ¿por qué destrozarlos así?…

– … si no es así, ¿por qué enseñar?…

– Me he equivocado.

– ¡Me he equivocado!

Se detuvieron. Por un momento se miraron desconcertados y ansiosos, como si cada uno de ellos fuera lo que el otro necesitaba con más premura en aquel instante. El rostro de Heracles parecía envejecido. Dijo, con increíble lentitud:

– Diágoras… reconozco que en todo este asunto me he movido con la torpeza de una vaca. Mis pensamientos jamás habían sido tan pesados y torpes como ahora. Lo que más me sorprende es que los acontecimientos poseen cierta lógica, y mi explicación resulta, en general, satisfactoria, pero… existen detalles… muy pocos, en efecto, pero… Me gustaría disponer de algún tiempo para meditar. No te cobraré este tiempo extra.

Diágoras se detuvo y colocó ambas manos en los robustos hombros del Descifrador. Entonces lo miró directamente a los ojos y dijo:

– Heracles: hemos llegado al final.

Hizo una pausa y lo repitió con lentitud, como si hablara con un niño:

– Hemos llegado al final. Ha sido un camino largo y difícil. Pero aquí estamos. Concédele un descanso a tu cerebro. Yo intentaré, por mi parte, que mi alma también repose.

De repente el Descifrador se apartó con brusquedad de Diágoras y siguió avanzando por la cuesta. Entonces pareció recordar algo, y se volvió hacia el filósofo.

– Voy a encerrarme en casa a meditar -dijo-. Si hay noticias, ya las recibirás.

Y, antes de que Diágoras pudiese impedirlo, se introdujo entre los surcos de la lenta y pesada muchedumbre que bajaba por la calle en aquel momento, atraída por la tragedia.

Algunos dijeron que había sucedido con rapidez. Pero la mayoría opinó que todo había sido muy lento. Quizás fuera la lentitud de lo rápido, que acontece cuando las cosas se desean con intenso fervor, pero esto no lo dijo nadie.

Lo que ocurrió, ocurrió antes de que se declararan las sombras de la tarde, mucho antes de que los mercaderes metecos cerraran sus comercios y los sacerdotes de los templos alzaran los cuchillos para los últimos sacrificios: nadie midió el tiempo, pero la opinión general afirmaba que fue en las horas posteriores al mediodía, cuando el sol, pesado de luz, comienza a descender. Los soldados montaban guardia en las Puertas, pero no fue en las Puertas donde sucedió. Tampoco en los cobertizos, donde algunos se aventuraron a entrar pensando que lo hallarían acurrucado y tembloroso en un rincón, como una rata hambrienta. En realidad, las cosas transcurrieron ordenadamente, en una de las populosas calles de los alfareros nuevos.

Una pregunta avanzaba en aquel momento por la calle, torpe pero inexorable, con lenta decisión, de boca en boca:

– ¿Has visto a Menecmo, el escultor del Cerámico?

La pregunta reclutaba hombres, como una fugacísima religión. Los hombres, convertidos, se transformaban en flamantes portadores del interrogante. Algunos se quedaban por el camino: eran los que sospechaban dónde podía estar la respuesta… ¡Un momento, no hemos mirado en esta casa! ¡Esperad, preguntémosle a este viejo! ¡No tardaré, voy a comprobar si mi teoría es cierta!… Otros, incrédulos, no se unían a la nueva fe, pues pensaban que la pregunta podía formularse mejor de esta forma: ¿has visto a aquel a quien jamás has visto ni verás nunca, pues mientras yo te pregunto él ya está muy lejos de aquí?… De modo que meneaban lentamente la cabeza y sonreían pensando: eres un estúpido si crees que Menecmo va a estar aguardando a…

Sin embargo, la preguntaba avanzaba.

En aquel instante, su paso torcido y arrollador alcanzó la minúscula tienda de un alfarero meteco.

– Claro que he visto a Menecmo -dijo uno de los hombres que contemplaban, distraídos, las mercancías.

El que había hecho la pregunta iba a pasar de largo, el oído acostumbrado a la respuesta de siempre, pero pareció golpearse contra un muro invisible. Se volvió para observar un rostro curtido por tranquilos surcos, una barba descuidada y rala y varios mechones de cabellos de color gris.

– ¿Dices que has visto a Menecmo? -preguntó, ansioso-. ¿Dónde?

El hombre contestó:

– Yo soy Menecmo.

Dicen que sonreía. No, no sonreía. ¡Sonreía, Hárpalo, lo juro por los ojos de lechuza de Atenea! ¡Y yo por el negro río Estigia: no sonreía! ¿Tú estabas cerca de él? ¡Tan cerca como ahora lo estoy de ti, y no sonreía: hacía una mueca, pero no era una sonrisa! ¡Sonreía, yo también lo vi: cuando lo cogisteis de los brazos entre varios, sonreía, lo juro por…! ¡Era una mueca, necio: como si yo hiciera así con la boca! ¿Te parece que estoy sonriendo ahora? Me pareces un estúpido. Pero ¿cómo, por el dios de la verdad, cómo iba a sonreír, sabiendo lo que le espera? Y si sabe lo que le espera, ¿por qué se ha entregado en vez de huir de la Ciudad?

La pregunta había dado a luz múltiples crías, todas deformes, agonizantes, muertas al caer la noche…

El Descifrador de Enigmas se hallaba sentado ante el escritorio, una mano apoyada en la gruesa mejilla, pensando. [76]

Yasintra penetró en la habitación sin hacer ruido, de modo que cuando él alzó la vista la halló de pie en el umbral, su imagen dibujada por las sombras. Vestía un largo peplo atado con fíbula al hombro derecho. El seno izquierdo, atrapado apenas por un cabo de tela, se mostraba casi desnudo. [77]

– Sigue trabajando, no quiero molestarte -dijo Yasintra con su voz de hombre.

