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– Ya nadie puede hacerte daño.

Se inclinó y le tocó el pelo, apartó un mechón a un lado y le cogió la mejilla en el cuenco de la mano.

Conserva la calma.

Repitió su mantra. ¿Cuántas veces tendría que pasar por lo mismo? ¿A cuántas chicas tendrían que enterrar? Había creído que con el tiempo sería más fácil. Pero si no lograba contener sus emociones en un reducto cerrado y protegido, temía que los interminables éxitos del Carnicero y su incapacidad para detenerlo acabarían pesándole hasta hundirla.

Muy a su pesar, Miranda volvió a cubrirle la cara con la lona. El gesto de cubrir el cuerpo le recordó a las otras chicas que habían encontrado. Le recordó a Sharon.

La mañana en que Miranda los condujo hasta el cuerpo de Sharon era tan fría que ella no dejaba de tiritar bajo la media docena de capas que llevaba puestas. Quiso volver el día después de ser rescatada, pero no le permitieron salir del hospital. Al intentar caminar sin ayuda, sus pies heridos le fallaron.

Estaba demasiado atontada para llorar, demasiado cansada para discutir. Hizo un mapa del lugar recordando todo lo que pudo, pero el equipo de rescate no logró encontrar a Sharon.

Miranda no soportaba la idea de que el cuerpo de su amiga quedara expuesto a la intemperie una noche más. A merced de osos pardos, pumas y buitres. Por eso, a la mañana siguiente, a pesar del dolor de los pies, condujo al equipo de rescate y a la policía al lugar donde yacía Sharon. Tenía que verla por última vez.

Puede que todavía estuviera sumida en un estado de shock. Fue lo que dijo el médico. Pero caminaba con ayuda. Sabía dónde había caído Sharon, jamás lo olvidaría. Los condujo hasta el sitio, y ahí la encontraron. Tal como había caído abatida por el disparo del asesino.

El silencio llenaba el aire, como si las aves y otros animales lloraran la pérdida junto a los seres humanos. Ni siquiera soplaba el viento de la primavera. Ni una sola hoja del bosque se movió mientras los demás comprendían por fin lo que habían vivido Miranda y Sharon.

El repentino graznido de un águila rasgó el silencio y se levantó una suave ráfaga de viento.

El paramédico cubrió el cuerpo de Sharon con una lona de color verde chillón mientras el equipo del sheriff comenzaba la búsqueda de pistas. Miranda no podía apartar la vista de la lona que cubría a Sharon, muerta, reducida a un bulto bajo un plástico. ¡Era aberrante e inhumano!

Sólo entonces Miranda se había derrumbado y llorado amargamente.

Un agente del FBI la acompañó los cinco kilómetros de vuelta al camino. Se llamaba Quincy Peterson.

Capítulo 2

Cuando vio a Miranda, Quinn se paró en seco. Sintió que le faltaba el aliento y dio un paso al lado para ocultarse tras un tupido grupo de árboles.

Habían pasado diez años desde la última vez que la viera, pero el impacto era el mismo. Primero, una mezcla de asombro y respeto. Todavía no había conocido a ninguna mujer que fuera más osada y decidida que Miranda. También experimentaba un sentimiento de amor y orgullo, seguido rápidamente de rabia y frustración, fenómenos muy entrelazados. No podía cerrar el flujo de sus emociones como si manejara un grifo. ¿Cómo había podido Miranda desprenderse de él tan fácilmente? ¿Cómo había abandonado la relación con él sin siquiera darle una oportunidad de explicarse?

Quinn todavía albergaba la esperanza de que ella dejaría de lado su ciega obsesión por el Carnicero y que volvería. Sin embargo, esa esperanza iba menguando con el paso del tiempo. Ahora temía que Miranda acabara matándose por no haberse ocupado de sus propias necesidades.

Miranda estaba de espaldas a Nick. Sólo Quinn veía el dolor reflejado en sus facciones.

