Aquello no era su habitación en el campus.
Un miedo horrible se apoderó de ella en cuanto se despertó del todo. No fue un aumento de las pulsaciones cardiacas ni una inquietud paulatina sino un terror inmediato y profundo. Cuando sintió ese pánico que le llegaba a la médula, intentó sentarse, pero se dio cuenta de que algo se lo impedía. Se quemó la piel de las muñecas intentando liberarse. ¿Qué había pasado? ¿Dónde estaba? ¿Dónde estaba JoBeth?
Lo último que recordaba era que el coche se paraba. Sin más. Tras un par de estertores, moría del todo. Tuvo suerte de poder conducirlo a un lado del camino.
Jo le dijo que llamaría a la grúa y bajó del coche porque su móvil no tenía buena cobertura. Otra cosa que Ashley detestaba de las montañas. Nunca tenía problemas con su móvil en San Diego.
Se inclinó para mirar el reproductor de CD y ver si tenían batería para escuchar música. Cuando volvió a mirar, Jo había desaparecido.
Bajó del coche y percibió la figura de una mujer que caminaba hacia los árboles al otro lado del camino. ¿Por qué Jo cruzaba la carretera?
– Jo, ¿qué haces allá al otro lado?
Y luego, nada. No recordaba nada más. ¿Por qué no podía recordar? ¿Qué había ocurrido?
Estaba desnuda. Y atada. Algo le tapaba los ojos, algo ajustado. Muy apretado. No oía nada excepto el pánico como un martillo en los oídos. Le temblaron los labios y dejó escapar un sollozo. Tragó saliva, intentando que el miedo no la dominara.
Crac.
¿Qué era eso? ¿Alguien venía? Dios, ¿qué iba a hacerle?
Rebecca Douglas.
Sintió que el pánico la atenazaba, y que se desvanecía de su alma hasta el último gramo de esperanza. Acababan de encontrar a esa chica de la universidad, Rebecca. El periódico decía que había sido el Carnicero de Bozeman. El hombre que torturaba a las mujeres en el bosque y luego las cazaba como a animales. El Carnicero.
¡No! ¡NO! ¡NO! ¡NO!
Dios mío, por favor, no dejes que me haga daño.
Sintió la garganta apretada, el pecho tenso, y empezó a respirar desbocadamente, mientras luchaba contra sus ataduras. Lanzando patadas, tirando y empujando. No quería morir. ¡No podía morir! Tenía toda la vida por delante. Sus amigos. Su familia. Su querido padre le había dicho que tuviera cuidado. Que vigilara. Que tomara las debidas precauciones. Le decía que era demasiado amable, demasiado ingenua.
Ella creía que hacía caso de sus advertencias. ¿Qué había hecho mal?
Más que nada en el mundo, quería ahorrarle el dolor a su padre. Ella era su princesa. ¿Qué haría él cuando se enterara de que había desaparecido? ¿Cuándo la encontraran muerta? Torturada y… y violada.
No. No. ¡NO! Aquello no podía estar ocurriendo.
¿Dónde estaba JoBeth?
– Jo -murmuró en medio de aquella oscuridad. Se quedó escuchando, intentando tranquilizar su corazón galopante.
Nada.
Al cabo de un rato, volvió a escuchar el mismo ruido. Algo. Afuera. Eran voces, susurrando en la oscuridad. Aguzó el oído y captó algunas palabras.
– ¡Te dije que era demasiado pronto! -Era una voz grave, pero parecía una voz de mujer.
– Vete. Vuelve la semana que viene. -La voz de un hombre. Una voz ronca.
Chas.
– Tengo que volver a casa. Es tarde. Volveré mañana.
Murmullos, algo que no pudo escuchar. Crac. Nada.
El silencio realzaba su miedo, con sus ruidos negros como la noche de sus ojos vendados. Y luego un crujido. El grito de una lechuza. Los ruidos de la noche estaban presentes desde el principio, pero hasta ese momento su terror le había impedido oírlos. Algo que se arrastraba, luego un chirrido, y silencio. Algo que se escabullía por el tejado. De zinc. Era el ruido del zinc. Estaba en una especie de cabaña, y hacía mucho frío.