Heracles no parecía molesto.

– ¿Qué quieres? -dijo. [78]

– No interrumpas tu labor. Parece tan importante…

Heracles no sabía si ella se burlaba (resultaba difícil saberlo, porque, según creía, todas las mujeres eran máscaras). La vio avanzar lentamente, cómoda en la oscuridad.

– ¿Qué quieres? -repitió. [79]

Ella se encogió de hombros. Con lentitud, casi con desgana, acercó su cuerpo al de él.

– ¿Cómo puedes estar tanto tiempo ahí sentado, a oscuras? -preguntó con curiosidad.

– Estoy pensando -dijo Heracles-. La oscuridad me ayuda a pensar. [80]

– ¿Te gustaría que te diera un masaje? -murmuró ella.

Heracles la miró sin responder. [81]

Ella extendió sus manos hacia él.

– Déjame -dijo Heracles. [82]

– Sólo quiero darte un masaje -murmuró ella, juguetona.

– No. Déjame. [83]

Yasintra se detuvo.

– Me gustaría hacerte disfrutar -musitó.

– ¿Por qué? -pregunto Heracles. [84]

– Te debo un favor -dijo ella-. Quiero pagártelo.

– No es necesario. [85]

– Estoy tan sola como tú. Pero puedo hacerte feliz, te lo aseguro.

Heracles la observó. El rostro de ella no mostraba ninguna expresión.

– Si quieres hacerme feliz, déjame a solas un momento -dijo. [86]

Ella suspiró. Volvió a encogerse de hombros.

– ¿Te apetece comer algo? ¿O beber? -preguntó.

– No quiero nada. [87]

Yasintra dio media vuelta y se detuvo en el umbral.

– Llámame si necesitas algo -le dijo.

– Lo haré. Ahora vete. [88]

– Sólo tienes que llamarme, y vendré.

– ¡Vete ya! [89]

La puerta se cerró. La habitación quedó a oscuras otra vez. [90]

IX

Como los delitos que se le imputaban a Menecmo, hijo de Lacos, del demo de Carisio, eran de sangre -de «carne», como pretendían algunos-, el juicio se celebró en el Areópago, el tribunal de la colina de Ares, una de las instituciones más venerables de la Ciudad. Sobre sus mármoles se habían cocinado las fastuosas decisiones del gobierno en otros tiempos, pero, tras las reformas de Solón y Clístenes, su poder se había visto reducido a una simple magistratura encargada de juzgar los homicidios voluntarios, que sólo ofrecía a sus clientes condenas de muerte, pérdidas de derechos y ostracismos. No había ateniense, pues, que se deleitara observando las gradas blancas, las severas columnas y el alto podio de los arcontes situado frente a un pebetero redondo como un plato donde espumaban olorosas hierbas en honor de Atenea, cuyo aroma -afirmaban los entendidos- recordaba vagamente el de la carne humana asada. Sin embargo, en ocasiones, se celebraba un pequeño festín a costa de algún acusado notable.

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[76] Es mi postura preferida. Acabo de abandonarla, precisamente, para reanudar la traducción. Creo que el paralelismo es adecuado, porque en este capítulo todo parece suceder de forma doble: a unos al mismo tiempo que a otros. Se trata, sin duda, de un refuerzo sutil de la eidesis: los bueyes avanzan juntos, uncidos por la misma yunta. (N. del T.)

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[77] Ahora sé que el individuo que me ha encerrado aquí está completamente loco. Me disponía a traducir este párrafo cuando alcé la vista y lo vi frente a mí, igual que Heracles a Yasintra. Había entrado en mi celda sin hacer ruido. Su aspecto era ridículo: se envolvía con un largo manto negro y llevaba una máscara y una desbaratada peluca. La máscara imitaba el rostro de una mujer, pero su tono de voz y sus manos eran de hombre viejo. Sus palabras y sus movimientos (ahora, al continuar la traducción, lo he sabido) fueron idénticos a los de Yasintra en este diálogo (habló en mi idioma, pero la traducción fue exacta). Por ello, anotaré tan sólo mis propias respuestas después de las de Heracles. (N. del T.)

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[78] -¿Quién eres? -pregunté. (N. del T.)

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[79] Creo que aquí no dije nada. (N. del T.)

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[80] -¿A oscuras? ¡Yo no quiero estar a oscuras! -exclamé- ¡Tú eres quien me ha encerrado aquí! (N del T.)

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[81] -¿Un… masaje? ¿¿Estás loco?? (N. del T.)

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[82] -¡Apártate! -chillé, y me levanté de un salto. (N. del T.)

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[83] -¡¡No me toques!! -creo que dije en este punto, no estoy seguro. (N. del T.)

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[84] -Estás… estás completamente loco… -me horroricé. (N. del T.)

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[85] -¿Un favor?… ¿Qué favor?… ¿Traducir la obra?… (N. del T.)

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[86] -¡Déjame salir de aquí, y seré feliz! (N. del T.)

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[87] Sí!! ¡Tengo hambre! ¡Y sed!… (N. del T.)

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[88] -jEspera, por favor, no te vayas!… -me angustié de repente. (N. del T.)

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[89] -¡¡NO TE VAYAS!!… (N. del T.)

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[90] -¡¡No!! -grité y comencé a llorar.

Ahora que he recuperado la calma me pregunto: ¿qué ha pretendido conseguir mi secuestrador con esta pantomima absurda? ¿Demostrarme que conoce perfectamente la obra? ¿Darme a entender que sabe en todo momento por dónde va mi traducción?… ¡De lo que sí estoy seguro -¡oh dioses de los griegos, protegedme!- es de que he caído en manos de un viejo loco! (N. del T.)