Todo empezó cuando tenía seis años. Cuando su padre se marchó sin decir palabra. Él creía que su madre lo había matado, pero la verdad era aún peor.
Su propio padre no lo amaba.
¿Acaso su padre no sabía que su madre le hacía daño? ¿No veía la verdad? ¿Acaso no le importaba?
Cerró los puños sobre su diario de anotaciones sobre el halcón, y un sollozo amargo escapó de su garganta. ¿Qué importaba?
Se apoyó en el árbol más cercano y cerró los ojos, respirando la fragancia penetrante del pino, la savia agridulce y pegajosa, la tierra húmeda, las hojas y plantas pudriéndose.
Volvió a vivir la cacería.
Su presa era buena, pero él era mejor. Ella corría, pero él nunca la perdía de vista.
La vio caer, oyó el crujido del hueso por encima de la lluvia que caía y, en el último momento, decidió usar el cuchillo.
No tenía ninguna gracia disparar sobre una presa caída. Era un gesto muy poco deportivo.
Estaba oscuro, casi era medianoche, pero la piel blanquiazul de la chica se destacaba como un fulgor en la oscuridad.
Le tiró del pelo mojado hacia atrás con la mano izquierda y, sin vacilar, bajó el cuchillo y le rebanó el cuello blanquecino. El calor de su sangre lo sorprendió.
Saboreó unas gotas que le salpicaron los labios.
La dejó caer ahí donde estaba y miró.
La caza había terminado, pero ya lo corroía el impulso de encontrar otra presa. El corazón le latía con fuerza y la sangre fluía por su cuerpo como un torrente mientras se abandonaba a los recuerdos. Aquel poder intoxicante que sentía cuando la tenía para él solo. La sensación de victoria que, desgraciadamente, disminuía día a día hasta que no quedaba más alternativa que volver a cazar. La emoción de la caza era como un breve subidón, y ya volvía a hacerle falta. Añoraba tener ese poder en sus manos.
Sin embargo, antes tenía algo importante que hacer. Ahí, con Theron y Aglaia y sus huevos. Observando, esperando, escribiendo.
Sus pájaros lo necesitaban.
Tenía que resistir al impulso.
Capítulo 9
Mucho antes de que el sol asomara entre los montes, Quinn se despertó, presa de cierta agitación, todavía atrapado en sueños donde aparecía Miranda.
Los que saben repiten el mantra: El tiempo todo lo sana.
Era una mentira. Algunas heridas nunca sanaban, sobre todo cuando el herido no paraba de arrancarse las costras.
Miranda vivía y respiraba para el Carnicero. Para la justicia. Había vivido los últimos diez años en un limbo, entre el cielo y el infierno, esperando. Esperando a que el Carnicero cometiera un error. Buscando en el bosque los restos de sus víctimas. Como penitencia por haber sobrevivido.
Quinn había visto a demasiados colegas obsesionarse tanto con un caso concreto, especialmente difícil y angustioso, que todos los demás aspectos de su vida se resentían. Los matrimonios solían acabar en divorcio. Olvidaban a los amigos y, con el tiempo, los perdían. La búsqueda de la justicia para vivos y muertos podía consumir hasta al profesional más emocionalmente estable. Miranda era a la vez una víctima y una defensora, y no había nadie que conociera tan de cerca como ella la investigación sobre el Carnicero.
Miranda era una bomba de relojería a punto de implosionar. El hecho de que hubiera sobrevivido tanto tiempo sin una grave crisis de nervios era una incógnita sin explicación para él.
Eso no era del todo verdad, pensó, mientras se obligaba a dejar la cama. Miranda era, sin duda, la mujer más fuerte que había conocido. Después de soportar torturas que habrían matado a cualquiera, hombre o mujer, había visto a su mejor amiga caer con una bala en la espalda, y aún tuvo fuerzas para seguir huyendo. Llevó a los investigadores al lugar donde yacía el cuerpo, y luego a la choza donde todo había empezado.