Mientras la miraba, ella cerró los ojos y sacudió la cabeza, como queriendo alejar una pesadilla. O un recuerdo. Se incorporó, se secó los ojos con el antebrazo y se acercó a los pies de la chica muerta. Se quedó mirando el cuerpo cubierto de Rebecca un largo rato antes de agacharse y levantar el borde de la lona.

No hacía falta que Quinn estuviera a su lado para saber qué miraba. Los pies y las piernas de Rebecca salpicados de barro a causa de la carrera. La pierna rota. Las señales de su huida.

– ¿Hace cuánto?

Incluso desde su punto de observación a quince metros, Quinn percibió la rabia y el dolor en su voz. Miranda se giró y miró a Nick con rabia. Se le acentuó la rigidez de la mandíbula mientras hacía lo posible por controlar su dolor.

Como siempre, tenía que controlarse. Era un milagro que no hubiese sufrido un ataque de nervios, tal era el peso que llevaba sobre los hombros.

– ¿Unas ocho o diez horas?

Quinn no oyó la respuesta de Nick, pero el cálculo de Miranda le pareció correcto.

– ¡Joder, Nick! La tuvo ocho días en su poder. Casi logró escapar. Estamos a unos pocos kilómetros de la carretera. A seis kilómetros, y se rompió la pierna. Y él, él… -balbuceó, y volvió a girarse.

Viendo el esfuerzo que hacía por controlarse, Quinn se sintió incómodo, como un mirón. Ansiaba acercarse a ella, cogerla en sus brazos como había hecho en el pasado, sólo estrecharla. Él no le había dicho que todo iría bien. Nunca le dijo que el dolor sería soportable. Quinn simplemente estuvo a su lado. Y, durante dos años, el sólo hecho de estar a su lado le ayudó a Miranda a recuperar su vitalidad y su fuerza. Él lo sabía como una certeza.

Pero no había sido suficiente.

– El doctor Abrams viene en camino -dijo Nick-. Él podrá decirnos algo más.

– Me lo habías prometido, Nick. -Miranda se quitó los guantes de látex y se los metió en un bolsillo. Se apretó la punta de la nariz y se acercó al sheriff.

Quinn no podía no saludar a Miranda, pero el encuentro le provocaba cierto desasosiego.

– No intentes protegerme, Nick -dijo Miranda, mientras Quinn se acercaba por detrás.

– No culpes a Nick, Miranda. Fui yo quien le dije que no te llamara.

Miranda oyó aquella voz familiar: grave, cálida y suave como la mantequilla derretida.

El ritmo del corazón se le aceleró el doble, y el triple. Por un momento, un momento que fue demasiado largo, fue incapaz de decir palabra. Había soñado con esa voz y con su dueño. Se giró bruscamente.

Quinn Peterson.

Por un instante, apenas un segundo, Miranda olvidó todo lo que había sucedido entre ellos diez años antes, y sintió sus brazos que la estrechaban, las palabras serenas que le susurraba al oído.

La única vez que se había sentido de verdad segura desde la pesadilla de la persecución fue en sus brazos.

Quinn había cambiado y, aún así, seguía siendo el mismo. Algunas mechas grises asomaban en su pelo rubio. Le caía un poco demasiado largo por delante, lo justo para cubrir un parche que llevaba por encima del ojo. Sus ojos oscuros lo seguían viendo todo, pero ahora de sus bordes nacían unas arrugas finas. Físicamente todavía estaba en forma, aunque iba vestido con un traje demasiado elegante para los bosques de Montana. Miranda todavía recordaba el sabor de sus labios, aunque habían pasado diez años desde la última vez.

No soportaba todos esos recuerdos que se le vinieron encima y, todavía detestaba más que Quinn Peterson le recordara sus peores flaquezas, justo cuando más necesitaba su fuerza y su coraje.

– ¡Cómo te has atrevido! -exclamó, irritada consigo misma por el temblor en su voz.