Ashley supo que la puerta se abría, no por el ruido sino por el soplo de aire frío.
Y luego un ligero crac, dos trozos de madera que se rozaban. Una respiración. Estaba ahí dentro. El estaba ahí dentro y ella también, salvo que ella nada podía hacer.
Un restallido sordo y repentino recorrió la habitación, y Ashley enseguida sintió un dolor penetrante en el interior del muslo que la hizo chillar. Un látigo.
Y luego él estaba encima de ella. Un dolor intenso y agudo en la entrepierna le arrebató lo que le quedaba de compostura y gritó hasta sentir que la garganta le quemaba.
Creyó oír una risa distante. Y luego el silencio.
Capítulo 19
Miranda se paseó de una punta a otra de la sala de espera de urgencias durante dos horas hasta que, finalmente, decidió sentarse en una de las sillas de plástico verde alineadas junto a las paredes. No sabía casi nada del estado de JoBeth Anderson. El hospital no conseguía localizar a su familia en Minnesota, y por eso habían llamado a la universidad. Un administrativo se encargaba de encontrar a sus padres pero, dado que se trataba de una cuestión de vida o muerte, decidieron trasladar a JoBeth a cirugía para intervenirla.
Cuando el teléfono de Miranda sonó a las dos de la madrugada, la sacó violentamente de una pesadilla, y se sintió agradecida por la interrupción.
Era Nick. El Carnicero tenía a otra víctima.
En ese momento, Miranda no se preguntó por qué el Carnicero habría dejado atrás a JoBeth. Pero ahora no podía quitárselo de la cabeza.
¿Por qué no se la había llevado con Ashley?
¿Por qué el Carnicero había intentado matarla para luego dejarla tirada a la orilla del camino?
Y ¿por qué actuaba tan rápidamente después del asesinato de Rebecca Douglas? El interludio más breve que tenían era de dos semanas. A Ashley se la había llevado sólo tres días después.
Tenía que hablar con Quinn y desentrañar el significado de aquello. ¿Se iban acercando a él? ¿Había algo en la investigación que le indicara algo? ¿O quizá fuera obra de un imitador? Sin embargo, Nick y Quinn no estaban para que pudiera preguntarles. Estaban interrogando a posibles testigos en el Cruce, donde JoBeth y Ashley habían parado a comer.
Por la enfermera de turno, Miranda se enteró de que JoBeth había recibido un golpe en la nuca que podía ser mortal. La habían golpeado tres veces lo bastante fuerte para romperle el cráneo. Los médicos procuraban salvarle la vida pero aunque eso sucediera era probable que tuviera la columna rota. Las heridas eran graves. Los golpes asestados iban destinados a matar.
Es una superviviente. Igual que yo.
JoBeth no se lo merecía. Ahora yacía casi inerte en la mesa de operaciones mientras los médicos luchaban por parar la hemorragia del cerebro.
Dentro de ese cerebro quizás hubiera algo que los condujera hasta el asesino. Quizá JoBeth hubiera visto al Carnicero, quizá lo conociera, ¡algo que les ayudara! Tenían que encontrar una pista. Necesitaban que el asesino cometiera un error.
Miranda rogaba que JoBeth sobreviviera. Que recuperara la conciencia. Que dijera: «Sí, lo vi, es…»
Por favor, JoBeth, tú puedes conseguirlo.
Miranda seguía sentada en la silla del hospital. Cuando asomó el alba, cerró los ojos para descansar un momento.
JoBeth seguía en la sala de operaciones cuando Quinn llegó una hora después.
No le sorprendió ver a Miranda en la sala de espera de urgencias. Pero no se esperaba encontrarla estirada sobre un sillón, durmiendo, con la mochila de almohada. Una manta de lana le cubría su cuerpo menudo. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, con la manta cogida muy cerca de la cara. Como una niña. Inocente.