Quinn amaba y admiraba a Miranda por ese núcleo indestructible que la animaba, por esa espalda suya dura como el acero.
Y ¿qué había de las necesidades de Miranda? ¿Quién cuidaba de ella para asegurar que no fuera demasiado lejos? Alguien que se tomara el tiempo para sacarla de ese entorno asfixiante de manera que pudiera recomponerse y recuperar su orientación. Quinn temía que, sin tener a nadie que cuidara de ella, Miranda fuera dejando que la investigación la consumiera por entero sacrificando su felicidad personal y su paz interior en nombre de la justicia.
Si pensaba en su propia carrera, no tenía derecho a criticarla. Él llevaba casi diecisiete años como agente del FBI. La única ocasión en que se había tomado unas vacaciones fue gracias a la insistencia de su jefe. Con la excepción de los dos años compartidos con Miranda. Era el único período en que se había ausentado voluntariamente del trabajo.
Se desnudó y entró en la ducha. Abrió el grifo y el chorro frío lo bañó antes de que el agua se calentara. Pero él necesitaba el frío. Después de enterarse de lo que había tenido que vivir Miranda, se había quedado bajo el chorro de agua fría todo lo que pudo aguantar. Quería experimentar aunque no fuera más que una parte leve de su dolor.
Su récord eran diecinueve minutos. Pero el agua del río era aún más fría que la de la ducha, y ella había sobrevivido.
Salió de la Hostería Gallatin antes de que nadie se despertara. No quería encontrarse con Miranda, todavía no. La noche anterior, ella no se había enterado de que él se alojaba ahí, y Quinn ignoraba si su padre se lo había dicho.
Creía que no.
Nick se encontró con él en lo de McKay, una cafetería situada en la esquina de la calle de la comisaría de policía. Aquello no había cambiado tanto desde su partida. Manteles de plástico a cuadros blanquiazules, los condimentos en medio de la mesa, paredes grises flores de plástico de color rojo con aspecto de mustias en jarrones entre las ventanas con vidrios a medio limpiar. Los altavoces instalados en dos rincones de la sala emitían música country, a ratos mezclada con un programa matinal de radio de un par de cómicos aficionados.
Quinn le pidió a Fran, la camarera, que le llenara el termo, pero no tenía demasiadas ganas de comer antes de la autopsia. Pidió tostadas, más para mojarlas en cafeína que por hambre.
Nick no tenía aspecto de haber dormido más que Quinn. También había envejecido. Doce años antes, la primera vez que vino a Bozeman, Nick era un chico de veintitrés años, lozano como un cachorro. Ahora las arrugas le surcaban el rostro y en sus ojos se adivinaba el brillo de la experiencia.
Los asesinatos hacían envejecer.
– ¿Qué planes tenemos? -preguntó Quinn.
– Tengo a un agente forestal que se dirige al lugar para talar cualquier árbol que necesitemos como prueba, y veintiséis efectivos de la policía, dos de ellos expertos en escenas del crimen. -Nick miró su reloj -. Nos quedan dos horas antes de la cita.
– ¿Si encontramos la cabaña?
– Procesamos la escena y mandamos las pruebas al laboratorio estatal de criminología en Helena.
– La semana pasada comentaste que Rebecca fue raptada lejos de donde trabajaba. ¿Hay testigos?
– Nadie vio nada -dijo Nick, negando con un gesto de la cabeza.
– Rebecca Douglas se encontraba en un aparcamiento, no con el coche averiado a la orilla del camino. ¿Nadie vio ni oyó nada?
– Interrogué a todos los que estaban en la pizzería esa noche, aunque se hubieran ido antes de que secuestraran a Rebecca. Si alguien vio algo, no les debió parecer sospechoso.
– Me pregunto si lo conocía -se preguntó Quinn, en voz alta.