Hasta que la encontró el Carnicero.
Con una mano, Miranda sacó el mapa topográfico y localizó su posición aproximada así como el camino que había seguido Rebecca.
Sintió que se le revolvían las tripas al imaginar a la pobre chica huyendo por el bosque. No porque su huida acabara en una ejecución, sino porque si Rebecca hubiera escapado unos seis kilómetros en la dirección opuesta habría llegado a un camino de tierra que conducía a una pequeña represa. Quizás habría muerto de todas maneras, pero al llegar al camino habría tenido más posibilidades.
¡Corre! Tienes dos minutos. ¡Corre!
La voz venía de la nada, y Miranda apretó la culata de su arma mientras miraba a su alrededor, luchando contra el pánico con el cuerpo inundado de adrenalina.
Nadie. No había nadie. Su maldita voz, ronca, sádica, la perseguía. Maldito fuera.
Rebecca no había tenido la posibilidad de escoger por donde huir, como le sucedió a Sharon y a ella. Ellas corrían para alejarse en dirección contraria a su secuestrador. Si él estuviera allí, justo al otro lado de esa puerta estrecha, apuntándole al corazón con un rifle, Rebecca habría corrido cerro arriba. Alejándose.
– ¿Miranda?
La voz de Quinn era suave pero firme, y ella volvió a recordar que él había sido su apoyo más firme durante los peores días después del ataque. Recordó al joven y prometedor agente del FBI de quien se había enamorado, un hombre entusiasmado con la vida y con su trabajo, combatiendo a los malos. Y durante todo ese tiempo, él le ayudó a recuperar el equilibrio, le dio la fuerza que tanto necesitaba.
Miranda se obligó a mirar con rostro inexpresivo (tenía mucha experiencia fingiendo un interés neutro), y se giró hacia él.
Quinn había madurado. Tenía casi cuarenta años. Ya no se movía de un lado a otro compulsivamente, como si se hubiera obligado a controlar esa mala costumbre, la única que reconocía como tal.
Se mantenía alto y erguido, todavía seguro de sí mismo, inteligente, pero más sabio. Más curtido.
Ya no era el hombre del que se había enamorado. Ella tampoco era la mujer que él había dicho amar. Él había madurado hasta convertirse en el hombre que ella había imaginado.
Sin embargo, seguía siendo el hombre que la había traicionado.
– Estoy lista -avisó, con voz suave.
Él abrió la boca para hablar, pero no dijo nada. En cambio, asintió con la cabeza y se acercó a la barraca. Aliviada, ella reprimió un suspiro y lo siguió.
Unas rascadas recientes en la madera indicaban que hasta hacía poco la puerta se cerraba con un candado. Quinn tenía su arma lista. Ella también.
Jamás volverían a sorprenderla con la guardia baja.
Quinn empujó la puerta y ésta se abrió. Sin llave. La empujó hacia adentro con cuidado, lentamente, mientras se echaba a un lado por sí el asesino estuviera dentro.
Estaba vacía. Miranda sintió un alivio relativo. Tenía unas ganas desesperadas de atrapar a ese tipo, pero temía encontrarse cara a cara con él. ¿Era alguien que conocía? ¿Alguien con quien había ido al colegio? ¿Un cliente habitual de la hostería? ¿Un habitante local? ¿Un extraño?
¿Sería capaz de reconocerlo? ¿Era alguien a quien veía todos los días?
Aquella idea no paraba de rondarle la cabeza. Quizás el Carnicero fuera alguien que ella veía como un amigo.
– ¿Miranda?
– ¿Qué? -dijo, sobresaltándose. Enseguida se arrepintió de su tono de voz. No tenía por qué comunicarle su agitación a Quinn. Esos demonios que ella combatía eran estrictamente personales.
Él iba a decir algo, pero calló. Empezó a examinar minuciosamente el interior.
En la barraca, de una sola habitación de dos metros y medio por cuatro, sólo había un colchón manchado y mugriento en medio del suelo de madera ennegrecida. Sangre seca mezclada con tierra. El techo era de madera y zinc, inclinado para impedir que lo destruyera la nieve. La ropa de Rebecca estaba en un rincón. Los vaqueros, el jersey amarillo y el anorak azul con que la habían visto por última vez.
No estaban ni el sostén ni las bragas.
Miranda se fijó en el olor. Era el olor del miedo pegado a las paredes, como si el terror de Rebecca hubiera quedado impreso para siempre en la madera oscura y musgosa.
No, el miedo no olía. Era el sudor seco, el olor vago y metálico de la sangre, lo que empapaba su olfato al respirar, desplazándose hasta su lengua, haciéndole sentir el sabor cobrizo del terror, antes de que sus pulmones y su corazón se llenaran de penosos recuerdos.
El sexo. El sexo brutal y doloroso.
Tengo mucho frío, Randy.
Miranda miró a su alrededor, segura de haber oído a Sharon que le hablaba.
No era Sharon, sino su fantasma.
La habitación sin ventanas se encogió. Era como si las paredes latieran, como si respiraran. Como si reptaran hacia ella, cada vez más cerca… y el miedo sí olía. El aroma empalagoso de su propio terror, su mortalidad, tiraban de ella hacia abajo, la estrangulaban.
Randy, tengo frío. Vamos a morir.
No vamos a morir. No te des por vencida. Encontraremos una manera de escapar.
Nos matará.
¡Basta! Deja de hablar de esa manera.
Rebecca estuvo sola. Sin alguien que la apoyara. Nadie con quien hablar, con quien llorar, a quien hacer promesas. Sola. Sin saber cuándo volvería él, cuándo la volvería a montar. Cuando cogería las tenazas frías como el hielo para apretarle los pezones hasta que ella gritara.
¡Aaaayy!
Los gritos de Sharon le resonaban en los oídos, le golpeaban como un martilleo en la cabeza.
Ella sería la siguiente.
Las paredes respiraban y se combaban. Se acercaban, poco a poco, cada vez más…
Empezó a temblar descontroladamente cuando oyó los gritos y sollozos de Sharon. Él guardaba silencio. Un silencio enfermizo. Pero Miranda sabía que volvía a violar a Sharon, oía el golpeteo asqueroso de su carne contra la de ella, chas, chas, chas, sobre su piel. El grito cuando él le retorcía los pezones con las tenazas…
Sí, ella sería la siguiente.
Las paredes se le echaron encima, como si quisieran chuparle la vida. Miranda se llevó la mano a la boca y salió corriendo de la choza, tropezó entre las ramas, hasta que encontró un árbol. Se apoyó en el tronco, intentando reprimir el terror que amenazaba con volverla loca.
Quinn tenía razón. Te vas a hundir.
No. No. ¡No!
Respirar hondo. Respirar para limpiarse. Los olores del sudor, de la violación infame y de la sangre se fueron desvaneciendo, reemplazados por la fragancia fresca de los pinos, la tierra húmeda y las hojas podridas. La savia pegajosa.
Inspirar. Espirar.
El corazón se le calmó y los latidos en el cuello perdieron su frenética pulsación. Abrió los ojos y se quedó mirando el árbol en que se había apoyado.
Abrazadora de árboles, pensó, y se dio cuenta de que reprimía una sonrisa.
Se separó del árbol, se secó las manos en los vaqueros e hizo acopio de coraje, recuperando la compostura.
Respira, Miranda. Respira.
Se incorporó y volvió a la choza, dispuesta a intentarlo una vez más. Lucharía contra la claustrofobia que se había convertido en su rémora desde aquella semana en el infierno, hacía doce años.
Quinn se la quedó mirando y ella aguantó la respiración.